Muchos
mueren demasiado tarde, y algunos mueren demasiado pronto. Todavía
suena extraña esta doctrina, «¡Muere a tiempo!» Morir a
tiempo; eso es lo que Zaratustra enseña. En verdad, quien no vive
nunca a tiempo, ¿cómo va a morir a tiempo? ¡Ojalá no hubiera
nacido jamás! Esto es lo que aconsejo a los superfluos.
Pero
también los superfluos se dan importancia con su muerte, y también
la nuez más vacía de todas quiere ser cascada. Todos dan
importancia al morir, pero la muerte no es todavía una fiesta. Los
hombres no han aprendido aún cómo se celebran las fiestas más
bellas. Yo os muestro la muerte consumadora, que es para los vivos un
aguijón y una promesa.
El consumador muere su muerte victoriosamente, rodeado de personas
que esperan y prometen. Así se debería aprender a morir; ¡y no
debería haber fiesta alguna en que uno de esos moribundos no
santificase los juramentos de los vivos!
Morir
así es lo mejor; pero lo segundo es morir en la lucha y prodigar un
alma grande. Tanto al combatiente como al victorioso les resulta
odiosa esa vuestra gesticuladora muerte que se acerca furtiva como un
ladrón, y que, sin embargo, viene como señor.
Yo
os elogio mi muerte, la muerte libre, que viene a mí porque yo
quiero. ¿Y cuándo querré? Quien tiene una meta y un heredero
quiere la muerte en el momento justo para la meta y para el heredero.
Y por respeto a la meta y al heredero ya no colgará coronas
marchitas en el santuario de la vida.
En
verdad, yo no quiero parecerme a los cordeleros; estiran sus cuerdas
y, al hacerlo, van siempre hacia atrás. Más de uno se vuelve
demasiado viejo incluso para sus verdades y sus victorias; una boca
desdentada no tiene ya derecho a todas las verdades. Y todo el que
quiera tener fama tiene que despedirse a tiempo del honor y ejercer
el difícil arte de irse a tiempo.
Hay
que poner fin al dejarse comer en el momento en que mejor sabemos;
esto lo conocen quienes desean ser amados durante mucho tiempo. Hay,
ciertamente, manzanas agrias, cuyo destino quiere aguardar hasta el
último día del otoño; a un mismo tiempo se ponen maduras,
amarillas y arrugadas.
En
unos envejece primero el corazón, y en otros, el espíritu. Y
algunos son ancianos en su juventud; pero una juventud tardía
mantiene joven durante mucho tiempo. A
algunos el vivir se les malogra; un gusano venenoso les roe el
corazón. Por ello, cuiden tanto más de que no se les malogre el
morir. Algunos no llegan nunca a estar dulces, se pudren ya en el
verano. La cobardía es lo que los retiene en su rama. Demasiados son
los que viven, y durante demasiado tiempo penden de sus ramas. ¡Ojalá
viniera una tempestad que hiciese caer del árbol a todos esos
podridos y comidos de gusanos! ¡Ojalá viniesen predicadores de la
muerte rápida! ¡Éstos serían para mí las oportunas tempestades
que sacudirían los árboles de la vida! Pero yo oigo predicar tan
sólo la muerte lenta y paciencia con todo lo «terreno»
(…)
En
Así habló
Zaratustra,
de Friedrich Nietzsche.
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