¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 26 de diciembre de 2017

La bandera.

Cuidemos este amor
Bañémoslo de sangre y sudor
Cortémonos las manos
Toquemos lo sagrado
Un cementerio indio
Un sitio con espinas



 









Clavémonos espinas
Rompámonos los dientes

Cuidemos este amor
Hagamos que se estrelle en el sol
Dejemos que se muera
Que estalle en mil pedazos
Y si es que sobrevive
Clavémoslo en un palo
Subamos a la torre
Pongamos una bomba
Matemos en su nombre
Matemos en su nombre
Matemos en su nombre

                                                   En El éxodo, de Eté & los problems.
 

jueves, 21 de diciembre de 2017

La gran mentira.

Es viejo cuento. Con el señuelo de la revolución, con el higuí de la libertad, se ha embobado siempre a las gentes. La enhiesta cucaña se ha hecho sólo para los hábiles trepadores. Abajo quedan boquiabiertos los papanatas que fiaron en cantos de sirena.

El hecho no es únicamente imputable a los encasillados aquí o allá. Las formas de engaño son tan varias como varios los programas y las promesas. Arriba, en medio y abajo se dan igualmente cucos que saben encaramarse sobre los lomos de la simplicidad popular.

La promesa democrática, la promesa social, todo sirve para mantener en pie la torre blindada de la explotación de las multitudes. Y sirve naturalmente para acaudillar masas, para gobernar rebaños y esquilmarlos libremente. Aun cuando se intenta redimirnos del espíritu gregario, aun cuando se procura que cada cual se haga su propia personalidad y se redima por sí mismo, nos estrellamos contra los hábitos adquiridos, contra los sedimentos poderosos de la educación y contra la ignorancia forzosa de los más. Los mismos propagandistas de la real independencia del individuo, si no son bastante fuertes para sacudir todo homenaje y toda sumisión, suelen verse alzados sobre las espaldas de los que no comprenden la vida sin cucañas y sin premios. Que quieran que no, han de trepar; y a poco que les ciegue la vanidad o la ambición, se verán como por ensalmo llevados a las más altas cumbres de la superioridad negada. Es fenómeno harto humano para que por nadie pueda ser puesto en duda. La gran mentira alienta y sostiene este miserable estado de cosas. 

La gran mentira alienta y apuntala fuertemente este ruin e infame andamiaje social que constituye el gobierno y la explotación, el gobierno y la explotación, organizados, y también aquella explotación y aquel gobierno que se ejercen en la vida ordinaria por todo género de entidades sociales, económicas y políticas.

Y la gran mentira es una promesa de libertad repetida en todos los tonos y cantada por todos los revolucionarios; libertad reglada, tasada, medida, ancha o estrechamente, según las anchas o estrechas miras de sus panegiristas. Es la mentira universal sostenida y fomentada por la fe de los ingenuos, por la creencia de los sencillos, por la bondad de los nobles y sinceros tanto como por la incredulidad y la cuquería de los que dirigen, de los que capitanean, de los que esquilman el rebaño humano.

En esa gran mentira entramos todos y sálvese el que pueda. Las cosas derivan siempre en el sentido de la corriente. Vamos todos por ella más o menos arrastrados, porque la mentira es cosa sustancial en nuestro propio organismo: la hemos mamado, la hemos engordado, la hemos acariciado desde la cuna y la acariciaremos hasta la tumba. Revolverse contra la herencia es posible, y más que posible, necesario e indispensable. Sacudirse la pesadumbre del andamiaje que nos estruja, no es fácil, pero tampoco imposible. La evolución, el progreso humano, se cumplen en virtud de estas rebeldías de la conciencia, del entendimiento y de la voluntad.

Mas es menester que no nos hagamos la ilusión de la rebeldía, que no disfracemos la mentira con otra mentira. Somos a millares los que nos imaginamos libres y no hacemos sino obedecer una buena consigna. Cuando el mandato no viene de fuera, viene de dentro. Un prejuicio, una fe, una preferencia nos somete al escritor estimado, al periódico querido, al libro que más nos agrada. Obedecemos sin que se quiera nuestra obediencia y, a poco andar, conseguiremos que nos mande quien ni soñado había en ello ¡Qué no será cuando el propagandista, el escritor, el orador lleven allá dentro de su alma un poco de ambición y un poco de domadores de multitudes! La mentira, grande ya, se acrece y lo allana todo. No hay espacio libre para la verdad pura y simple, sencilla, diáfana de la propia independencia por la conciencia y por la ciencia propias.

Llamarnos demócratas, socialistas, anarquistas, lo que sea, y ser interiormente esclavos, es cosa corriente y moliente en que pocos ponen reparos. Para casi todo el mundo lo principal es una palabra vibrante, una idea bien perfilada, un programa bien adobado. Y la mentira sigue y sigue laborando sin tregua. El engaño es común, es hasta impersonal, como si fuera de él no pudiéramos coexistir.

Revolverse, pues, contra la gran mentira, sacudirse el enorme peso de la herencia de embustes que nos seducen con el señuelo de la revolución y de la libertad, valdrá tanto como autoemanciparse interiormente por el conocimiento y por la experiencia, comenzando a marchar sin andaderas. Cada uno ha de hacer su propia obra, ha de acometer su propia redención.

Utopía, se gritará. Bueno; lo que se quiera; pero a condición de reconocer entonces que la vida es imposible sin amos tangibles o intangibles, seres vivientes o entidades metafísicas; que la existencia no tendría realidad fuera de la gran mentira de todos los tiempos.

Contra los hábitos de la subordinación nada podrán en tal caso las más ardientes predicaciones. Triunfantes, habrán destruido las formas externas, no la esencia de la esclavitud. Y la historia se repetirá hasta la consumación de los siglos.

La utopía no quiere más rebaños. Frente a la servidumbre voluntaria no hay otro ariete que la extrema exaltación de la personalidad.
 
Seamos con todo y con todos respetuosos el mutuo respeto es condición esencial de la libertad, pero seamos nosotros mismos. Antes bien hay que ser realmente libres que proclamárselo. Soñamos en superarnos y aún no hemos sabido libertarnos. Es también una secuela de la gran mentira.

Ricardo Mella.

miércoles, 20 de diciembre de 2017

Otro adiós sin Dios.

¿Cómo fue la bala?
¿Dónde estaba el cielo?
¿Qué montaña ya no pudo más besar tu pelo?
¿Dónde estaba Dios?
¿Dónde estaban todas las naranjas?
¿Dónde estaba yo cuando esa bala te dio, te dio?
¿Dónde estaba Dios?
Otro, otro, otro adiós sin Dios.















