(…)
Nadie podría exponer el asunto más claramente. «El poeta pobre no
tiene hoy día, ni ha tenido durante los últimos doscientos años,
la menor oportunidad... En Inglaterra un niño pobre no tiene más
esperanzas que un esclavo ateniense de lograr esta libertad
intelectual de la que nacen las grandes obras literarias.»
Exactamente. La libertad intelectual depende de cosas materiales. La
poesía depende de la libertad intelectual. Y las mujeres siempre han
sido pobres, no sólo durante doscientos años, sino desde el
principio de los tiempos. Las mujeres han gozado de menos libertad
intelectual que los hijos de los esclavos atenienses. Las mujeres no
han tenido, pues, la menor oportunidad de escribir poesía. Por eso
he insistido tanto sobre el dinero y sobre el tener una habitación
propia. Sin embargo, gracias a los esfuerzos de estas mujeres
desconocidas del pasado, de estas mujeres de las que desearía que
supiéramos más cosas, gracias, por una curiosa ironía, a dos
guerras, la de Crimea, que dejó salir a Florence Nightingale de su
salón, y la Primera Guerra Mundial, que le abrió las puertas a la
mujer corriente unos sesenta años más tarde, estos males están en
vías de ser enmendados. Si no, no estaríais aquí esta noche y
vuestras posibilidades de ganar quinientas libras al año, aunque
desgraciadamente, siento decirlo, siguen siendo precarias, serían
ínfimas.
De
todos modos, quizá me digáis: ¿por qué le parece a usted tan
importante que las mujeres escriban libros, si, según dice, requiere
tanto esfuerzo, puede llevarla a una a asesinar a su tía, muy
probablemente la hará llegar tarde a almorzar y quizá la empuje a
discusiones muy graves con muy buenas personas? Mis motivos, debo
admitirlo, son en parte egoístas. Como a la mayoría de las inglesas
poco instruidas, me gusta leer, me gusta leer cantidades de libros.
Últimamente mi régimen se ha vuelto un tanto monótono; en los
libros de Historia hay demasiadas guerras; en las biografías,
demasiados grandes hombres; la poesía ha demostrado, creo, cierta
tendencia a la esterilidad, y la novela... Pero mi incapacidad como
crítico de novela moderna ha quedado bastante patente y no diré
nada más sobre este tema. Por tanto, os pediré que escribáis toda
clase de libros, que no titubeéis ante ningún tema, por trivial o
vasto que parezca. Espero que encontréis, a tuertas o a derechas,
bastante dinero para viajar y holgar, para contemplar el futuro o el
pasado del mundo, soñar leyendo libros y rezagaros en las esquinas,
y hundir hondo la caña del pensamiento en la corriente. Porque de
ninguna manera os quiero limitar a la novela. Me complaceríais mucho
—y hay miles como yo— si escribierais libros de viajes y
aventuras, de investigación y alta erudición, libros históricos y
biografías, libros de crítica, filosofía y ciencias. Con ello sin
duda beneficiaríais el arte de la novela. Porque en cierto modo los
libros se influencian los unos a los otros. La novela no puede sino
mejorar al contacto de la poesía y la filosofía. Además, si
estudiáis alguna de las grandes figuras del pasado, como Safo,
Murasaki, Emily Brontë, veréis que es una heredera a la vez que una
iniciadora y ha cobrado vida porque las mujeres se han acostumbrado a
escribir como cosa natural; de modo que sería muy valioso que
desarrollaseis esta actividad, aunque fuera como preludio a la
poesía.
Pero
al repasar estas notas y criticar la sucesión de mis pensamientos
cuando las escribí, me doy cuenta de que mis motivos no eran del
todo egoístas. En todos estos comentarios y razonamientos late la
convicción —¿o es el instinto?— de que los buenos libros son
deseables y de que los buenos escritores, aunque se pueda encontrar
en ellos todas las variedades de la depravación humana, no dejan de
ser personas buenas. Cuando os pido que escribáis más libros, os
insto, pues, a que hagáis algo para vuestro bien y para el bien del
mundo en general. Cómo justificar este instinto o creencia, no lo
sé, porque, si uno no se ha educado en una universidad, los términos
filosóficos fácilmente pueden inducirle en error. ¿Qué se
entiende por «realidad»? La realidad parece ser algo muy
caprichoso, muy indigno de confianza: ora se la encuentra en una
carretera polvorienta, ora en la calle en un trozo de periódico, ora
en un narciso abierto al sol. Ilumina a un grupo en una habitación y
señala a unas palabras casuales. Le sobrecoge a uno cuando vuelve
andando a casa bajo las estrellas y hace que el mundo silencioso
parezca más real que el de la palabra. Y ahí está de nuevo en un
ómnibus en medio del tumulto de Piccadilly. A veces, también,
parece habitar formas demasiado distantes de nosotros para que
podamos discernir su naturaleza. Pero da a cuanto toca fijeza y
permanencia. Esto es lo que queda cuando se ha echado en el seto la
piel del día; es lo que queda del pasado y de nuestros amores y
odios. Ahora bien, el escritor, creo yo, tiene más oportunidad que
la demás gente de vivir en presencia de esta realidad. A él le
corresponde encontrarla, recogerla y comunicárnosla al resto de la
Humanidad. Esto es, en todo caso, lo que infiero al leer El Rey
Lear, Emma o En busca del tiempo perdido. Porque la
lectura de estos libros parece, curiosamente, operar nuestros
sentidos de cataratas; después de leerlos vemos con más intensidad;
el mundo parece haberse despojado del velo que lo cubría y haber
cobrado una vida más intensa. Éstas son las personas envidiables
que viven enemistadas con la irrealidad; y éstas son las personas
dignas de compasión, que son golpeadas en la cabeza por lo que es
hecho con ignorancia o despreocupación. De modo que cuando os pido
que ganéis dinero y tengáis una habitación propia, os pido que
viváis en presencia de la realidad, que llevéis una vida, al
parecer, estimulante, os sea o no os sea posible comunicarla.
Yo
terminaría aquí, pero la presión de la convención decreta que
todo discurso debe terminar con una peroración. Y una peroración
dirigida a mujeres debería contener, estaréis de acuerdo conmigo,
algo particularmente exaltante y ennoblecedor. Debería imploraros
que recordéis vuestras responsabilidades, la responsabilidad de ser
más elevadas, más espirituales; debería recordaros que muchas
cosas dependen de vosotras y la influencia que podéis ejercer sobre
el porvenir. Pero estas exhortaciones se las podemos encargar sin
riesgo, creo, al otro sexo, que las presentará, que ya las ha
presentado, con mucha más elocuencia de la que yo podría alcanzar.
Aunque rebusque en mi mente, no encuentro ningún sentimiento noble
acerca de ser compañeros e iguales e influenciar al mundo
conduciéndole hacia fines más elevados. Sólo se me ocurre decir,
breve y prosaicamente, que es mucho más importante ser uno mismo que
cualquier otra cosa. No soñéis con influenciar a otra gente, os
diría si supiera hacerlo vibrar con exaltación. Pensad en las cosas
en sí.
En
Una habitación propia, de Virginia Woolf.
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