Si
la extensión de una educación humanista a la multitud llevaba
consigo un ideal radicalmente democratizado de conocimiento,
perfectibilidad humana, libertad y gobierno político, ¿qué
significa su inversión actual?, ¿qué significa la disminución
contemporánea de la educación humanista en los dos destinos de
educación superior de los estudiantes de clase obrera y clase media:
las universidades con fines de lucro y las estatales? Sin duda, la
devaluación de la educación superior humanista para las masas
retira la promesa de movilidad socioeconómica ascendente, de la
emancipación de haber nacido en una posición dentro de un orden
social con una estratificación de clases. Sin embargo, también
retira el valor de una ciudadanía educada para una democracia, de la
idea de que la educación ofrece el prospecto de vidas
intrínsecamente más ricas y gratificantes y de la idea de que la
educación alienta una capacidad mejorada de participar en la vida
pública y contribuir al bien público. Por consiguiente, la
sabiduría popular contemporánea de que una educación humanista
está pasada de moda es cierta sólo en la medida en que la igualdad
social, la libertad (entendida como el autogobierno y la
participación en los poderes que nos gobiernan juntos) y el
desarrollo mundanal de la mente y el carácter están pasados de moda
y han sido desplazados por otro conjunto de medidas: corrientes de
ingresos, rentabilidad, innovación tecnológica y contribución a
una sociedad interpretada estrictamente como el desarrollo y la
promulgación de bienes y servicios comercializables.
Es
fácil observar cómo el valor de la apreciación de capital (humano
o de cualquier otro tipo) ha desplazado el valor de los ciudadanos
desarrollados, libres e iguales en los salones actuales del heroísmo:
la cultura popular no celebra a los inventores de vacunas, los
defensores de la paz, los líderes revolucionarios o incluso a los
astronautas que abren nuevas fronteras; alaba a las celebridades de
Hollywood o deportivas, a los creadores de Apple, Facebook, Netflix e
eBay y, sobre todo, a los muy ricos... algunos de los que incluso
abandonaron la preparatoria o la universidad. “¿Quién necesita un
título universitario?” no sólo es el tema del primer álbum de
Kanye West sino también de incontables blogs para hacerse rico
rápidamente y fue el encabezado de un reportaje de 2010 en
Businessweek sobre los directores ejecutivos (CEO) megarricos.
Además
de glorificar a celebridades con poca educación y, usualmente,
superficiales, buena parte de la cultura popular y de negocios no
ortodoxos sugiere que la educación superior es irrelevante para el
éxito definido como fama, riqueza o, incluso, ingenio e inventiva:
la “competencia de hermandad” del multimillonario Peter Theil,
que paga a estudiantes en edad universitaria cien mil dólares por
abandonar la escuela y seguir aventuras de negocios, vuelve explícito
este punto. Al mismo tiempo, por supuesto, la derecha ha satanizado
los planes de estudios y la cultura de las universidades como algo
lleno de programas de izquierda y de corrección política, a la vez
que se ha glorificado y explotado la ira común del ciudadano común.
Hay
dos cosas más que resultan sorprendentes en esto. En primer lugar,
si bien a lo largo del siglo XX la universidad era el boleto
comprobado a la mejora de ingresos, el costo creciente de la
colegiatura, unido a la caída de los trabajos de cuello blanco bien
remunerados en Estados Unidos, implica que “el valor añadido en
salarios universitarios” si bien aún es significativo ya no cumple
de modo automático esta promesa. Ningún extremo de la escala de
riqueza, sumamente desigual, en Estados Unidos está regido por este
valor añadido: la riqueza de los superricos no se vincula con sus
títulos universitarios y muchos graduados carecen de empleo o ganan
mal. Ciertamente, los ingresos del graduado universitario promedio no
han aumentado durante una década. El
atractivo directo de esta realidad y las ventajas imaginadas de
recibir entrenamiento para un trabajo en particular es la razón del
crecimiento de las escuelas
con fines de lucro, a pesar de los elevadísimos índices de
deserción, su pobre tasa de colocación en empleos y los escándalos
que plagan su explotación despiadada del acceso estudiantil a los
programas federales de préstamos.
En
segundo lugar, la conclusión se ha convertido en el único paradigma
de la actual evaluación cultural de las universidades y la vida
después de ellas. En la actualidad el debate en torno al “mérito”
de educaciones universitarias caras se vuelca casi por completo hacia
el rendimiento sobre la inversión.
Estos
cambios económicos y culturales, los nuevos sistemas de calificación
de universidades que los apoyan, junto a la funesta economía de la
educación superior misma ejercen enormes presiones en las
universidades y, en especial, en los planes de estudio de humanidades
para abandonar todas las metas y fines que no consistan en hacer que
los estudiantes estén listos para trabajar cuando se gradúen. Otros
valores —de ser una persona de mundo o con una buena educación, de
discernir en torno a la saturación informativa o las concentraciones
novedosas y las circulaciones de poder— no pueden defenderse a
partir de los deseos o exigencias estudiantiles, de la necesidad o el
beneficio económico o eficiencias dentro de la universidad. Por
consiguiente, mientras que Christopher Newfield destituye de modo
brillante el mito de que las ciencias subsidian a las humanidades y
demuestra que el costo de la investigación científica excede por
mucho los fondos a partir de becas extramuros que las ciencias
atraen, esta corrección factual de un error popular deja intacto un
problema más amplio: la viabilidad por parte de muchos estudiantes,
sus familias, negocios, el Estado o la cultura en general de
proporcionar instrucción en humanidades.
En
El pueblo sin atributos. La secreta revolución del
neoliberalismo, de Wendy Brown.
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