¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 29 de julio de 2016

Más allá de la sociedad disciplinaria. Byung-Chul Han.

La sociedad disciplinaria de Foucault, que consta de hospitales, psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas, ya no se corresponde con la sociedad de hoy en día. En su lugar se ha establecido desde hace tiempo otra completamente diferente, a saber: una sociedad de gimnasios, torres de oficinas, bancos, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios genéticos.

La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento. Tampoco sus habitantes se llaman ya «sujetos de obediencia», sino «sujetos de rendimiento». Estos sujetos son emprendedores de sí mismos.
Aquellos muros de las instituciones disciplinarias, que delimitan el espacio entre lo normal y lo anormal, tienen un efecto arcaico. El análisis de Foucault sobre el poder no es capaz de describir los cambios psíquicos y topológicos que han surgido con la transformación de la sociedad disciplinaria en la de rendimiento. Tampoco el término frecuente «sociedad de control» hace justicia a esa transformación. Aún contiene demasiada negatividad.


La sociedad disciplinaria es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición. El verbo modal negativo que la caracteriza es el «no-poder» 10 (Nicht-Dürfen). Incluso al deber 11 (Sollen) le es inherente una negatividad: la de la obligación. La sociedad de rendimiento se desprende progresivamente de la negatividad. Justo la creciente desregularización acaba con ella. La sociedad de rendimiento se caracteriza por el verbo modal positivo poder 12 (können) sin límites. Su plural afirmativo y colectivo «Yes, we can» expresa precisamente su carácter de positividad. Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos y criminales.
La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados.

El cambio de paradigma de una sociedad disciplinaria a una sociedad de rendimiento denota una continuidad en un nivel determinado. Según parece, al inconsciente social le es inherente el afán de maximizar la producción. A partir de cierto punto de productividad, la técnica disciplinaria, es decir, el esquema negativo de la prohibición, alcanza de pronto su límite. Con el fin de aumentar la productividad se sustituye el paradigma disciplinario por el de rendimiento, por el esquema positivo del poder hacer (Können), pues a partir de un nivel determinado de producción, la negatividad de la prohibición tiene un efecto bloqueante e impide un crecimiento ulterior. La positividad del poder es mucho más eficiente que la negatividad del deber. De este modo, el inconsciente social pasa del deber al poder. El sujeto de rendimiento es más rápido y más productivo que el de obediencia. Sin embargo, el poder no anula el deber. El sujeto de rendimiento sigue disciplinado. Ya ha pasado por la fase disciplinaria. El poder eleva el nivel de productividad obtenida por la técnica disciplinaria, esto es, por el imperativo del deber. En relación con el incremento de productividad no se da ninguna ruptura entre el deber y el poder, sino una continuidad.

Alain Ehrenberg sitúa la depresión en el paso de la sociedad disciplinaria a la sociedad de rendimiento: El éxito de la depresión comienza en el instante en el que el modelo disciplinario de gestión de la conducta, que, de forma autoritaria y prohibitiva, otorgó sus respectivos papeles tanto a las clases sociales como a los dos sexos, es abandonado a favor de una norma que induce al individuo a la iniciativa personal: que lo obliga a devenir él mismo […]. El deprimido no está a la altura, está cansado del esfuerzo de devenir él mismo.13
De manera discutible, Alain Ehrenberg aborda la depresión solo desde la perspectiva de la economía del sí mismo (Selbst). Según él, el imperativo social de pertenecerse solo a sí mismo causa depresiones. Ehrenberg considera la depresión como la expresión patológica del fracaso del hombre tardomoderno de devenir él mismo. Pero también la carencia de vínculos, propia de la progresiva fragmentación y atomización social, conduce a la depresión. Sin embargo, Ehrenberg no plantea este aspecto de la depresión; es más, pasa por alto asimismo la violencia sistémica inherente a la sociedad de rendimiento, que da origen a infartos psíquicos. Lo que provoca la depresión por agotamiento no es el imperativo de pertenecer solo a sí mismo, sino la presión por el rendimiento. Visto así, el síndrome de desgaste ocupacional no pone de manifiesto un sí mismo agotado, sino más bien un alma agotada, quemada.
Según Ehrenberg, la depresión se despliega allí donde el mandato y la prohibición de la sociedad disciplinaria ceden ante la responsabilidad propia y las iniciativas. En realidad, lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento, como nuevo mandato de la sociedad del trabajo tardomoderna.