¿Qué tan azul era el azul?
¿La sangre sangra o lanza luz?
¿Te dio en el pecho?
¿Te dio en la espalda?
¿Tuviste almohada?
¿Tuviste calma?

¿Cómo es la bala al penetrar
es chueca, mancha, da qué hablar,
es cariñosa, es irritante, es muy miedosa,
es elegante o fue tu amiga y fue tajante?

¿Cómo es dejar de respirar,
frente a un señor que viste un pobre
un triste cuerpo militar,
un soldadito sin destino, un empleadito:
un argentino?

¿Qué tan azul era el azul?
Tu sangre hoy lanza pura luz.
¿Te dio en el pecho?
¿Te dio en la espalda?
¿Tuviste almohada?
Tuviste calma.

Liliana Felipe.
(para mi hermana Ester, fusilada en el campo de concentración La Perla en 1978, Córdoba, Argentina)

martes, 19 de diciembre de 2017

La peste.

Una manera cómoda de conocer una ciudad es la de buscar cómo se trabaja, cómo se ama y cómo se muere. En nuestra pequeña ciudad, y es efecto del clima, todo esto se hace conjuntamente, con el mismo aire frenético y ausente. Es decir que se aburren y se apresuran a coger nuevas costumbres. Nuestros conciudadanos trabajan mucho, pero siempre para enriquecerse. Están interesados sobre todo por el comercio y se ocupan primero, según su expresión, a hacer sus asuntos. Naturalmente tienen también gusto por las joyas simples, aman a las mujeres, el cine y los baños de mar. Pero, muy razonablemente, se reservan estos placeres para el sábado noche y el domingo, probando, los otros días de la semana, a ganar mucho dinero.

Por la noche, cuando cierran sus despachos, se reúnen a una hora fija en los cafés, se pasean por el mismo bulevar o bien se quedan en sus balcones. Los deseos de los más jóvenes son breves y violentos, mientras que los vicios de los mayores no pasan de las francachelas, los banquetes de camaradería y los círculos donde se juega fuerte al azar de las cartas.


Sin duda se dirá que esto no es privativo de nuestra ciudad y que en general todos nuestros contemporáneos son así. Sin duda, nada es más natural hoy en día, que ver a gente trabajando desde la mañana a la noche y elegir después jugar a las cartas, en el café, en las charlas, perder el tiempo que les queda por vivir. Pero hay ciudades y países donde la gente tiene, de vez en cuando, la sospecha de otras cosas. En general, esto no cambia sus vidas. Solamente ha habido la sospecha y eso es todo lo que han ganado, Orán, por el contrario es, aparentemente, una ciudad sin sospechas, es decir, una ciudad completamente moderna.

No es necesario, en consecuencia, precisar el estilo en que se ama en nuestra casa. Los hombres y las mujeres, o bien se devoran rápidamente en lo que se llama el acto de amor, o bien se convierte en una larga costumbre entre los dos.

Entre los dos extremos, normalmente no hay término medio. Esto tampoco es original. En Orán, como en otras partes, faltos de tiempo y de reflexión es obligado amar sin saberlo.

Lo que es más original en nuestra ciudad es la dificultad que puede uno encontrar para morir. Dificultad, no obstante, no es la palabra más acertada y sería más justo hablar de incomodidad. Nunca es agradable estar enfermo, pero hay ciudades y países que nos sostienen en la enfermedad, y se puede en algunos casos, dejarse llevar.

Un enfermo necesita dulzura, le gusta apoyarse en algo, es natural. Pero en Orán, los excesos del clima, la importancia de los negocios que se tratan, la insignificancia del decorado, la rapidez del crepúsculo y la calidad de los placeres, todo exige buena salud. Un enfermo se encuentra muy solo. Que se piense entonces en quien va a morir, cogido en la trampa tras centenares de paredes crepitantes de calor, mientras en el mismo instante, todo un pueblo, al teléfono o en los cafés, habla de tratos, de mercancías expedidas o recibidas y de descuentos. Se comprende lo que tiene de inconfortable la muerte, incluso la moderna, cuando sobreviene en un lugar tan seco.

Ciertas indicaciones dan quizás una idea suficiente de nuestra ciudad. Al ciudadano que vive aquí, no hay que exagerarle. Lo que hay que subrayar es el aspecto banal de la ciudad y de su vida. Se pasan los días sin dificultades cuando ya se tienen adquiridas unas costumbres. Desde el momento en que nuestra ciudad favorece justamente esas costumbres, se puede decir que todo es para mejorar. Bajo este prisma, sin duda, la vida no es demasiado apasionante.

Por lo menos no conocemos el desorden. Nuestra población franca, simpática y activa ha provocado siempre en el viajero una estima razonable (…)


La palabra Peste acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la historia que dejó a Bernard Rieux tras su ventana, se permitirá al narrador justificar la incertidumbre y la sorpresa del doctor, ya que aunque con matices, su reacción fue la de la mayoría de nuestros conciudadanos. Las plagas son una cosa común pero se cree difícilmente en las plagas hasta que no nos caen en la cabeza.

Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras. Y aun así, las pestes y las guerras pillan a todo el mundo desprevenido. El doctor Rieux estaba desprevenido, como lo estaban nuestros conciudadanos, y es así como hemos de comprender sus indecisiones. Es así que hay que comprender también que fuese compartida entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra, la gente dice: “No durará mucho, es demasiado tonta” Y sin duda una guerra es una solemne tontería, pero esto no la impide durar. La tontería insiste siempre, nos daríamos cuenta si no estuviésemos siempre pensando en nosotros.

Nuestros conciudadanos en este tema eran como todo el mundo, pensaban en ellos mismos, dicho de otra manera, eran humanistas: no creían en las plagas. Las plagas no están hechas a la medida del hombre, se dice pues que las plagas son irreales, que es una pesadilla que pasará. Pero no siempre pasan, y de pesadilla en pesadilla, son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado sus precauciones.

Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todo aún era posible para ellos, lo que presuponía que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, preparaban viajes y tenían opiniones. ¿Cómo habrían de pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será nunca libre mientras haya plagas.

