¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

domingo, 17 de julio de 2016

La estrategia de amedrentar. Michel Foucault.

Si hoy no se fía, ayer tampoco. Me parecen muy poco convincentes los que dicen que hoy las libertades están cercena­das, que los derechos se desmoronan y que los espacios se estre­chan alrededor de cada uno de nosotros. Apuesto que la justicia penal de hace veinte años o de hace un siglo no estaba mejor ordenada ni era más respetuosa. Es inútil, para dramatizar el pre­sente, alargar sus sombras por las claridades imaginarias de un sol declinante.

Las transformaciones que ocurren bajo nuestros ojos y que a veces se nos escapan no deben llenarnos de nostalgia. Basta con tomarlas en serio: es decir, comprender adónde vamos y señalar lo que nos negamos a aceptar para el futuro. En el asunto de los manifestantes del 23 de marzo (1) no hay nada de ilegal ni de excepcional. Todo está conforme a las reglas de procedimiento, a la legislación en vigor y a cierta “filosofía” de la práctica. Todo, ¡ay!

(1) El 23 de marzo de 1979, los representantes de los seis mil quinientos obreros metalúrgicos de Longwy condenados al despido se manifesta­ron en las calles de Paris. La fuerza de esta manifestaci6n estaba ligada en igual medida a los intereses electorales de la Confederación General del Trabajo [CGT] y del Partido Socialista, que la Confederaci6n Fran­cesa Democrática del Trabajo [CFDT] se negaba a avalar. Aprovechan­do esa grieta, militantes de extrema izquierda y tal vez algunos provoca­dores rompieron varios escaparates de la plaza de la Opera al final de la manifestación. De resultas, se produjeron numerosas detenciones de personas que afirmaban no haber participado en el saqueo. [N. del E.]

¿El procedimiento? Es el flagrante delito, es decir, la precipita­ción, la defensa insuficiente, el juicio apresurado; ya se ha dicho, y no hay que cansarse de decirlo. Pero el principio mismo del flagrante delito es grave y peligroso. En efecto, uno de los prin­cipios fundamentales del derecho penal es que persecución y delito jamás deben estar en las mismas manos: quien sostiene la acusación no podría estar encargado del establecimiento de los hechos. Ahora bien, el procedimiento de flagrante delito exige al ministerio fiscal suministrar bien atados, con el inculpado, los elementos que permitan al tribunal resolver. El acusador obra la verdad solo (o, más bien, con la policía). ¿La regla quiere que la instrucción se haga con los elementos de cargo y de descargo? Aquí, nada de instrucción: solo quedan, pues, los elementos de cargo.

Pero ¿el delito no es flagrante, y evidentes las pruebas? ¿Por qué habría que instruir? Pues bien, aquí es donde el uso de la legislación antidesmanes, de por sí bastante peligrosa, se torna muy temible. Esa legislación convierte en delito el mero hecho de participar en una manifestación en cuyo transcurso se cometen actos delictivos. Participar, es decir, estar presente, encontrarse en el lugar, estar cerca… ¿Quién no advertirá que, al aplicar el procedimiento de flagrante delito a una infracción definida de manera tan vaga, cualquiera, con tal de que haya pasado por allí, puede tener que comparecer ante el tribunal como “autor de des­manes”? La prueba: la policía lo ha visto y lo ha atrapado.

La ley antidesmanes permite a la policía fabricar al instante un “delito” y un “delincuente”, a los cuales el procedimiento de fla­grante delito impondrá el sello de una verdad sin discusión. Enormidad de la que los magistrados (Jean Daniel tuvo razón al señalarlo) son absolutamente conscientes. Pero que justifican por la “filosofía” que impregna cada vez más la practica penal.

“Filosofía” muy simple, casi obvia: al sancionar las infracciones, la justicia se ufana de garantizar la “defensa de la sociedad”. Ésta muy anti­gua idea está convirtiéndose -y esa es la novedad- en un principio concreto de funcionamiento. Del último de los fiscales adjuntos al ministro de justicia, todos garantizan la “defensa social” y toman medidas en función de esos objetivos.

Lo cual tiene varias consecuencias. Y de peso.