Alain Ehrenberg equipara de manera equívoca el tipo de ser humano contemporáneo con el hombre soberano de Nietzsche: «El individuo soberano, semejante a sí mismo, cuya venida anunciaba Nietzsche, está a punto de convertirse en una realidad de masa: nada hay por encima de él que pueda indicarle quién debe ser, porque se considera el único dueño de sí mismo».14
Precisamente Nietzsche diría que aquel tipo de ser humano que está a punto de convertirse en una realidad de masa ya no es ningún superhombre soberano, sino el último hombre que tan solo trabaja.15 Al nuevo tipo de hombre, indefenso y desprotegido frente al exceso de positividad, le falta toda soberanía.


El hombre depresivo es aquel animal laborans que se explota a sí mismo, a saber: voluntariamente, sin coacción externa. Él es, al mismo tiempo, verdugo y víctima. El sí mismo en sentido empático es todavía una categoría inmunológica. La depresión se sustrae, sin embargo, de todo sistema inmunológico y se desata en el momento en el que el sujeto de rendimiento ya no puede poder más. Al principio, la depresión consiste en un «cansancio del crear y del poder hacer». El lamento del individuo depresivo, «Nada es posible», solamente puede manifestarse dentro de una sociedad que cree que «Nada es imposible». No-poder- poder-más conduce a un destructivo reproche de sí mismo y a la autoagresión. El sujeto de rendimiento se encuentra en guerra consigo mismo y el depresivo es el inválido de esta guerra interiorizada. La depresión es la enfermedad de una sociedad que sufre bajo el exceso de positividad. Refleja aquella humanidad que dirige la guerra contra sí misma.

El sujeto de rendimiento está libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar o incluso lo explote. Es dueño y soberano de sí mismo. De esta manera, no está sometido a nadie, mejor dicho, solo a sí mismo. En este sentido, se diferencia del sujeto de obediencia. La supresión de un dominio externo no conduce hacia la libertad; más bien hace que libertad y coacción coincidan. Así, el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o a la libre obligación de maximizar el rendimiento.16 El exceso de trabajo y rendimiento se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad. El explotador es al mismo tiempo el explotado. Víctima y verdugo ya no pueden diferenciarse.
Esta autorreferencialidad genera una libertad paradójica, que, a causa de las estructuras de obligación inmanentes a ella, se convierte en violencia. Las enfermedades psíquicas de la sociedad de rendimiento constituyen precisamente las manifestaciones patológicas de esta libertad paradójica.

En La sociedad del cansancio, de Byung-Chul Han.

10. El verbo modal dürfen se traduce por «poder» en el sentido de «tener permiso». Con ello se indica una posibilidad, o derecho de poder hacer algo en función de que esté o no permitido. Asimismo, su forma negativa, nicht-dürfen tiene el significado de prohibición. [N. de la T.]

11. El verbo modal sollen se traduce por «deber» y expresa un consejo o una obligación autoimpuesta, en el sentido de que resulta muy conveniente y aconsejable cumplir esa imposición. [N. de la T.]

12. El verbo modal können se traduce por «poder», en el sentido de «posibilidad», o de «ser capaz», «tener capacidad». [N. de la T.]

13.A. EHRENBERG, La fatigue d’être soi-même. Depression et société, París, Odile Jacob, 2008, pp. 10s. (trad. cast.: La fatiga de ser uno mismo. Depresión y sociedad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000).

14. Ibíd., p. 129.

15. El último hombre de Nietzsche eleva la salud al estatus de diosa: «Se honra la salud». «Nosotros hemos inventado la felicidad —dicen los últimos hombres, y parpadean» (F. NIETZSCHE, Así habló Zaratustra, Madrid, Alianza, 2011 [1972], p. 40).

16.La libertad, en sentido propio, está vinculada a la negatividad. Es siempre libertad de obligación que parten de lo otro inmunológico. Allá donde el exceso de positividad reemplaza la negatividad, desaparece también el énfasis de la libertad, que dialécticamente procede de la negación de la negación.

miércoles, 27 de julio de 2016

Cabezas de tormenta. Christian Ferrer.

El anarquismo es un amparo al que no demasiadas personas concurren. No deja de ser curioso llamar “amparo” a lo que es ahora una sombra de su antiguo esplendor político y cultural, pero los lugares o creencias que nos brindan refugio y certeza a veces caben en la cabeza de un alfiler. Desde que tengo memoria de mi interés por el pensamiento político siempre me he sentido un anarquista.
 