Incluso cuando el doctor Rieux hubo reconocido ante su amigo que un puñado de enfermos dispersos acababan de morir de la peste, el peligro seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico uno se hace una idea del dolor y se tiene un poco más de imaginación. Mirando su ciudad por la ventana, que no había cambiado, era apenas si el doctor sentía nacer en el ese ligero asco ante el porvenir que se llama inquietud. Intentaba recordar en su mente lo que sabía de esa enfermedad. Las cifras flotaban en su memoria y se decía que la treintena de grandes pestes que ha conocido la historia había ocasionado cerca de cien millones de muertos. ¿Pero que son cien millones de muertos? Cuando se hace una guerra, casi no se sabe ya lo que es un muerto. Y ya que un hombre muerto no tiene peso si no es que se le ha visto muerto, cien millones de cadáveres sembrados a través de la historia no son más que una humareda en la imaginación.

En La peste, de Albert Camus.

lunes, 18 de diciembre de 2017

A los adaptados.


Quien no pestañea al ver un crimen sangriento le concede apariencia de naturalidad. Hace de la horrible maldad algo tan corriente como la lluvia y tan inevitable como la lluvia. Así apoya con su silencio a los criminales, pero pronto notará que, para no perder el pan, no sólo ha de callar la verdad, sino que debe decir la mentira.
Bertolt Brecht


A los hombres les aburre leer de mujeres victimizadas o “victimizándose”. Otra vez abrir el diario y leer sobre la cantidad desproporcionada de femicidios en el país. Otra vez entrar en Facebook y encontrarse con carteles de “ni una menos” y de “alerta feminista”. Otra vez hacer un chiste machista, pero con buena onda, y que la mujer que lo escucha diga “no es gracioso”. Pero, al final, ¿todos los días va a haber un recordatorio sobre que las mujeres son víctimas del tan mentado patriarcado? ¿No pueden dejar de llenar los huevos un rato? ¿Hasta cuándo?

Saben hasta cuándo. O tal vez no lo sepan. Tal vez el momento que esperan algunos es que se termine esta nueva moda feminista. Porque la otra forma en que se terminaría esta cuestión tan tediosa, tan monótona, tan trillada, de mujeres exigiendo “cosas” implica algo más que esperar, implica actuar. Actuar, sí. “Yo no soy así”, dicen, cuando una mujer habla de comportamientos machistas, y así saldan la cuestión. O, si el comportamiento machista descripto les parece demasiado rebuscado, demasiado mínimo, se sienten con suficiente seguridad para batallar contra la omnipotente corrección política e informarles a las mujeres que están llorando por pavadas. Y a otra cosa. Pero no, ellas siguen llenando los huevos. Parece que esperar pacientemente a que se callen por un rato no es suficiente.

Y no, no es suficiente. ¿No violaste y mataste a una niña hoy? Felicidades, no sos una escoria. ¿No le pegaste o insultaste a tu novia hasta que ella te pidió perdón por lo que sea que hizo mal? Impresionante. ¿Tendiste tu propia cama esta semana? ¡Notable! ¿Cuidaste a tu hijo la mayor parte del día de hoy? Maravilloso, ¡sos un hombre fuera de serie!

Ahora, para darte la medalla de Hombre Bueno Que No Merece Cuestionamientos, unas preguntitas más, sencilla burocracia, viste cómo es.
Si te enterás de que a tu compañera de trabajo, que cumple las mismas tareas que vos, le pagan menos, ¿te quejás?; ¿te movilizás para que no suceda eso?; ¿la peleás hasta el final?

Si en una reunión de amigos uno de ellos cuenta que ayer se cogió a una mina muy borracha, tan borracha que le vomitó el cuarto, ¿le decís que eso es abuso? Si los otros hombres defienden a tu amigo, ¿seguís firme en tu postura de que es abuso? ¿Les hablarías hasta que lo entendieran? ¿Incluso si ellos se enojaran contigo?

Si te considerás feminista, ¿hablás de feminismo en lugares en los que este no va a ser bienvenido a priori?; ¿en los que no haya ninguna mujer que te agradezca o te felicite por ser feminista? Si una mujer, feminista o no, te llama la atención sobre un comportamiento machista que puedas tener, ¿la escuchás sin reaccionar de inmediato con enojo?; ¿estás dispuesto a reflexionar sobre lo que te dijo?

En síntesis, ¿preferís mantener tus privilegios, todos y cada uno de ellos, a expensas de las personas que no nacimos con un pene –o con la tez blanca, o con la orientación sexual “correcta”, o muchos otros etcéteras–, o das un paso más allá? ¿Considerás que no yéndote a los extremos de asesinar a alguien ya contribuís a una sociedad más justa?

Las mujeres nos hemos topado una y otra vez con una falta de empatía verdadera de parte de quienes no tienen que sufrir por su identidad de género. Hay mucho miedo hipotético ante supuestos castigos que los hombres sufrirían en una sociedad más igualitaria, miedos del tipo, y cito textualmente, “no le puedo ni hablar a una mujer porque lo va a considerar acoso” (consejo: hablarnos a las mujeres como si efectivamente fuéramos seres humanos los va a salvar de esos castigos que tanto temen). Mientras tanto, los castigos que sufrimos las mujeres, sólo por serlo, no son nada hipotéticos. A nosotras nos violan, nos dan palizas, nos matan todos los días. En la calle o en nuestra propia casa. El único denominador común es que somos mujeres, destruidas por hombres.

Todavía tenemos heridas abiertas de la última dictadura en Uruguay. Hubo gente que cerró los ojos y la boca para que no le sucediera nada. Gente que, mientras los otros sufrían alrededor, cerraba la puerta y les echaba la culpa a esos otros. Esa gente contribuyó a la cultura de impunidad y de desunión que rige hasta hoy en el país.

En la dictadura había un riesgo real de que te encarcelaran, torturaran, mataran si decías algo. Y aun así consideramos, con razón, que las personas que sólo pensaron en ellas mismas y les dieron la espalda a sus congéneres contribuyeron al clima de impunidad y terror de esa época. El silencio es cómplice de la injusticia.

Volviendo a 2017, ¿cuál es el riesgo para los hombres que decidan no cerrar los ojos ante lo que pasa hoy, no echar la culpa a las víctimas, no intentar desalentarnos con quejas sobre lo pesadas que somos las personas que no callamos? ¿Caerles mal a otros hombres?

Acá y en el resto del mundo, se vive un genocidio de mujeres. Incluso en Uruguay, donde contamos –finalmente, y con muchos debes– con una ley de interrupción voluntaria del embarazo, donde no se naturalizan hechos como las violaciones colectivas, donde no se asesina selectivamente a las bebés, donde la religión todavía no ha ganado tanto terreno como para dictar todo lo que sucede en la vida de una mujer, incluso acá, un día por medio nos enteramos de que otra mujer fue violentada y asesinada.

