Un día del mes de abril de 1993, al terminar de leer Cuando ya no importe, sentí que la larga y compleja relación que Juan Carlos Onetti había desarrollado a lo largo de su obra con el tema de la muerte, llegaba a su fin. El autor se disimulaba apenas detrás del protagonista, el derrotado y enigmático Carr, para decirnos en las últimas páginas y en la complicidad de una cansada primera persona: «Escribí la palabra muerte deseando que no sea más que eso, una palabra dibujada con dedos temblones», para precisar unas líneas más adelante: «Otra vez, la palabra muerte sin que sea necesario escribirla».
De golpe, el juego distante con una palabra tan radical como muerte al que había apostado durante más de cincuenta años, la sutil invitación al suicidio de muchos de sus personajes, las obsesivas y minuciosas descripciones forenses de sus cadáveres, ese ambiguo coqueteo con la fragilidad del instante que transforma una palpitación vital en un silencioso hueco ominoso, la parodia de la salida definitiva del teatro de la vida que había representado con tanta ironía, se condensaban en una especie de testamento literario. Desde el propio título de la obra, Cuando ya no importe, Onetti aludía a la inutilidad de toda vanidad o ambición, mirada burlona proyectada desde el «otro lado» del umbral que todos, un día u otro, deberemos trasponer. Un «no importa» proyectado como la consecuencia de un Cuando entonces, el que había sido el título de su novela precedente.
Para una tumba con nombre.
En las páginas finales de la que sería su última obra, el protagonista Carr predice con la resignación que da lo inevitable que «algún día repugnante del mes de agosto» irá a ocupar una tumba cuya losa «no protege totalmente de la lluvia» en un cementerio marino de la ciudad de Monte. En el planificado retorno a su ciudad natal, obvio apócope de Montevideo, Carr buscará el merecido reposo en «un cementerio marino más hermoso que el poema» (1). Ese será el hogar definitivo de quien no lo tuvo en vida, pero «última morada» al fin, y, sobre todo, morada en la tierra natal. Esa tumba tendrá el nombre de su familia y le otorgará una seguridad que no habían tenido «las tumbas sin nombre» de otros personajes de su literatura.
Onetti cerraba así su obra con el signo de «una muerte anunciada», un discreto mutis por el foro de una representación que nunca pudo ser otra cosa que una comedia, aunque se quisiera tragedia. En forma deliberada ponía fin a un largo monólogo existencial y anunciaba la salida del mundo con la misma lucidez paralizante, el mismo rigor, dignidad y pudor con que acompañó la reflexión de su escritura desde aquel lejano día de 1939 en que Eladio Linacero decidió escribir un sueño y el instante que lo precedía, mientras se paseaba y fumaba sin parar en la desordenada habitación de un inquilinato oliéndose alternativamente las axilas con una mueca de asco. Como entonces, pero desprovisto ahora de los sueños liberadores en los que se refugiara el protagonista de El pozo, Onetti dictaba, a través de Carr, su última voluntad. Lo hacía con una inesperada paz y sosiego, convirtiendo «los adioses» plurales de su obra en un consciente salto al vacío.
Al releer esas páginas —cuando el propio Onetti ya se había muerto— sentí que de «una tumba sin nombre» para Rita a la tumba con nombre para Carr, bajo cuya lápida, sin embargo, se «filtra pertinaz la lluvia», había transmitido, a través de la constante temática de la muerte, una de las claves más significativas de su obra.
Una clave que no sería otra que el nudo gordiano de la íntima soledad del individuo, la tristeza metafísica de la condición humana, la progresiva toma de conciencia de la inutilidad de la mayoría de los gestos y del despojamiento de todo lo accesorio que nos rodea y nos crea tantas falsas dependencias con la realidad circundante. Una lucidez que pudo ser paralizante en vida y que, gracias a la muerte, se ha transformado en sabiduría.
Una muerte que le llegó finalmente a él, como nos llegará a todos, pero con la cual siempre se «voseó» en la complicidad de su literatura y a la cual no adjudicó el sentimiento trágico al que sus argumentos lo invitaban. Para todos aquellos personajes a los que la escritura no pudo salvarlos, como Linacero en El pozo o Brausen en La vida breve, la muerte había sido la inevitable compañera que los llevó a la liberación del suicidio, al frío asesinato o a un dejarse morir en la «naturalidad» de un viaje o en la «realización» de un sueño.
La atracción del suicidio
La vida entendida como «culpa» explica la minuciosa preparación del suicidio de Risso en El infierno tan temido, al punto que resulta «inútil y grotesco» intentar convencerlo de que no se mate, tan claro es que parece «un hombre lento y feliz» preparando su propia desaparición. Risso tiene, en efecto, «los más excelentes motivos para estar sufriendo y tragarse sin más todos los sellos de somníferos de todas las boticas de Santa María». Su razonamiento y su actitud son la de un hombre estafado: «Un hombre que había estado seguro y a salvo y ya no lo está, y no logra explicarse cómo pudo ser, qué error de cálculo produjo el desmoronamiento». De ahí que el suicidio esconda siempre una insoluble ambigüedad: la cobardía, el temor, si no el miedo, de seguir enfrentando los asedios de la vida, como contracara del coraje necesario para provocar el gesto definitivo que implica.