La palabra suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se mencionara un animal extinto. Un ave pesada que nunca pudo volar o un mamífero cuyo último ejemplar fue avistado décadas atrás. Era, además, un animal acostumbrado a las batidas y a ser cazado en abundancia. Se diría, entonces, que la impotencia, la persecución o el irreversible decrecimiento demográfico han sellado su destino.
 
Pero cualquier adherente a las ideas libertarias es consciente de la larga lista de fracasos que lo rodean y preceden. Y también de los escasos pero muy significativos logros. Cada uno de ellos se cobró su libra de sangre y exigió un enorme esfuerzo colectivo.


Se comprenderá que un movimiento de ideas tan radical haya nacido casi extinto. Sus tareas eran las de un Hércules; sus enemigos, antiguos e inmensos como pirámides; y sus fuerzas, limitadas y, al fin, fatigadas. De allí que todo anarquista sienta alguna vez en su vida el peso de tan dramática historia y cavile acerca de “quién será el último de nosotros”. Después de todo, alguna vez hubo un último blanquista, un último garibaldino, un último carbonario.

A fin de permanecer entre los hombres las ideas deben auscultar –y eventualmente tensar– el malestar de una época. El anarquismo ha sabido pellizcar esa cuerda una y otra vez. Por su parte, los propios anarquistas se negaron a partir. Seguramente, firmeza ética e irreductibilidad política fueron condiciones de supervivencia.
 
Pues existieron los tiempos en que la palabra anarquía era sinónimo de libertad, no de caos inmotivado. Una historia de la disidencia y de las luchas por libertades negadas o conculcadas necesariamente debe tenerlos en cuenta. Fueron sus cabezas de tormenta. Los primeros en anunciar y promover algunas libertades que hoy se disfrutan en partes del mundo. Las otras aristas de su historia exponen tanto un estilo de garra como una consideración amorosa por los hombres y la tierra. De no haber existido anarquistas nuestra imaginación política sería más escuálida, y más miserable aún. Y aunque se filtre únicamente en cuentagotas, la “idea” sigue siendo un buen antídoto contra las justificaciones y los crímenes de los poderosos.

El anarquismo ha sido, en mi vida, como un magneto. Pronto me habitué a los lugares precarios o tremebundos en los que habitan los anarquistas así como leí las obras clásicas del pensamiento y los testimonios de vidas animosas y no pocas veces malogradas. Tuve, como tantos otros semejantes que habían leído a Bakunin o Malatesta, la sensación de haber descubierto el secreto de la dominación de los hombres por los hombres. Esa certeza es a la vez un concepto pánico y un orientador de valores. Sin embargo, no escasearon las dudas con respecto a doctrina tan extrema. Las creencias anarquistas parecen adolecer de irrealidad. Ni siquiera una amarra lanzada hacia el relieve del mundo tal como está constituido. Pero si bien los anarquistas construyen cápsulas donde sólo prosperan su gramática, sus símbolos y sus pasiones; esa cápsula, al igual que sucede con el tiempo que los niños dedican al juego o los amantes a sus juegos, es en sí misma una realidad antípoda que a veces logró conmover y fisurar a las instituciones y costumbres del mundo jerárquico. Por otra parte, tan importantes para el normal funcionamiento de ciertos cuerpos son el estómago y el pulmón como también los órganos de la anarquía.

Cien años atrás el anarquismo era un movimiento organizado, culturalmente significativo, y políticamente temido. Ese impulso no ha llegado hasta nosotros. Pero nada se ha perdido. Ni las palabras dichas, ni las ideas publicadas, ni los panfletos repartidos, ni las acciones realizadas.

Irradiada hace ya mucho tiempo, su influencia se dispersó más allá de los propios simpatizantes. Afluentes de aquella mutación cultural frustrada se vertieron soterradamente en las aspiraciones y conductas de la actualidad. Y como los anarquistas siempre han sido los testigos vivientes de una libertad prometida, la memoria política actual está rodeada por voces y recuerdos de hombres y mujeres libertarios que ya no están y de acontecimientos que retroceden en el tiempo. Aún se murmuran proclamas o historias que en otro tiempo se leyeron en libros o se escuchó de viejos combatientes. Es por eso que los cinco ensayos reunidos en este libro no pretenden tanto celebrar el mito político del anarquismo como admirar su supervivencia. Son ensayos nacidos del amor por la saga libertaria.

