(...) Ahora
es el hombre libre, y no Dios, el amo del tiempo. Liberado del estar
arrojado, diseña lo venidero. Este cambio de régimen de Dios al de
los hombres tiene consecuencias. Desestabiliza el tiempo, puesto que
Dios es aquella instancia que imprime un carácter definitivo al
orden dominante, el sello de la verdad eterna. Representa un presente
duradero. Con el cambio de régimen, el tiempo pierde este
sostén, que opone una resistencia al cambio. También La muerte
de Dantón, el drama revolucionario de Büchner, se refiere a
esta experiencia. Camille proclama: «Las ideas fijas comunes que
pasan por ser el sentido común son insoportablemente aburridas. El
hombre más feliz fue aquel que pudo imaginarse que era Dios Padre,
Hijo y Espíritu Santo».
El
tiempo histórico puede precipitarse hacia adelante porque no
reposa en sí mismo, porque su centro de gravedad no está en el
presente. No admite ninguna demora. La demora solo retrasa el proceso
progresivo. Ninguna duración guía al tiempo. El tiempo tiene
sentido en tanto que progresa hacia una meta. De este modo la
aceleración cobra sentido.
Pero, debido a la significatividad del tiempo, no se percibe como
tal. En primer plano está el sentido de la historia. La
aceleración solo se impone en cuanto tal cuando el tiempo pierde su
significatividad histórica, su sentido. Se tematiza o se convierte
en problemática cuando el tiempo es arrastrado hacia un futuro vacío
de significado.
El
tiempo mítico funciona como una imagen. El tiempo histórico,
en cambio, tiene la forma de una línea que se dirige, o se
precipita, a un objetivo. Cuando la línea pierde la tensión
narrativa o teleológica, se descompone en puntos que dan tumbos sin
dirección alguna. El final de la historia genera una atomización
del tiempo, convirtiéndolo en un tiempo de puntos. El mito
desaparece para siempre de la historia. La imagen estática se
transforma en una línea sucesiva. La historia deja lugar a
las informaciones. Estas no tienen ninguna amplitud ni
duración narrativa.
No
están centradas ni siguen una dirección. En cierto modo, se apoyan
en nosotros. La historia ilumina, selecciona y canaliza el enredo de
acontecimientos, le impone una trayectoria narrativa lineal. Si esta
desaparece, se arma un embrollo de informaciones y acontecimientos
que dan tumbos sin dirección. Las
informaciones no tienen aroma. En eso se diferencian de
la historia. En contra de la tesis Baudrillard, la información no se
relaciona con la historia como la simulación siempre perfecta del
original o del origen. En realidad, la información presenta un nuevo
paradigma. En su interior habita otra temporalidad muy diferente. Es
una manifestación del tiempo atomizado, de un tiempo de puntos
(Punkt-Zeit).
Entre
los puntos se abre necesariamente un vacío, un intervalo vacío, en
el que no sucede nada, no se produce sensación alguna. El
tiempo mítico e histórico, en cambio, no dejan ningún vacío,
puesto que la imagen y la línea no tienen ningún intervalo.
Construyen una continuidad narrativa. Solo los puntos dejan un
intervalo vacío. Los intervalos, en los que no sucede nada, causan
aburrimiento. O se presentan como una amenaza, puesto que donde no
sucede nada, donde la intencionalidad se queda en nada, está la
muerte.
De
este modo, el tiempo de puntos siente el impulso de suprimir o
acortar los intervalos vacíos. Para evitar que se demoren
demasiado, se intenta que las sensaciones se sucedan cada
vez más rápido. Se produce una aceleración cada vez más histérica
de la sucesión de acontecimientos o fragmentos, que se extiende a
todos los ámbitos de la vida.
La
falta de tensión narrativa hace que el tiempo atomizado no pueda
mantener la atención de manera duradera. Eso hace que la percepción
se abastezca constantemente de novedades y radicalismos. El tiempo de
puntos no permite ninguna demora contemplativa. El tiempo atomizado
es un tiempo discontinuo. No hay nada que ligue los acontecimientos
entre ellos generando una relación, es decir, una duración. Así
pues, la percepción se confronta con lo inesperado y lo repentino,
que despiertan un miedo difuso. La atomización, el aislamiento y la
experiencia de discontinuidades también son responsables de diversas
formas de violencia. En la actualidad, cada vez se desmoronan más
estructuras sociales que antes proporcionaban continuidad y duración.
La atomización y el aislamiento se extienden a toda la sociedad. Las
prácticas sociales tales como la promesa, la fidelidad o el
compromiso, todas ellas prácticas temporales que crean un lazo con
el futuro y limitan un horizonte, que crean una duración, pierden
importancia.
Tanto
el tiempo mítico como el histórico poseen una tensión narrativa.
El tiempo está compuesto por un encadenamiento particular de
acontecimientos. La narración da aroma al tiempo. El tiempo de
puntos, en cambio, es un tiempo sin aroma. El tiempo comienza a tener
aroma cuando adquiere una duración, cuando cobra una tensión
narrativa o una tensión profunda, cuando gana en profundidad y
amplitud, en espacio. El tiempo pierde el aroma cuando se
despoja de cualquier estructura de sentido, de profundidad, cuando
se atomiza o se aplana, se enflaquece o se acorta. Si se desprende
totalmente del anclaje que le hace de sostén y de guía, queda
abandonado. En cuanto pierde su soporte, se precipita.
La
aceleración de la que tanto se habla hoy en día no es un proceso
primario que
acaba comportando distintos cambios en el mundo de la vida, sino un
síntoma, un proceso secundario, es decir, una consecuencia de
un tiempo que se ha quedado sin sostén, atomizado, sin ningún tipo
de gravitación que lo rija. El tiempo se precipita, se agolpa para
equilibrar una falta de Ser esencial, aunque no lo consigue,
porque la aceleración por sí misma no proporciona ningún sostén.
Solo hace que la falta de Ser resulte incluso más penetrante.
En
El aroma del tiempo. Un ensayo filosófico sobre el arte de
demorarse, de Byung-Chul Han.
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