¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 13 de marzo de 2019

La academia neoliberal.

Si la extensión de una educación humanista a la multitud llevaba consigo un ideal radicalmente democratizado de conocimiento, perfectibilidad humana, libertad y gobierno político, ¿qué significa su inversión actual?, ¿qué significa la disminución contemporánea de la educación humanista en los dos destinos de educación superior de los estudiantes de clase obrera y clase media: las universidades con fines de lucro y las estatales? Sin duda, la devaluación de la educación superior humanista para las masas retira la promesa de movilidad socioeconómica ascendente, de la emancipación de haber nacido en una posición dentro de un orden social con una estratificación de clases. Sin embargo, también retira el valor de una ciudadanía educada para una democracia, de la idea de que la educación ofrece el prospecto de vidas intrínsecamente más ricas y gratificantes y de la idea de que la educación alienta una capacidad mejorada de participar en la vida pública y contribuir al bien público. Por consiguiente, la sabiduría popular contemporánea de que una educación humanista está pasada de moda es cierta sólo en la medida en que la igualdad social, la libertad (entendida como el autogobierno y la participación en los poderes que nos gobiernan juntos) y el desarrollo mundanal de la mente y el carácter están pasados de moda y han sido desplazados por otro conjunto de medidas: corrientes de ingresos, rentabilidad, innovación tecnológica y contribución a una sociedad interpretada estrictamente como el desarrollo y la promulgación de bienes y servicios comercializables.


Es fácil observar cómo el valor de la apreciación de capital (humano o de cualquier otro tipo) ha desplazado el valor de los ciudadanos desarrollados, libres e iguales en los salones actuales del heroísmo: la cultura popular no celebra a los inventores de vacunas, los defensores de la paz, los líderes revolucionarios o incluso a los astronautas que abren nuevas fronteras; alaba a las celebridades de Hollywood o deportivas, a los creadores de Apple, Facebook, Netflix e eBay y, sobre todo, a los muy ricos... algunos de los que incluso abandonaron la preparatoria o la universidad. “¿Quién necesita un título universitario?” no sólo es el tema del primer álbum de Kanye West sino también de incontables blogs para hacerse rico rápidamente y fue el encabezado de un reportaje de 2010 en Businessweek sobre los directores ejecutivos (CEO) megarricos.

Además de glorificar a celebridades con poca educación y, usualmente, superficiales, buena parte de la cultura popular y de negocios no ortodoxos sugiere que la educación superior es irrelevante para el éxito definido como fama, riqueza o, incluso, ingenio e inventiva: la “competencia de hermandad” del multimillonario Peter Theil, que paga a estudiantes en edad universitaria cien mil dólares por abandonar la escuela y seguir aventuras de negocios, vuelve explícito este punto. Al mismo tiempo, por supuesto, la derecha ha satanizado los planes de estudios y la cultura de las universidades como algo lleno de programas de izquierda y de corrección política, a la vez que se ha glorificado y explotado la ira común del ciudadano común.

Hay dos cosas más que resultan sorprendentes en esto. En primer lugar, si bien a lo largo del siglo XX la universidad era el boleto comprobado a la mejora de ingresos, el costo creciente de la colegiatura, unido a la caída de los trabajos de cuello blanco bien remunerados en Estados Unidos, implica que “el valor añadido en salarios universitarios” si bien aún es significativo ya no cumple de modo automático esta promesa. Ningún extremo de la escala de riqueza, sumamente desigual, en Estados Unidos está regido por este valor añadido: la riqueza de los superricos no se vincula con sus títulos universitarios y muchos graduados carecen de empleo o ganan mal. Ciertamente, los ingresos del graduado universitario promedio no han aumentado durante una década. El atractivo directo de esta realidad y las ventajas imaginadas de recibir entrenamiento para un trabajo en particular es la razón del crecimiento de las escuelas con fines de lucro, a pesar de los elevadísimos índices de deserción, su pobre tasa de colocación en empleos y los escándalos que plagan su explotación despiadada del acceso estudiantil a los programas federales de préstamos.

En segundo lugar, la conclusión se ha convertido en el único paradigma de la actual evaluación cultural de las universidades y la vida después de ellas. En la actualidad el debate en torno al “mérito” de educaciones universitarias caras se vuelca casi por completo hacia el rendimiento sobre la inversión.

Estos cambios económicos y culturales, los nuevos sistemas de calificación de universidades que los apoyan, junto a la funesta economía de la educación superior misma ejercen enormes presiones en las universidades y, en especial, en los planes de estudio de humanidades para abandonar todas las metas y fines que no consistan en hacer que los estudiantes estén listos para trabajar cuando se gradúen. Otros valores —de ser una persona de mundo o con una buena educación, de discernir en torno a la saturación informativa o las concentraciones novedosas y las circulaciones de poder— no pueden defenderse a partir de los deseos o exigencias estudiantiles, de la necesidad o el beneficio económico o eficiencias dentro de la universidad. Por consiguiente, mientras que Christopher Newfield destituye de modo brillante el mito de que las ciencias subsidian a las humanidades y demuestra que el costo de la investigación científica excede por mucho los fondos a partir de becas extramuros que las ciencias atraen, esta corrección factual de un error popular deja intacto un problema más amplio: la viabilidad por parte de muchos estudiantes, sus familias, negocios, el Estado o la cultura en general de proporcionar instrucción en humanidades.
 
 En El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, de Wendy Brown.


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