En Cabezas de tormenta, de Christian Ferrer.

La verdad del terreno de los suicidas. José Saramago.

Cerca de la madrugada, ya medio curado de espantos, reconfortado por el calor suave del árbol que lo abrazaba, don José entró en el sueño con notable tranquilidad, mientras el mundo a su entorno, lentamente, iba surgiendo de las sombras malévolas de la noche y de las claridades ambiguas de la luna que se despedía. Cuando don José abrió los ojos, el día clareaba. Estaba aterido, el amigable abrazo vegetal no debió de ser más que otro sueño engañoso, a no ser que el árbol, considerando cumplido el deber de hospitalidad a que todos los olivos, por propia naturaleza, están obligados, lo hubiera soltado de sí antes de tiempo y abandonado sin recursos a la frialdad de la finísima neblina que flotaba, a ras de suelo, sobre el cementerio. Don José se levantó con dificultad, sintiendo que le crujían todas las articulaciones del cuerpo, y avanzó torpemente buscando el sol, al mismo tiempo que sacudía los brazos con fuerza para calentarse.

Al lado de la sepultura de la mujer desconocida, mordisqueando la hierba húmeda, había una oveja blanca. Alrededor, aquí y allí, otras ovejas pastaban. Y un hombre mayor, con un cayado en la mano, venía hacia don José. Lo acompañaba un perro vulgar, ni grande ni pequeño, que no daba señales de hostilidad, aunque tenía todo el aire de estar esperando una orden del dueño para manifestarse. El hombre paró al otro lado de la tumba con la actitud inquisitiva de quien, sin pedir una explicación, cree que se la deben, y don José dijo, Buenos días, a lo que el otro respondió, Buenos días, Bonita mañana, No está mal, Me dormí, dijo después don José, Ah se durmió, repitió el hombre en tono de duda, Vine aquí para ver la tumba de una persona amiga, me senté a descansar debajo de aquel olivo y me dormí, Pasó aquí la noche, Sí, Es la primera vez que encuentro a alguien a estas horas, cuando traigo las ovejas a pastar, Durante el resto del día, no, preguntó don José, Parecería mal, sería una falta de respeto, las ovejas metiéndose por medio de los entierros o dejando cagarrutas cuando las personas que vienen a recordar a sus seres queridos andan por ahí rezando y llorando, aparte de eso, los guías no quieren que se les incomode cuando están cavando las fosas, por eso no tengo otro remedio que traerles unos quesos alguna que otra vez para que no se quejen al curador, Siendo el Cementerio General, por todos lados, un campo abierto, cualquier persona puede entrar, y quien dice personas, dice bichos, me sorprende no haber visto ni un perro o un gato desde el edificio de la administración hasta aquí, Perros y gatos vagabundos no faltan, Pues yo no encontré ninguno, Anduvo todos esos kilómetros a pie, Sí, Podía haber venido en el autobús de línea, o en taxi, o en su automóvil, si lo tiene, No sabía cuál era la sepultura, por eso tuve que informarme primero en la administración, y después, como el día estaba hermoso, decidí venir andando, Es raro que no le hayan mandado que dé la vuelta, como hacen siempre, Les pedí que me dejasen pasar, y ellos me autorizaron, Es arqueólogo, No, Historiador, Tampoco, Crítico de arte, Ni pensarlo, Investigador heráldico, Por favor, Entonces no entiendo por qué quiso hacer toda esa caminata, ni cómo consiguió dormir en medio de las sepulturas, acostumbrado estoy yo al paisaje y no me quedaría ni un minuto después de la puesta de sol, Ya ve, me senté y me quedé dormido, Es usted un hombre de valor, Tampoco soy hombre de valor, Descubrió a la persona que buscaba, Es esa que está ahí, a sus pies, Es hombre o mujer, Es mujer, Todavía no tiene nombre, supongo que la familia estará tratando lo de la lápida, he observado que las familias de los suicidas, más que las otras, descuidan esa obligación elemental, quizá tengan remordimientos, deben de pensar que son culpables,
 