  • La defensa de la sociedad se convierte en un principio funcional común a la policía, los fiscales, los magistra­dos instructores y los jueces. Los controles mutuos, los equilibrios y las indispensables divergencias entre los diferentes elementos de la institución se desdibujan en beneficio de una continuidad aceptada y reivindicada. Del hombre con casco y cachiporra al que juzga según su alma y su conciencia, todo el mundo, en un movi­miento solidario, se pone de acuerdo para cumplir un mismo papel.
  • Pero ¿defender la sociedad contra qué? ¿Contra las infracciones? Sin duda. Contra los peligros, sobre todo. Son estos, los peligros, los que marcan la importancia relativa de las infracciones: gran peligro de una piedra arrojada, pequeño peligro de un gran fraude fiscal. Y además: ¿la infracción ha sido mal establecida? No importa, si detrás de esos hechos dudosos se perfila un peligro cierto. ¿No existe la certeza de que un manifes­tante haya lanzado golpes? En todo caso, detrás de él estaba la manifestación, y más allá, todas las venideras, y aun mas allá la violencia en general y el desempleo, e Italia y el “P-38”, y la Rote Arme Fraktion [Fracción del Ejército Rojo]. La justicia debe reaccionar ante el peligro real, más aun que ante el delito comprobado.

¿Y cómo protegerse de él? ¿Persiguiendo a los autores de infracciones reales? Si, tal vez, si fuera posible. Pero la estrategia de amedrentar es más eficaz: infundir mie­do, tomar medidas ejemplificadoras, intimidar. Actuar, como se dice con términos tan expresivos, sobre la “población blanco”, que es móvil, disgregable, incierta, y que algún día podría llegar a ser inquietante: jóvenes desocupados, estudiantes universitarios, estudiantes secundarios, etc.

Además, ¿qué es lo que hay que proteger, entonces, en esta sociedad? Sin duda lo más valioso, más esencial y por tanto más amenazado. ¿Y que puede ser más esen­cial que el Estado, puesto que protege a la sociedad, que tanto lo necesita? Así, el papel de la justicia consiste en proteger al Estado contra peligros que, al amena­zarlo, amenazan a la sociedad que el mismo tiene la función de proteger. Bien calzada queda entonces la justicia entre la sociedad y el Estado. Esa es su función, ese es su lugar, y no, como ella misma todavía dice, entre el derecho y el individuo.

Las escandalosas condenas de Desraisses, Duval y tantos otros no son “aberrantes”. Muestran con un efecto de aumento la trans­formación insidiosa en virtud de la cual la justicia penal está convirtiéndose en una “justicia funcional”. Una justicia de seguridad y protección. Una justicia que, como tantas otras instituciones, tiene que administrar una sociedad, detectar lo que es peligroso para ella, alertarla acerca de sus propios peligros. Una justicia que se asigna la misión de velar por una población en vez de respetar a unos sujetos de derecho. ¿El influjo del poder político ha aumentado? No lo sé. Pero basta con que a través de las funciones de “protección social” se hayan impuesto con toda naturalidad imperativos de Estado. Los inculpados de Longwy han sido puestos en libertad. Las penas dictadas a los de Paris se han agravado, salvo en un caso. Entonces, una de dos. O bien el “buen funcionamiento del conjunto” es el motivo de que se hayan tornado dos decisiones tan opuestas (laxismo con una población desempleada, severidad con grupos parisinos). En ese caso, se comprueba que la justicia penal en su totalidad co­mienza a actuar ya no en función de la ley, sino en función de la protección social. O bien sucede que los magistrados no se ponen de acuerdo so­bre lo que significa defender la sociedad. O que algunos se niegan a desempeñar ese papel. Y, en ese caso, la justicia ha perdido su coherencia.

De uno u otro modo, estamos ante una gran crisis. Es preciso, pues, que sean liberados cuanto antes todos los que son víctimas de esta situación insostenible. De no otorgarles el indulto, el presidente de la Republica mostrará que suscribe, sin atreverse a decirlo, una transformación de la justicia que se compra al precio de condenas injustas. Nadie puede al mismo tiempo respetar el dere­cho y sostenerlas. Y mucho menos el presidente de la Republica.

[Texto publicado en Le Nouvel Observateur, 1979.]

El poder, Una Bestia Magnifica. Michael Foucault. 

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