¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 27 de julio de 2016

Cabezas de tormenta. Christian Ferrer.

El anarquismo es un amparo al que no demasiadas personas concurren. No deja de ser curioso llamar “amparo” a lo que es ahora una sombra de su antiguo esplendor político y cultural, pero los lugares o creencias que nos brindan refugio y certeza a veces caben en la cabeza de un alfiler. Desde que tengo memoria de mi interés por el pensamiento político siempre me he sentido un anarquista.
 
La palabra suena hoy menos tremebunda que extraña, como si se mencionara un animal extinto. Un ave pesada que nunca pudo volar o un mamífero cuyo último ejemplar fue avistado décadas atrás. Era, además, un animal acostumbrado a las batidas y a ser cazado en abundancia. Se diría, entonces, que la impotencia, la persecución o el irreversible decrecimiento demográfico han sellado su destino.
 
Pero cualquier adherente a las ideas libertarias es consciente de la larga lista de fracasos que lo rodean y preceden. Y también de los escasos pero muy significativos logros. Cada uno de ellos se cobró su libra de sangre y exigió un enorme esfuerzo colectivo.


Se comprenderá que un movimiento de ideas tan radical haya nacido casi extinto. Sus tareas eran las de un Hércules; sus enemigos, antiguos e inmensos como pirámides; y sus fuerzas, limitadas y, al fin, fatigadas. De allí que todo anarquista sienta alguna vez en su vida el peso de tan dramática historia y cavile acerca de “quién será el último de nosotros”. Después de todo, alguna vez hubo un último blanquista, un último garibaldino, un último carbonario.

A fin de permanecer entre los hombres las ideas deben auscultar –y eventualmente tensar– el malestar de una época. El anarquismo ha sabido pellizcar esa cuerda una y otra vez. Por su parte, los propios anarquistas se negaron a partir. Seguramente, firmeza ética e irreductibilidad política fueron condiciones de supervivencia.
 
Pues existieron los tiempos en que la palabra anarquía era sinónimo de libertad, no de caos inmotivado. Una historia de la disidencia y de las luchas por libertades negadas o conculcadas necesariamente debe tenerlos en cuenta. Fueron sus cabezas de tormenta. Los primeros en anunciar y promover algunas libertades que hoy se disfrutan en partes del mundo. Las otras aristas de su historia exponen tanto un estilo de garra como una consideración amorosa por los hombres y la tierra. De no haber existido anarquistas nuestra imaginación política sería más escuálida, y más miserable aún. Y aunque se filtre únicamente en cuentagotas, la “idea” sigue siendo un buen antídoto contra las justificaciones y los crímenes de los poderosos.

El anarquismo ha sido, en mi vida, como un magneto. Pronto me habitué a los lugares precarios o tremebundos en los que habitan los anarquistas así como leí las obras clásicas del pensamiento y los testimonios de vidas animosas y no pocas veces malogradas. Tuve, como tantos otros semejantes que habían leído a Bakunin o Malatesta, la sensación de haber descubierto el secreto de la dominación de los hombres por los hombres. Esa certeza es a la vez un concepto pánico y un orientador de valores. Sin embargo, no escasearon las dudas con respecto a doctrina tan extrema. Las creencias anarquistas parecen adolecer de irrealidad. Ni siquiera una amarra lanzada hacia el relieve del mundo tal como está constituido. Pero si bien los anarquistas construyen cápsulas donde sólo prosperan su gramática, sus símbolos y sus pasiones; esa cápsula, al igual que sucede con el tiempo que los niños dedican al juego o los amantes a sus juegos, es en sí misma una realidad antípoda que a veces logró conmover y fisurar a las instituciones y costumbres del mundo jerárquico. Por otra parte, tan importantes para el normal funcionamiento de ciertos cuerpos son el estómago y el pulmón como también los órganos de la anarquía.

Cien años atrás el anarquismo era un movimiento organizado, culturalmente significativo, y políticamente temido. Ese impulso no ha llegado hasta nosotros. Pero nada se ha perdido. Ni las palabras dichas, ni las ideas publicadas, ni los panfletos repartidos, ni las acciones realizadas.

Irradiada hace ya mucho tiempo, su influencia se dispersó más allá de los propios simpatizantes. Afluentes de aquella mutación cultural frustrada se vertieron soterradamente en las aspiraciones y conductas de la actualidad. Y como los anarquistas siempre han sido los testigos vivientes de una libertad prometida, la memoria política actual está rodeada por voces y recuerdos de hombres y mujeres libertarios que ya no están y de acontecimientos que retroceden en el tiempo. Aún se murmuran proclamas o historias que en otro tiempo se leyeron en libros o se escuchó de viejos combatientes. Es por eso que los cinco ensayos reunidos en este libro no pretenden tanto celebrar el mito político del anarquismo como admirar su supervivencia. Son ensayos nacidos del amor por la saga libertaria.

En Cabezas de tormenta, de Christian Ferrer.

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