Es posible, Si no nos conocemos de ninguna parte, por qué responde a todas las preguntas que le hago, lo más natural sería que me dijese que no tengo por qué meterme en su vida, Es ésta mi manera de ser, siempre respondo cuando me preguntan, Es subalterno, subordinado, dependiente, camarero, mozo de recados, Soy escribiente de la Conservaduría General del Registro Civil, Entonces vino aposta para saber la verdad sobre el terreno de los suicidas, pero antes de que se la cuente, tendrá que jurarme solemnemente que nunca desvelará el secreto a nadie, Lo juro por lo más sagrado que tengo en la vida, Y qué es para usted, ya puestos, lo más sagrado de su vida, No sé, Todo, O nada, Tiene que reconocer que va a ser un juramento un tanto vago, No veo otro que valga más, Hombre, jure por su honra, antes era el juramento más seguro, Pues sí, juraré por mi honra, pero mire que el jefe de la Conservaduría se hartaría de reír si oyese a uno de sus escribientes jurando por la honra, Entre pastor de ovejas y escribiente es un juramento suficientemente serio, un juramento que no da ganas de reír, por lo tanto nos quedaremos con él, Cuál es la verdad del terreno de los suicidas, preguntó don José, Que en este lugar no todo es lo que parece, Es un cementerio, es el Cementerio General, Es un laberinto, Los laberintos pueden verse desde fuera, No todos, éste pertenece a los invisibles, No comprendo, Por ejemplo, la persona que está aquí, dijo el pastor tocando con la punta del cayado el montículo de tierra, no es quien usted cree. De repente, el suelo osciló bajo los pies de don José, la última pieza del tablero, su última certeza, la mujer desconocida finalmente encontrada, acababa de desaparecer, Quiere decir que ese número está equivocado, preguntó temblando, Un número es un número, un número nunca engaña, respondió el pastor, si levantasen de aquí éste y lo colocaron en otro sitio, aunque fuese en el fin del mundo, seguiría siendo el número que es, No le entiendo, Ya va a entenderme, Por favor, mi cabeza está confusa,
Ninguno de los cuerpos que están aquí enterrados corresponde a los nombres que se leen en las placas de mármol, No me lo creo, Se lo digo yo, Y los números, están todos cambiados, Por qué, Porque alguien los muda antes de que traigan y coloquen las piedras con los nombres, Quién hace eso, Yo, Pero eso es un crimen, protestó indignado don José, No hay ninguna ley que lo diga, Voy a denunciarlo ahora mismo a la administración del Cementerio, Acuérdese de que ha jurado, Retiro el juramento, en esta situación no vale, Puede siempre poner la palabra buena sobre la mala palabra, pero ni una ni otra podrán ser retiradas, palabra es palabra, juramento es juramento, La muerte es sagrada, Lo que es sagrado es la vida, señor escribiente, por lo menos así se dice, Pero tiene que haber, en nombre de la decencia, un mínimo de respeto por los muertos, vienen aquí las personas a recordar a sus parientes y amigos, a meditar o a rezar, a poner flores o a llorar delante de un nombre querido, y ya ve, por culpa de la malicia de un pastor de ovejas, el nombre auténtico del enterrado es otro, los restos mortales venerados no son de quien se supone, la muerte así, es una farsa, No creo que haya mayor respeto que llorar por alguien que no se ha conocido, Pero la muerte, Qué, La muerte debe ser respetada, me gustaría que me dijera en qué consiste, en su opinión, el respeto por la muerte, Sobre todo, en no profanarla, La muerte, como tal, no se puede profanar, Sabe muy bien que estoy hablando de los muertos, no de la muerte en sí misma, Dígame dónde encuentra aquí el menor indicio de profanación, Haberles trocado los nombres no es chica profanación, Comprendo que un escribiente de la Conservaduría del Registro Civil tenga esas ideas acerca de los nombres. El pastor se interrumpió, hizo una señal al perro para que fuera a buscar a una oveja descarriada, después continuó, Todavía no le he dicho por qué razón comencé a cambiar las chapas en que están escritos los números de las sepulturas, Dudo que me interese saberlo, Dudo que no le interese, Dígame, Si fuese cierto, como es mi convicción, que las personas se suicidan porque no quieren ser encontradas, éstas de aquí, gracias a lo que usted llamó la malicia del pastor de ovejas, quedarán definitivamente libres de intromisiones, la verdad es que ni yo mismo, aunque lo quisiese, sería capaz de acordarme de los sitios cabales, sólo sé lo que pienso cuando paso ante una de esas lápidas con el nombre completo y las respectivas fechas de nacimiento y muerte, Qué piensa, Que es posible no ver la mentira incluso cuando la tenemos delante de los ojos. Ya hacía mucho tiempo que la neblina había desaparecido, ahora se advertía cómo era de grande el rebaño. El pastor hizo con el cayado un movimiento sobre la cabeza, era una orden al perro para que fuese reuniendo al ganado. Dijo el pastor, Es hora de irme con las ovejas, no sea que comiencen a llegar los guías, ya veo las luces de los coches, pero aquéllos no vienen aquí, Yo me quedo, dijo don José, Realmente está pensando en denunciarme, preguntó el pastor, Soy un hombre de palabra, lo que juré está jurado, Además, seguro que le aconsejarían callarse, Por qué, Imagínese el trabajo que daría desenterrar a todas estas personas, identificarlas, muchas de ellas no son más que polvo entre polvo. Las ovejas ya estaban reunidas, alguna, algo retrasada, saltaba con agilidad sobre las tumbas para huir del perro y juntarse a sus hermanas. 
 