El suicidio puede ser, por lo tanto, el desenlace esperado que no sorprende a nadie. El deportista tuberculoso, protagonista de Los adioses, está condenado por la enfermedad irreversible que lo aqueja y no hace sino acelerar su muerte porque «no tiene paciencia». Por ello, no es extraño que, aun descerrajándose un tiro, su muerte exija «poca sangre», y su cuerpo yazca «naturalmente» en la cama y parezca «más tranquilo».
Cuando falta la voluntad y la intencionalidad, la apariencia del suicidio puede escamotearse detrás de la locura que ha cortado todo vínculo entre la razón y el mundo. Tal es el caso de la muerte de Julia en Juntacadáveres y de Moncha Insaurralde en La novia robada, que pueden ser tanto el resultado de un acto deliberado, como de un simple «echarse a morir» porque se está «aburrida de respirar».
Del mismo modo, la naturalidad con que se recibe esta forma definitiva de evasión, se reviste de un tono tranquilo en la descripción de la muerte de Elena Sala en La vida breve. Nada más simple que morir como si se estuviera «de vuelta de una excursión a una zona construida con el revés de las preguntas, con las revelaciones de lo cotidiano, no recogidas por nadie. Muerta y de regreso de la muerte, dura y fría como una verdad prematura». En esta banal «excursión», la muerte se desdramatiza, aunque golpee en plena juventud. Rita en Para una tumba sin nombre tiene treinta y cinco años; Moncha, veintinueve. El deportista de Los adioses «todavía era joven, el pobre», como constata un testigo. En resumen, «mueren jóvenes los que aman demasiado a los dioses».
Juventud que es apenas adolescencia en la protagonista de La cara de la desgracia, brutalmente asesinada cuando sólo tiene quince años. Un crimen que debería provocar indignación queda «enfriado» por la detallada terminología del médico forense al examinar el cadáver. La falta de emoción establece una distancia infranqueable entre el narrador (presunto asesino) y el lector. Los detalles sobre el morado rojizo de las equimosis, el morado azuloso de las variadas escoriaciones, los fluidos sanguinolentos que han brotado de su boca, la sangre coagulada de la laringe, los tegumentos que anuncian la putrefacción, el líquido turbio y oscuro de sus bronquios abiertos por la autopsia, aun siendo insoportables, convierten la muerte en un hecho «científico», comprobable y, por lo tanto, desdramatizado. «Era un buen responso, todo estaba perdido», se dice al final del dictamen.
La muerte como «un sueño realizado».
En otros casos, la muerte resulta ser una comedia, no tanto en sí misma, sino por los efectos que provoca. Comedia que es auténtica representación teatral en Un sueño realizado, donde la muerte de la protagonista está decretada antes de empezar la representación del sueño que ha encargado al grupo de mediocres actores de provincia y es su obligado telón final. No hay sorpresa, ni dramatismo, posible: la muerte llega «como en un sueño».
En la alegoría existencial de Onetti la metáfora de la vida como un pasaje de un sueño a otro, de un tránsito sin fronteras entre la realidad y la ficción, se completa con esta lección inesperada de la muerte aceptada con la naturalidad de un sueño. Acto solitario por excelencia, la muerte en sus diferentes variantes estaría siempre anticipada por signos que impiden toda sorpresa. En un relato recordado de Onetti, La muerte y la niña, el asesino potencial («el proclamado asesino») se pasea portando en su mirada y en sus gestos el tiempo futuro del crimen que cometerá. Todos lo saben porque es como si llevara un cartel que anunciara «Yo mataré» y la víctima («la mujer condenada»). Cuando el crimen se va a producir se puede decir que se «había iniciado doscientos setenta días antes» y que es imposible detenerlo. «Y no era posible impedirlo», fatalidad irremediable de lo que está predeterminado y que es imposible evitar.
Onetti lo ha sabido siempre y en este tema —la muerte— como en otros, ha evitado las trampas de la facilidad. Y al llegar a ese nudo esencial de la condición humana, ha condensado en forma original y solitaria una verdadera alegoría existencial del hombre contemporáneo, no solo rioplatense o latinoamericano, sino universal.
Por eso, cuando años después, desde el cementerio marino de Monte «más hermoso que el poema», donde reposará Carr un día invernal del mes de agosto, Onetti nos lanza la cómplice guiñada final de su obra, podemos decir que «todo está escrito», tal vez, pero en su caso está magníficamente escrito.
Fernando Aínsa.
(1) En alusión directa al poema de Paul Valery, Le cimetière marin (1920), Onetti se refiere al cementerio El Buceo en la ciudad de Montevideo, edificado en un gran parque arbolado que desciende hacia el Río de la Plata.
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