¿Dónde está la solidaridad? ¿Dónde está la debida indignación ante esta situación? ¿Dónde está la toma de conciencia? ¿Dónde está la lucha?

Un chiste recurrente que he tenido que escuchar de colegas varones que tienen que ir a cubrir un evento feminista (sea una marcha, un encuentro, ¡una serie de charlas!) es que tienen miedo de que los “caguen a palos”. Esto, naturalmente, nunca sucede. Entonces, me pregunto a qué le tienen miedo realmente. Y sólo llego a una conclusión: si presentís que compartís rasgos con el “monstruo” (ese que nunca es uno, ese que es un loco de mierda, ese que sí hace daño), siempre le vas a tener miedo a alguien que lleve un espejo.

Hay dos formas de que nos “callemos”: que nos maten a todas, o que nos dejen de matar. Enfrentate al espejo y cuestionate sinceramente: ¿con cuál de esas formas estás colaborando?

En La Diaria, 30 de noviembre de 2017, por Sol Ferreira.

miércoles, 13 de diciembre de 2017

The man who sold the world.

We passed upon the stair,
we spoke of was and when,
although I wasn't there,
he said I was his friend,
which came as some surprise.
I spoke into his eyes,
"I thought you died alone
a long long time ago."
"oh no, not me,
I never lost control
you're face to face
with the man who sold the world."



 








I laughed and shook his hand
and made my way back home,
I searched for form and land,
for years and years I roamed.
I gazed a gazley stare
at all the millions here:
"we must have died alone,
a long long time ago."
"who knows? not me,
we never lost control.
you're face to face
with the man who sold the world."
"who knows? not me,
we never lost control.
you're face to face
with the man who sold the world.

David Bowie.

viernes, 8 de diciembre de 2017

Jaja jeje.


Oh / Metal de miel / voy cruzando tu charco de fluído y carne / jajajeje jajajeje… / odio tu mirar / Hoy si te vuelvo a ver sin ver / te voy a odiar / tiquiñazos al ojo claro / sin pestañear… / meta metal de miel / que dibujás… / y la escopeta que pega el tiro / de la verdad. / Hoy te quiero ver el odio terminó / en sus ojos claros hay llanto vivo / va sin aro de ángel está vivo / solo disparará… / jaja / corre por correr al diablo / barro mancha piel sin molestarlo / las penas del correr ya no lo alcanzan / debe mucho doler al corazón / Corriendo por correr al diablo / Fisuro el alma entera al caer / Gatillo ya sin sol le está brillando a el / Y el moquito feliz en la cuchara / va marcando el cañón de su mirar… / duerme de cabezón pesa en la almohada / ya no hay que ver / no hay mas odio.

En Amanecer Búho, de Buenos Muchachos.
 

Michel Onfray, un filósofo de las Luces.

En cierta oportunidad usted afirmó que la filosofía no caía del cielo de las ideas, sino que ascendía de la tierra. Explíquelo por favor.

Existen multitud de maneras de practicar la filosofía, pero dentro de ellas la historiografía dominante retiene una tradición entre otras para volverla la verdad de la filosofía; a saber, el linaje idealista, espiritualista, compatible con la visión judeocristiana del mundo. En consecuencia, todo lo que obstaculice esa visión parcial y parcelada de las cosas queda eliminado. Así lo son en su casi totalidad las filosofías no occidentales, en particular las sabidurías orientales, pero también las corrientes sensualistas, empíricas, materialistas, nominalistas, hedonistas y todo cuanto podría presentarse bajo la rúbrica “filosofía antiplatónica”. La filosofía que desciende del cielo es la que de Platón a Levinas, pasando por Kant y el cristianismo, necesita de un trasmundo para comprender, explicar y justificar este mundo. La otra línea de fuerza asciende de la tierra porque se contenta del mundo dado, de lo que ya es. 



Usted se define como un filósofo hedonista. Para usted, ¿qué abarca ese término?

El hedonismo forma parte de las filosofías incompatibles con el judeocristianismo y por tanto dejadas de lado por la historiografía dominante. El hedonismo, partiendo del contrario del ideal ascético defendido por el pensamiento dominante, invita a identificar el bien soberano al placer de sí y de los otros, no debiéndose pagar jamás el precio del sacrificio del otro. La obtención de tal equilibrio supone abordar el tema bajo distintos ángulos –político, ético, estético, erótico, bioético, pedagógico, historiográfico... Por mi parte, dediqué libros a cada una de esas facetas de una misma visión del mundo.

Usted ha sido violentamente atacado debido a sus posiciones pro ateas e incluso recibió amenazas de muerte. ¿Cómo reacciona?

Compruebo que esos creyentes me dan razón cuando afirmo que su monoteísmo es intolerante, vindicativo e intelectualmente exterminador... Si a uno lo amenazan de muerte por haber dicho que la religión que otros reivindican es intolerante, queda probado que cuanto digo es lamentablemente cierto... En Europa vivimos bajo regímenes democráticos; fuera, en otros tiempos y otros sitios, esas amenazas no hubieran tenido lugar: directamente me hubieran cortado la cabeza.

Usted es un filósofo de la acción que lucha en todos los terrenos. ¿Cómo puede hoy día el filósofo ser “útil”?

Volviéndole radicalmente la espalda a la manera de proceder universitaria y doctoral, o dicho de otro modo, evitando hablar manera obtusa, vaga e incomprensible, dejando de lado a ciertos amantes de lógicas sectarias que gozan quedando y reproduciéndose intelectualmente entre ellos en forma incestuosa... En consecuencia, expresándose clara, simplemente, a la manera de un Séneca o de un Cicerón... Luego, cesando de dar lecciones a todo el mundo y limitándose a permanecer en el ámbito del verbo donde las cosas son tanto más fáciles, pero tratando de producir efectos filosóficos en el terreno existencial, de nuevo como en el caso de los filósofos antiguos, en lugares que se destinan a tal efecto, por ejemplo las universidades populares.

¿Podemos comparar la Universidad Popular de Caen que usted inició en 2002 con la escuela del Jardín de Epicuro?

Creé una segunda Universidad Popular en Argentan, mi ciudad natal, departamento del Orne, en Normandía. Es una subprefectura arruinada por la violencia del liberalismo y habitualmente olvidada de la capital, como así también de las instancias gubernamentales la región y del departamento. Me pregunté pues a qué podía asemejarse una micro-resistencia a los micro-fascismos liberales de nuestra época en una comunidad abierta inspirada por un epicureismo compatible con nuestra modernidad postindustrial.

