El
anarquismo es un amparo al que no demasiadas personas concurren. No
deja de ser curioso llamar “amparo” a lo que es ahora una sombra
de su antiguo esplendor político y cultural, pero los lugares o
creencias que nos brindan refugio y certeza a veces caben en la
cabeza de un alfiler. Desde que tengo memoria de mi interés por el
pensamiento político siempre me he sentido un anarquista.
La
palabra suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se
mencionara un animal extinto. Un ave pesada que nunca pudo volar o un
mamífero cuyo último ejemplar fue avistado décadas atrás. Era,
además, un animal acostumbrado a las batidas y a ser cazado en
abundancia. Se diría, entonces, que la impotencia, la persecución o
el irreversible decrecimiento demográfico han sellado su destino.
Pero
cualquier adherente a las ideas libertarias es consciente de la larga
lista de fracasos que lo rodean y preceden. Y también de los escasos
pero muy significativos logros. Cada uno de ellos se cobró su libra
de sangre y exigió un enorme esfuerzo colectivo.
Se
comprenderá que un movimiento de ideas tan radical haya nacido casi
extinto. Sus tareas eran las de un Hércules; sus enemigos, antiguos
e inmensos como pirámides; y sus fuerzas, limitadas y, al fin,
fatigadas. De allí que todo anarquista sienta alguna vez en su vida
el peso de tan dramática historia y cavile acerca de “quién será
el último de nosotros”. Después de todo, alguna vez hubo un
último blanquista, un último garibaldino, un último carbonario.
A
fin de permanecer entre los hombres las ideas deben auscultar –y
eventualmente tensar– el malestar de una época. El anarquismo ha
sabido pellizcar esa cuerda una y otra vez. Por su parte, los propios
anarquistas se negaron a partir. Seguramente, firmeza ética e
irreductibilidad política fueron condiciones de supervivencia.
Pues
existieron los tiempos en que la palabra anarquía era sinónimo de
libertad, no de caos inmotivado. Una historia de la disidencia y de
las luchas por libertades negadas o conculcadas necesariamente debe
tenerlos en cuenta. Fueron sus cabezas de tormenta. Los primeros en
anunciar y promover algunas libertades que hoy se disfrutan en partes
del mundo. Las otras aristas de su historia exponen tanto un estilo
de garra como una consideración amorosa por los hombres y la tierra.
De no haber existido anarquistas nuestra imaginación política sería
más escuálida, y más miserable aún. Y aunque se filtre únicamente
en cuentagotas, la “idea” sigue siendo un buen antídoto contra
las justificaciones y los crímenes de los poderosos.
El
anarquismo ha sido, en mi vida, como un magneto. Pronto me habitué a
los lugares precarios o tremebundos en los que habitan los
anarquistas así como leí las obras clásicas del pensamiento y los
testimonios de vidas animosas y no pocas veces malogradas. Tuve, como
tantos otros semejantes que habían leído a Bakunin o Malatesta, la
sensación de haber descubierto el secreto de la dominación de los
hombres por los hombres. Esa certeza es a la vez un concepto pánico
y un orientador de valores. Sin embargo, no escasearon las dudas con
respecto a doctrina tan extrema. Las creencias anarquistas parecen
adolecer de irrealidad. Ni siquiera una amarra lanzada hacia el
relieve del mundo tal como está constituido. Pero si bien los
anarquistas construyen cápsulas donde sólo prosperan su gramática,
sus símbolos y sus pasiones; esa cápsula, al igual que sucede con
el tiempo que los niños dedican al juego o los amantes a sus juegos,
es en sí misma una realidad antípoda que a veces logró conmover y
fisurar a las instituciones y costumbres del mundo jerárquico. Por
otra parte, tan importantes para el normal funcionamiento de ciertos
cuerpos son el estómago y el pulmón como también los órganos de
la anarquía.
Cien
años atrás el anarquismo era un movimiento organizado,
culturalmente significativo, y políticamente temido. Ese impulso no
ha llegado hasta nosotros. Pero nada se ha perdido. Ni las palabras
dichas, ni las ideas publicadas, ni los panfletos repartidos, ni las
acciones realizadas.
Irradiada
hace ya mucho tiempo, su influencia se dispersó más allá de los
propios simpatizantes. Afluentes de aquella mutación cultural
frustrada se vertieron soterradamente en las aspiraciones y conductas
de la actualidad. Y como los anarquistas siempre han sido los
testigos vivientes de una libertad prometida, la memoria política
actual está rodeada por voces y recuerdos de hombres y mujeres
libertarios que ya no están y de acontecimientos que retroceden en
el tiempo. Aún se murmuran proclamas o historias que en otro tiempo
se leyeron en libros o se escuchó de viejos combatientes. Es por eso
que los cinco ensayos reunidos en este libro no pretenden tanto
celebrar el mito político del anarquismo como admirar su
supervivencia. Son ensayos nacidos del amor por la saga libertaria.
En
Cabezas de tormenta, de Christian Ferrer.
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