La
ética como amor fati es afirmación del acontecimiento y afirmación
de la transformación en el acontecimiento. La transformación es una
mutación en el modo de ser, no ir más lejos sino llegar más alto
en un sentido puramente intensivo y afirmativo: una elevación de la
propia potencia. La elevación de la potencia de una singularidad
individual significa también la elevación de la potencia de los
seres en relación.
La
singularidad es individual y colectiva a la vez; la relacionalidad
entre los seres es perentoria, constituye la misma trama virtual del
mundo. El aislamiento de los seres entre sí, la incapacidad de
sentir, de percibir las relaciones afectivas propias del devenir,
trae consigo un repliegue de la potencia, que por momentos se
acompaña de una extraña omnipotencia impotente que encubre la
disminución de la potencia intensiva.
Los
poderes de dominación encuentran en la tristeza el terreno fértil
para realizar sus fines de sujeción y control. Cuando se pierde la
experiencia de la propia potencia, individual y colectiva, se pierde
también la posibilidad de la libertad como creación, sólo queda la
resistencia. La cuestión de la creación de modos de existencia
activos que sean, a su vez, una vía de singularización concierne
tanto a la ética como a la política.
En
estos tiempos, se dan distintas maneras de entorpecer la producción
de modos de existencia activos, de interceptar la transformación.
Una de las maneras corrientes es aquella que intenta obstruir los
flujos del devenir cubriendo con un manto de inmovilidad los
problemas, declarando la inexistencia del acontecimiento,
dictaminando que aquí no pasa nada, ¿cómo podría pasar si se
ha decretado que nada podía pasar?
Es
preciso admitir que una de las mayores dificultades de nuestra época
radica en la férrea voluntad de negación de lo que pasa y ocurre;
en la condena a la inexistencia de todo aquello que introduce
modificaciones en los planos existenciales, en las modalidades
subjetivas vigentes. El empeño está puesto en dominar el cambio, en
manipularlo introduciendo pequeñas modificaciones, de modo de
continuar siempre en lo mismo. Frente a las irrupciones intensivas,
propias de las circulaciones afectivas, se recurre a las
explicaciones formales que normativizan las conductas y que se
ofrecen, con profusión, como modelo de normalización, según la
lógica del mayor rendimiento, del beneficio y la ganancia.
Sin
embargo, siempre llega el momento en que no se puede seguir
sosteniendo que los hechos son sólo hechos, no se puede negar que
algo suceda en lo que sucede, y que ese algo nos involucre
profundamente. Cuando se patentizan las fuerzas mutantes del devenir,
su poder metamorfósico, se vislumbra que algo excede lo que está
sucediendo. Se comienzan a experimentar las múltiples
transformaciones individuales y del mundo que exigen un gran
esfuerzo, una afirmación de gran envergadura. Constantemente, se
intentan atajos que hagan más liviana la tarea, pero, sólo gracias
a la afirmación, se encuentra la vía de la alegría que otorga la
transmutación.
La
ética, como amor fati, se alía con la política, resiste a la
ataduras, alcanza una verdadera expansión, un incremento de la
potencia individual y colectiva, abre nuevas dimensiones de los seres
en mutua pertenencia con el mundo-Afuera. El pliegue y despliegue de
los acontecimientos brinda la posibilidad de soltar amarras, de
realizar un ejercicio ético que es, a la vez, el desarrollo de un
pensamiento-acción político en relación con la vida.
En
Una filosofía del porvenir. Ontología del devenir, ética y
política, de Annabel Lee Teles.
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