Para usted lo universal no existe. ¿Podemos acercar su idea a la de diversidad cultural defendida por la UNESCO?

Sí, lo universal existe: creo por ejemplo que un hombre vale tanto como una mujer, un blanco vale como un negro, un doctor en filosofía vale tanto como un campesino del Nilo, un ateo cuenta tanto, ni más ni menos, que un judío practicante, que un minusválido vale tanto como un campeón de atletismo. Dicho de otra manera que un ser vale tanto como otro ser, sean éstos como fueren. He ahí el primer universal en el que sí creo. El segundo es que más vale un humano feliz que un humano desdichado y que hay que hacerlo todo para aumentar la dosis universal de placer y reducir lo más posible la dosis de dolor. En fin, creo evidentemente en la diversidad de las culturas y en la necesidad de preservarlas, pero creo asimismo en la existencia de culturas mejores que otras. En efecto, pienso que más vale una civilización que no mutile sexualmente niñas a la que masacra su integridad, una civilización en la que se pueda opinar lo contrario de cuanto piensan los gobernantes espirituales y temporales de su país que una civilización en la que se envía al cadalso a quien no piense según la norma, y creo que una civilización que da a los homosexuales los mismos derechos que a los heterosexuales es mejor que aquella que los encarcela, etc. Soy simple y llanamente un filósofo de las Luces que piensa que la Luz es preferible a la Oscuridad y que la Declaración de los Derechos Humanos es superior a los textos de leyes inspirados en mitologías milenarias.

En Filosofía, una responsabilidad cósmica, extraído de El correo de la UNESCO, Número 9, 2007.

jueves, 7 de diciembre de 2017

El olor de Marcela.

Mis propios padres no llegaron esa noche. Sin embargo, creí prudente salir pitando en previsión de la cólera de un padre miserable, arquetipo del general católico y chocho. Entré por detrás a la quinta. Me apropié de una cantidad de dinero. Después, seguro de que jamás me buscarían allí, me bañé en la alcoba de mi padre. Y hacia las diez de la noche me fui al campo, pero antes dejé un recado sobre la mesa de mi madre: “Ruego que no me hagan buscar por la policía porque llevo un revólver y la primera bala será para el gendarme y la segunda para mí”.

Jamás he tenido la posibilidad de adoptar una actitud y, en esta circunstancia en particular, mi único interés era hacer retroceder a mi familia, enemiga irreductible del escándalo. Con todo, al escribir el recado con la mayor ligereza y no sin reír un poco, me pareció oportuno meter en mi bolsillo el revólver de mi padre.

Caminé toda la noche por la orilla del mar, pero sin alejarme demasiado de X, tomando en cuenta los recovecos de la costa. Trataba solamente de apaciguar una situación violenta, un extraño delirio espectral en que los fantasmas de Simona y de Marcela se organizaban, a pesar mío, con expresiones terroríficas. Poco a poco me vino la idea de matarme, y al tomar el revólver en la mano acabaron de perder el sentido palabras como esperanza y desesperación. Sentí por cansancio que era necesario darle un sentido a mi vida: sólo la tendría en la medida en que ciertos acontecimientos deseados y esperados se cumpliesen. Acepté finalmente la extraordinaria fascinación de los nombres Simona y Marcela; podía reír, pero no obstante me excitaba imaginar una composición fantástica que ligaba confusamente mis pasos más desconcertantes a los suyos.


Dormí en un bosque durante el día y al caer la noche me dirigí a casa de Simona; entré al jardín saltando por el muro. Al ver luz en la recámara de mi amiga, arrojé guijarros a la ventana. Algunos instantes después bajó y nos fuimos casi sin decir palabra en dirección a la orilla del mar. Estábamos felices de volvernos a ver. Estaba oscuro y de vez en cuando le levantaba el vestido y tomaba su culo entre mis manos, pero no gozaba, al contrario. Ella se sentó y yo me acosté a sus pies. De pronto me di cuenta de que no podría impedir estallar en sollozos y de inmediato empecé a sollozar largamente sobre la arena.

¿Qué te pasa? —me dijo Simona.
Y me dio un puntapié para hacerme reír. Su pie tocó justamente el revólver que estaba en mi bolsillo y una terrible detonación nos arrancó un grito simultáneo. No estaba herido, pero de repente me encontré de pie como si hubiese entrado en otro mundo. La misma Simona estaba delante de mí, tan pálida que daba miedo.


Esa noche no se nos ocurrió la idea de masturbarnos, pero permanecimos infinitamente abrazados, unidas nuestras bocas, lo que jamás antes nos había ocurrido.


En Historia del ojo, de Georges Bataille.

miércoles, 6 de diciembre de 2017

El cristiano y el anarquista.

Cuando el anarquista, como portavoz de las capas sociales decadentes, reclama con hermosa indignación «derechos», «justicia» e «igualdad de derechos», habla sólo bajo el peso de su propia incultura que le impide saber por qué sufre realmente, de qué es pobre: es decir, de vida. Su instinto dominante es el de causalidad: alguien tiene que tener la culpa de que él esté tan mal... Por otra parte, su «hermosa indignación» le hace bien por sí sola; cualquier pobre diablo siente placer injuriando, porque esto le produce una pequeña borrachera de poder. La simple queja, el mero hecho de quejarse, puede darle un encanto a la vida y hacerla soportable. En toda queja hay una pequeña dosis de venganza: a quienes son de otro modo se les reprocha, como una injusticia, como un privilegio ilegítimo, el malestar e incluso la mala condición de quien se lamenta. «Si yo pertenezco a la canalla y soy un canalla, tú deberías pertenecer a ella y serlo también»: con esta lógica se hace la revolución.


El quejarse no sirve absolutamente para nada: es algo que procede de la debilidad. No hay una gran diferencia entre atribuir nuestro malestar a otros como hace el socialista, o atribuírnoslo a nosotros mismos, como hace el cristiano. Lo que en ambos hay de común —y habría que añadir de indigno— es que alguien debe ser culpable de que se sufra; con pocas palabras, el que sufre se receta, como medio de combatir su dolor, la miel de la venganza. Los objetos de esa necesidad de venganza, que es una necesidad de placer, son causas ocasionales: el que sufre encuentra por todas partes causas para saciar su pequeña venganza. Si es cristiano, digámoslo otra vez, las encuentra dentro de él... Tanto el cristiano como el anarquista son decadentes.