El pastor preguntó, era amigo o pariente de la persona que vino a visitar, Ni siquiera la conocía, Y a pesar de eso la buscaba, La buscaba porque no la conocía, Ve cómo yo tenía razón cuando le dije que no hay mayor respeto que llorar a una persona que no se ha conocido, Adiós, Puede ser que todavía nos encontremos alguna vez, No creo, Nunca se sabe, Quién es usted, Soy el pastor de estas ovejas, Nada más, Nada más. Una luz centelleó a lo lejos, Aquél viene hacia aquí, dijo don José, Así parece, dijo el pastor. Con el perro al frente, el rebaño comenzó a moverse en dirección al puente. Antes de desaparecer tras los árboles de la otra orilla, el pastor se volvió e hizo un gesto de despedida. Don José levantó también el brazo. Se veía ahora mejor la luz intermitente del coche de los guías. De vez en cuando desaparecía, escondida por los accidentes del terreno o por las construcciones irregulares del Cementerio, las torres, los obeliscos, las pirámides, después reaparecía más fuerte y más próxima, y venía deprisa, señal evidente de que los acompañantes no eran muchos.

La intención de don José, cuando dijo al pastor, Yo me quedo, era permanecer a solas unos minutos más antes de ponerse de nuevo en camino. La única cosa que quería era pensar un poco en sí mismo, encontrar la medida justa de su decepción, aceptarla, poner el espíritu en paz, decir de una vez, Se acabó, pero ahora le había surgido otra idea. Se aproximó a una sepultura y adoptó la actitud de alguien que está meditando profundamente en la irremisible precariedad de la existencia, en la vacuidad de todos los sueños y de todas las esperanzas, en la fragilidad absoluta de las glorias mundanas y divinas. Cavilaba con tanta concentración que no dio muestras de haber reparado en la llegada de los guías y de la media docena de personas, o poco más, que acompañaban al entierro. No se movió durante el tiempo que duró la apertura de la fosa, la bajada del ataúd, el relleno del hueco, la formación del acostumbrado montículo con la tierra sobrante. No se movió cuando uno de los guías clavó en la parte de la cabecera la chapa metálica negra con el número de la sepultura en blanco. No se movió cuando el automóvil de los guías y el coche fúnebre se apartaban, no se movió durante los escasos dos minutos que los acompañantes aún se mantuvieron al pie de la sepultura diciendo palabras inútiles y enjugando alguna lágrima, no se movió cuando los dos automóviles que los trajeron se pusieron en marcha y atravesaron el puente. No se movió hasta que no se quedó solo. Entonces retiró el número que correspondía a la mujer desconocida y lo colocó en la sepultura nueva. Después, el número de ésta fue a ocupar el lugar de otro. El trueque estaba hecho, la verdad se había convertido en mentira. En todo caso, bien podría suceder que el pastor, mañana, encontrando allí una nueva tumba, lleve, sin saberlo, el número falso que en ella se ve a la sepultura de la mujer desconocida, posibilidad irónica en que la mentira, pareciendo repetirse a sí misma, volvería a ser verdad. Las obras de la casualidad son infinitas. Don José se marchó a casa. Por el camino, entró en una pastelería. Tomó un café con leche y una tostada. Ya no aguantaba más el hambre.

En Todos los nombres, de José Saramago.