Es un lugar común el señalar que la violencia brota a menudo de la rabia y la rabia puede ser, desde luego, irracional y patológica, pero de la misma manera que puede serlo cualquier otro afecto humano. Es sin duda posible crear condiciones bajo las cuales los hombres sean deshumanizados -tales como los campos de concentración, la tortura y el hambre- pero esto no significa que esos hombres se tornen animales; y bajo tales condiciones, el más claro signo de deshumanización no es la rabia ni la violencia sino la evidente ausencia de ambas. La rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales; nadie reacciona con rabia ante una enfermedad incurable, ante un terremoto o, por lo que nos concierne, ante condiciones sociales que parecen incambiables.
La rabia sólo brota allí donde existen razones para sospechar que podrían modificarse esas condiciones y no se modifican. Sólo reaccionamos con rabia cuando es ofendido nuestro sentido de la justicia y esta reacción no refleja necesariamente en absoluto una ofensa personal, tal como se advierte en toda la historia de las revoluciones, a las que invariablemente se vieron arrastrados miembros de las clases altas que encabezaron las rebeliones de los vejados y oprimidos. Recurrir a la violencia cuando uno se enfrenta con hechos o condiciones vergonzosos, resulta enormemente tentador por la inmediación y celeridad inherentes a aquélla. Actuar con una velocidad deliberada es algo que va contra la índole de la rabia y la violencia, pero esto no significa que éstas sean irracionales. Por el contrario, en la vida privada, al igual que en la pública, hay situaciones en las que el único remedio apropiado puede ser la auténtica celeridad de un acto violento. El quid no es que esto nos permita descargar nuestra tensión emocional, fin que se puede lograr igualmente golpeando sobre una mesa o dando un portazo. El quid está en que, bajo ciertas circunstancias, la violencia -actuando sin argumentación ni palabras y sin consideración a las consecuencias- es el único medio de restablecer el equilibrio de la balanza de la justicia. (El ejemplo clásico es el de Billy Budd, matando al hombre que prestó un falso testimonio contra él.) En este sentido, la rabia y la violencia, que a veces -no siempre- la acompaña, figuran entre las emociones humanas «naturales», y curar de ellas al hombre no sería más que deshumanizarle o castrarle. Es innegable que actos semejantes en los que los hombres toman la ley en sus propias manos en favor de la justicia, se hallan en conflicto con las constituciones de las comunidades civilizadas; pero su carácter antipolítico, tan manifiesto en el gran relato de Melville, no significa que sean inhumanos o «simplemente» emocionales.
La ausencia de emociones ni causa ni promueve la racionalidad. «El distanciamiento y la ecuanimidad» frente a una «insoportable tragedia» pueden ser «aterradores» (8), especialmente cuando no son el resultado de un control sino que constituyen una evidente manifestación de incomprensión. Para responder razonablemente uno debe, antes que nada, sentirse «afectado», y lo opuesto de lo emocional no es lo «racional», cualquiera que sea lo que signifique, sino o bien la incapacidad para sentirse afectado, habitualmente un fenómeno patológico, o el sentimentalismo, que es una perversión del sentimiento. La rabia y la violencia se tornan irracionales sólo cuando se revuelven contra sustitutos, y esto, me temo, es precisamente lo que recomiendan los psiquiatras y los polemólogos consagrados a la agresividad humana y lo que corresponde, ¡ay!, a ciertas tendencias y a ciertas actitudes irreflexivas de la sociedad en general.
Sabemos, por ejemplo, que se ha tornado muy de moda entre los liberales blancos reaccionar ante las quejas de los negros con el grito «Todos somos culpables» y que el Black Power se ha aprovechado con gusto de esta «confesión» para instigar una irracional «rabia negra».
Donde todos son culpables, nadie lo es; las confesiones de una culpa colectiva son la mejor salvaguardia contra el descubrimiento de los culpables, y la magnitud del delito es la mejor excusa para no hacer nada. En este caso particular constituye además una peligrosa y ofuscadora escalada del racismo hacia zonas superiores y menos tangibles. La verdadera grieta entre negros y blancos no se cierra traduciéndola en conflicto aún menos reconciliable entre la inocencia colectiva y la culpa colectiva. El «todos los blancos son culpables» no es sólo un peligroso disparate sino que constituye también un racismo a la inversa y sirve muy eficazmente para dar a las auténticas quejas y a las emociones racionales de la población negra una salida hacia la irracionalidad, un escape de la realidad.
(8) Estoy parafraseando una frase de Noam Chomsky (op. Cit, p. 371) que resulta muy acertada en la exposición de la «fachada de realismo y seudociencia» y de la «vacuidad» intelectual que existía tras todo esto, especialmente en lo concerniente a las discusiones sobre la guerra del Vietnam.
En Sobre la violencia, de Hannah Arendt.
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