Pero incluso cuando el cristiano condena, calumnia y ensucia el «mundo», lo hace movido por el mismo instinto que impulsa al obrero socialista a condenar, calumniar y ensuciar la sociedad. El propio «juicio final» es, igualmente, el dulce consuelo de la venganza, la revolución que también espera el obrero socialista, sólo que concebida como algo más lejano. El propio «más allá»... ¿para qué serviría ese más allá si no fuera para ensuciar el más acá?


En Crepúsculo de los ídolos, de Friedrich Nietzsche.

jueves, 5 de octubre de 2017

Minoría.

(…) El astuto político incluso canta alabanzas a las masas: la pobre mayoría, la ultrajada, la injuriada, la inmensa mayoría, si con ello lo siguen.

¿Quién no ha oído esta letanía anteriormente? ¿Quién no conoce este estribillo reiterativo de todos los políticos? Que a las masas se les chupa la sangre, se las roba y explota, lo sé tanto yo como los cazadores de votos. Pero insisto que no son el puñado de parásitos, sino la masa en sí misma la responsable de este horrible estado de la cuestión. Se aferran a sus amos, aman el látigo y son los primeros en gritar ¡crucifixión!, en el instante en que una voz de protesta se alza contra la sacrosanta autoridad del capitalista o cualquier otra decadente institución. 


Así, ¿por cuánto tiempo existiría la autoridad y la propiedad privada si la predispuesta masa no se convirtiera en soldados, en policías, en carceleros y en verdugos? Los demagogos socialistas saben tan bien como yo que mantienen el mito de las virtudes de la mayoría, ya que como medio de vida buscan perpetuarse en el poder. ¿Y cómo lo pueden adquirir sin las masas?

Sí, la autoridad, la coerción y la dependencia son atributos de las masas, pero nunca la libertad o el libre desarrollo del individuo, nunca el nacimiento de una sociedad libre. Como me siento entre los oprimidos, los desheredados de la tierra; como conozco la vergüenza, el horror, la indignidad que supone la vida de las personas, por ello repudio a la mayoría como fuerza creativa de algo bueno. ¡Oh, no, no! Porque conozco muy bien que una masa compacta nunca se ha alzado por la justicia o la igualdad. Ha reprimido la voz humana, ha subyugado el espíritu humano, y ha encadenado el cuerpo humano. En tanto masa, su objetivo siempre ha sido convertir la vida en uniforme, gris y monótona como un desierto. En tanto masa, siempre será la aniquiladora de la individualidad, de la libre iniciativa, de la originalidad.  
 
En Las minorías frente a las mayorías, de Emma Goldman.

miércoles, 4 de octubre de 2017

La excepción y la regla.

Vamos a contarles
La historia de un viaje.
El de un explotador y dos explotados.
Observen con atención la conducta de esta gente:
La encontrarán rara, pero admisible,
Inexplicable, aunque común,
Incomprensible, mas dentro de las reglas.
Desconfíen del acto más trivial y en apariencia sencillo,
Y examinen, sobre todo, lo que parezca habitual.















Les suplicamos expresamente:
No acepten lo habitual como una cosa natural.
Pues en tiempos de desorden sangriento,
De confusión organizada,
De arbitrariedad consciente,
De humanidad deshumanizada,
Nada debe parecer natural,
Nada debe parecer imposible de cambiar.

                                                                      Bertolt Brecht.

martes, 3 de octubre de 2017

Para noche de insomnio.

Ningún hombre, lo repito, ha narrado con más magia las excepciones de la vida humana y de la naturaleza, los ardores de la curiosidad de la convalecencia, los fines de estación cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y brumosos, en que el viento del sud debilita y distiende los nervios como las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas que no vienen del corazón; –la alucinación, dejando al principio bien pronto conocida y razonadora como un libro–, el absurdo instalándose en la inteligencia y gobernándola con una espantable lógica; la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la contradicción establecida entre los nervios y el espíritu, y el hombre desacordado hasta el punto de expresar el dolor por la risa.

Baudelaire: Vida y obras de Edgar Poe.

A TODOS nos había sorprendido la fatal noticia; y quedamos aterrados cuando un criado nos trajo –volando– detalles de su muerte. Aunque hacía mucho tiempo que notábamos en nuestro amigo señales de desequilibrio, no pensamos que nunca pudiera llegar a ese extremo. Había llevado a cabo el suicidio más espantoso sin dejarnos un recuerdo para sus amigos. Y cuando le tuvimos en nuestra presencia, volvimos el rostro, presos de una compasión horrorizada.

