¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 5 de julio de 2016

Fragmento de Magia blanca.

Entonces Pauti se levantó y salió del iglú silenciosamente. Los perros ladraron, pero ella los calmó con el mango del cuchillo. Las ropas interiores, de piel de garza, tenían mucho valor, ya que para unir tantas pieles pequeñas se requería un gran número de puntadas; de manera que Pauti, sabiendo que les serían útiles a Asiak, las había dejado en el iglú y sólo llevaba puesto un vestido de pieles de perro, gastado y casi desprovisto de pelos.

El cielo era plomizo; el viento ululaba y las heladas ráfagas hacían dificultosa la marcha de aquel cuerpo viejo y apergaminado que había gastado demasiadas energías durante el invierno. No oía otra cosa que el crujido que hacían sus pies al cruzar la capa de nieve, y por debajo de ella el estremecimiento del mar, del mar bueno y rico, rico en buenos y sabrosos peces.


Anduvo hasta que se cubrió de sudor, cosa que desde la más tierna infancia había aprendido a evitar, salvo cuando se encontraba dentro del saco de pieles; y continuó avanzando con todas las fuerzas que le quedaban para sudar aún más. Se detuvo por fin, jadeante y bañada, en una cresta de hielo que se levantaba en medio de la blanca llanura. Sus ojos cansados ya no veían el iglú.

Allí se sentó y esperó serenamente a que el sudor se helara. Al principio, la camisa de hielo que le apretaba cada vez más el cuerpo fue dolorosa. Sentía que se le congelaban las carnes, los huesos, el cerebro. Luego disminuyó la sensibilidad, la mente se le entorpeció, así como la circulación de la sangre, y la vieja fue presa de profunda somnolencia. Ya no sentía el frío, estaba contenta y completamente apaciguada. Entrevió la silueta de un oso que avanzaba sobre el hielo, y pensó en la alegría que habría tenido Ernenek de haber avistado a aquel gran cazador blanco. El oso se le aproximaba con precaución, conteniendo sus cuatrocientos kilos de hambre, desconfiado como era de todo aquello que se pareciera al hombre, porque el hombre se parecía demasiado al oso. Se movía con una pesadez que era sólo aparente; llevaba erectas las orejas, movía vivazmente el brillante hocico, y los ojillos vigilantes en la cabezota triangular; gruñía sordamente y exhalaba por la boca abundante vapor.

Pauti no pudo contener una sonrisa al pensar que sólo unas facciones humanas bastaban, a lo menos por un momento, para mantener a raya a un animal tan poderoso, y se dijo que en verdad el oso tenía razón en desconfiar; era seguro que algún día aquel oso habría de encontrarse con Ernenek en el gran mar blanco y el cazador lo embaucaría con una bola de grasa que ocultaba la muerte y lo seguiría en su agonía hasta poder darle fin. Frente a un nuevo iglú volverían a levantarse los viejos gritos de alegría, y Pauti ya veía a Ernenek desollar la presa, a Asiak extraer las vísceras y a Papik hundir su perfecta hilera de dientes en el hígado humeante, de suerte que en poco tiempo no quedaría del oso sino las manchas de sangre que salpicarían las brillantes paredes del iglú.

La vieja conocía el futuro porque conocía el pasado, y su familiaridad con las cosas de la vida le permitía comprender y, por lo tanto, aceptar sin rencor, la eterna tragedia de la naturaleza: es menester que la carne perezca para que la carne pueda vivir.

Ella debía morir a fin de que el oso pudiera vivir hasta el día en que Ernenek lo matara para nutrir a Asiak y a Papik, carne de su carne. Y así ella volvería a sus seres queridos.

Cuando el oso se decidió por fin a acercársele, Pauti estaba ya tan aterida, que apenas advirtió el caliente aliento de la bestia que le daba en el rostro. Y así fue cómo, casi sin sentir dolor alguno, pasó a las regiones del sueño eterno y apacible.

En El país de las sombras largas de Hans Ruesch.

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