    Aquella tarde húmeda y nublada, hacía que nuestra impresión fuera más fuerte. El cielo estaba lívido, y una neblina fosca cruzaba el horizonte. Condujimos el cadáver en un carruaje, apelotonados por un horror creciente. La noche venía encima; y por la portezuela mal cerrada caía un río de sangre que marcaba en rojo nuestra marcha.
   Iba tendido sobre nuestras piernas, y las últimas luces de aquel día amarillento daban de pleno en su rostro violado con manchas lívidas. Su cabeza se sacudía de un lado para otro. a cada golpe en el adoquinado, sus párpados se abrían y nos miraba con sus ojos vidriosos, duros y empañados.
    Nuestras ropas estaban empapadas en sangre; y por las manos de los que le sostenían el cuello, se deslizaba una baba viscosa y fría que a cada sacudida brotaba de sus labios.
    No sé debido a qué causa, pero creo que nunca en mi vida he sentido igual impresión. Al solo contacto de sus miembros rígidos, sentía un escalofrío en todo el cuerpo. Extrañas ideas de superstición llenaban mi cabeza. Mis ojos adquirían una fijeza hipnótica mirándolo, y en el horror de toda mi imaginación, me parecía verle abrir la boca en una mueca espantosa, clavarme la mirada y abalanzarse sobre mí, llenándome de sangre fría y coagulada.
    Mis cabellos se erizaban, y no pude menos de dar un grito de angustia, convulsivo y delirante, y echarme para atrás.
    En aquel momento el muerto se escapaba de nuestras rodillas y caía al fondo del carruaje cuando era completamente de noche, en la oscuridad, nos apretamos las manos, temblando de arriba abajo, sin atrevernos a mirarnos.
   Todas las viejas ideas de niño, creencias absurdas, se encarnaron en nosotros. Levantamos las piernas a los asientos, inconscientemente, llenos de horror, mientras en el fondo del carruaje, el muerto se sacudía de un lado a otro.
    Poco a poco nuestras piernas comenzaron a enfriarse. Era un hielo que subía desde el fondo, que avanzaba por el cuerpo, como si la muerte fuese contagiándose en nosotros. No nos atrevíamos a movernos. De cuando en cuando nos inclinábamos hacia el fondo, y nos quedábamos mirando por largo rato en la oscuridad, con los ojos espantosamente abiertos, creyendo ver al muerto que se enderezaba con una mueca de delirio, riendo, mirándonos, poniendo la muerte en cada uno, riéndose, acercaba su cara a las nuestras, en la noche veíamos brillar sus ojos, y se reía, y quedábamos helados, muertos, muertos, en aquel carruaje que nos conducía por las calles mojadas...
    Nos encontramos de nuevo en la sala, todos reunidos, sentados en hilera. Habían colocado el cajón en medio de la sala y no habían cambiado la ropa del muerto por estar ya muy rígidos sus miembros. Tenía la cabeza ligeramente inclinada con la boca y nariz tapadas con algodón.
    Al verle de nuevo, un temblor nos sacudió todo el cuerpo y nos miramos a hurtadillas. La sala estaba llena de gente que cruzaba a cada momento, y esto nos distraía algo. De cuando en cuando, solamente, observábamos al muerto, hinchado y verdoso, que estaba tendido en el cajón.
    Al cabo de media hora, sentí que me tocaban y me di vuelta. Mis amigos estaban lívidos. Desde el lugar en que nos encontrábamos, el muerto nos miraba. Sus ojos parecían agrandados, opacos, terriblemente fijos. La fatalidad nos llevaba bajo sus miradas [sic], sin darnos cuenta, como unidos a la muerte, al muerto que no quería dejarnos. ¡Los cuatro nos quedamos amarillos, inmóviles ante la cara que a tres pasos estaba dirigida a nosotros, siempre a nosotros!


    Dieron las cuatro de la mañana y quedamos completamente solos. Instantáneamente el miedo volvió a apoderarse de nosotros.
    Primero un estupor tembloroso, luego una desesperación desolada y profunda, y por fin una cobardía inconcebible a nuestras edades, un presentimiento preciso de algo espantoso que iba a pasar.
    Afuera, la calle estaba llena de brumas, y el ladrido de los perros se prolongaba en un aullido lúgubre. Los que han velado a una persona y de repente se han dado cuenta de que están solos con el cadáver, excitados, como estábamos nosotros, y han oído de pronto llorar a un perro, han oído gritar a una lechuza en la madrugada de una noche de muerte, solos con él, comprenderán la impresión nuestra, ya sugestionados por el miedo, y con terribles dudas a veces sobre la horrible muerte del amigo.
    Quedamos solos, como he dicho; y al poco rato, un ruido sordo, como de un barboteo apresurado recorrió la sala. Salía del cajón donde estaba el muerto, allí, a tres pasos, le veíamos bien, levantando el busto con los algodones esponjados, horriblemente lívido, mirándonos fijamente y se enderezaba poco a poco, apoyándose en los bordes de la caja, mientras se erizaban nuestros cabellos, nuestras frentes se cubrían de sudor, mientras que el barboteo era cada vez más ruidoso, y sonó una risa extraña, extrahumana, como vomitada, estomacal y epiléptica, y nos levantamos desesperados, y echamos a correr, despavoridos, locos de terror, perseguidos de cerca por las risas y los pasos de aquella espantosa resurrección.
    Cuando llegué a casa, abrí el cuarto, y descorrí las sábanas, siempre huyendo, vi al muerto, tendido en la cama, amarilleando por la luz de la madrugada, muerto con mis tres amigos que estaban helados, todos tendidos en la cama, helados y muertos…

En Cuentos, de Horacio Quiroga.


miércoles, 27 de septiembre de 2017

El problema del otro o los “regímenes de alteridad”.

En dos de sus primeros escritos, Pyrrhus et Cinéas (1944) y La sangre de los otros (1945), Simone de Beauvoir cita la misma frase de Dostoievski: “Cada hombre es responsable de todo, ante todos” (94 y 7 respectivamente). En el primer escrito, cuyo carácter podríamos definir como filosófico, dicha cita aparece en las últimas líneas del capítulo “El sacrificio”, lugar donde Beauvoir precisa el sentido de la subjetividad como movimiento o trascendencia hacia el otro y, a partir de ello, reflexiona en torno a la responsabilidad o, más bien (deberíamos decir), a mi responsabilidad frente al otro. En La sangre de los otros, esta vez una novela, las palabras de Dostoievski abren, a modo de fugaz pero intenso preludio, el capítulo primero, donde se exponen las reflexiones y contradicciones de un joven burgués, su incipiente compromiso y su experiencia ante la muerte de los otros.

Hemos querido explicitar este gesto de Beauvoir –citar dos veces las mismas palabras de Dostoievski–, porque es sobre todo una “repetición” que señala la insistencia de un pensamiento que ya de entrada se interesa por la problemática de la alteridad y la responsabilidad.


La perspectiva desde la cual Beauvoir aborda esta problemática es, como ella misma ha expuesto en diversos textos, la de la filosofía o moral existencialista elaborada principalmente por Jean-Paul Sartre, pero a la que ella contribuye de manera fundamental. Uno de los problemas principales y más cuestionados al existencialismo sartreano fue, precisamente, el problema del otro. En su conferencia El existencialismo es un humanismo, dictada posteriormente a la publicación de El ser y la nada, Sartre da cuenta de las críticas realizadas por el tratamiento que él reservó a dicha cuestión cuando escribe:

Los unos y los otros nos reprochan haber faltado a la solidaridad humana, considerar que el hombre está aislado, en gran parte, además, porque partimos –dicen los comunistas– de la subjetividad pura, es decir del yo pienso cartesiano, y más aún del momento en que el hombre se capta en su soledad, lo que, en consecuencia, nos haría incapaces de volver a la solidaridad con los hombres que están fuera del yo, y que no puedo captar en el cogito (22).

Estas críticas son, asimismo, recogidas por Beauvoir, y a ellas responde en Para una moral de la ambigüedad planteando que el existencialismo no es un solipsismo, pues “si es verdad que todo proyecto emana de una subjetividad, también es cierto que ese movimiento asienta, a través de sí mismo, un sobrepasamiento de la subjetividad. El hombre sólo puede hallar en la existencia de los otros hombres una justificación de su propia existencia” (70).


Debido a ello, Michel Kail ha sostenido que habría una influencia decisiva de Beauvoir sobre Sartre, sobre todo en el tratamiento de la problemática de la alteridad, proponiendo hablar entonces de una “filosofía beauvoiriana-sartreana” (195). Kail considera dos de las principales obras de Sartre, El ser y la nada y la Crítica de la razón dialéctica, y desde ellas analiza lo que llama “la evolución del pensamiento sartreano” en relación con el problema del otro. En El ser y la nada, Sartre haría alusión al otro solo de manera secundaria, en la medida en que es tratado desde la perspectiva del ser-para-sí; es decir, en esta primera obra de Sartre, el análisis otorgaría a la subjetividad un lugar predominante y solo posteriormente abordaría la figura del otro y su relación con dicha subjetividad. Sobre este último punto, Kail precisa que la aparición del otro se da luego de que Sartre realiza su análisis sobre la mala fe, advirtiendo con ello un cierto “trazo negativo” en el vínculo entre conciencia y alteridad:

[Luego de las dos primeras partes de El ser y la nada, Sartre] abre entonces una tercera parte bajo el título general de ‘El Para-Otro’. (…) [S]e tiene la sensación, en esta tercera parte, de leer una obra de Descartes, describiendo un sujeto preocupado de él mismo y de su relación con la trascendencia divina, y descubriendo muy tarde y como a disgusto que el otro existe. Del mismo modo, en Sartre, el otro no hace su entrada en escena más que en esta tercera parte, después de haber convocado el análisis de la mala fe (…). Añadamos que en esta discreta evocación, el Otro no toma ninguna importancia más que bajo el trazo negativo de la limitación que impone, de hecho, a mi libertad. Por lo tanto, en la parte central de la primera gran obra filosófica sartreana, consagrada al ser-para-sí, el Otro brilla por su ausencia (188).

Según Kail, a diferencia de los planteamientos sartreanos expuestos en El ser y la nada, Beauvoir integraría inmediatamente el problema del otro en sus análisis en torno a la subjetividad, perspectiva que es considerada como una influencia de Beauvoir en los desarrollos que luego Sartre realiza en la Crítica de la razón dialéctica. Kail enfatiza especialmente en que en El ser y la nada la subjetividad o, más bien, la conciencia, está encerrada en una relación dual con el otro, dualidad que en la Crítica de la razón dialéctica es reemplazada por la idea de una “trinidad”, esto es, una relación ternaria, donde “el ‘tercero’ se vuelve entonces la clave de la intersubjetividad” (189) en tanto el nosotros es posible a través de él. En este giro, la realidad colectiva –más precisamente, el “grupo”– se torna el centro de la relación humana. Este último planteamiento constituiría el aporte beauvoiriano al pensamiento de Sartre, en la medida en que ya en las primeras obras de Beauvoir el tratamiento de la alteridad está atento a la condición plural de los hombres. Por ello, Kail propone que la expresión “moral existencialista” debe entenderse en Beauvoir en el sentido preciso de “política existencialista”, pues ella “describe el movimiento de la trascendencia, o de la libertad humana, como un perpetuo avance hacia otras libertades. La relación con el mundo es relación con libertades. O, si aceptamos seguir las enseñanzas de Arendt, es la condición plural de los hombres y su consecuencia, el actuar, que vuelve posible la política” (192).

Ya en Pyrrhus et Cinéas, Beauvoir realiza una precisión que nos parece determinante en relación con la propuesta de Michel Kail: “No es con una libertad que debo tratar, sino con libertades” (105). Esta condición plural de los hombres no constituye, por cierto, una mera suma de individuos, cuyas relaciones con la subjetividad sean posteriores o secundarias con respecto a ella; por el contrario, es ante todo la condición para que la propia libertad se realice: “He aquí mi situación frente a otro: los hombres son libres, y yo estoy lanzado en el mundo entre esas libertades extrañas. Tengo necesidad de ellas, pues una vez que he superado mis propios fines, mis actos se volverían sobre sí mismos, inertes, inútiles, si no fueran impulsados por nuevos proyectos hacia un nuevo porvenir” (Para qué 115).



De allí, entonces, que Beauvoir afirme que la situación son los otros: “El hombre no está jamás en situación, sino frente a otros hombres” (Para qué 46). En este sentido, atiende a la pluralidad de la condición humana y, a la vez, a la situación singular de habérselas con otras libertades, separadas, opuestas y plurales. Así, situación y condición implican la singularidad y, al mismo tiempo, la realidad colectiva, como si ambas no fueran excluyentes, sino necesarias para la realización de la libertad: de la propia libertad y de la de los otros. Geneviève Fraisse escribe: “Si se relaciona una situación individual con una condición global allí se encuentra, dirán Sartre, Beauvoir y muchos otros, el campo de la libertad” (101).

La alteridad en Simone de Beauvoir es ante todo un problema moral y, si seguimos el planteamiento de Kail, político. Esto último se hará evidente con mayor fuerza en una de sus obras fundamentales, El segundo sexo, donde se introduce el problema del otro bajo un prisma significativo para su tratamiento: si en sus primeras obras el problema del otro –o, más bien, la condición plural de los hombres– es considerada como necesaria para todo análisis de la subjetividad, esta vez el problema de la alteridad pondrá en escena la condición universal de las mujeres. Las observaciones que El segundo sexo pone en obra respecto de la cuestión del otro implican, entonces, distinciones fundamentales, en la medida en que, a partir de la consideración de la pluralidad de los hombres (de los otros), Beauvoir analizará la “condición femenina” tratada desde la categoría de alteridad: la mujer ha sido representada como el otro del sujeto (masculino). En este sentido, la noción de alteridad no designaría “el otro sujeto” del sujeto, sino más bien el lugar “secundario” asignado a la mujer: al representarse la mujer o lo femenino como Otro, el hombre detenta la supremacía de un sujeto soberano, mientras la mujer tomaría el lugar del objeto. Precisamente por estas precisiones, matices o distinciones del pensamiento beauvoiriano en torno a la problemática de la alteridad, Michel Kail propone hablar de “regímenes de alteridad”, como si el problema del otro, la alteridad en Beauvoir, no fuese una y la misma, como si el otro fuera también el otro del otro: el tercero, la otra.

En Simone de Beauvoir en sus desvelos.
(Extraído del Capítulo V, La alteridad - “Mis lágrimas deciden” sobre alteridad/es en Simone de Beauvoir, de Verónica González).