Dado
que, desde que hay hombres ha habido también en todos los tiempos
rebaños humanos (agrupaciones familiares, comunidades, estirpes,
pueblos, Estados, Iglesias), y que siempre los que han obedecido han
sido muchísimos en relación con el pequeño número de los que han
mandado, - teniendo en cuenta, por lo tanto, que la obediencia ha
sido hasta ahora la cosa mejor y más prolongadamente ensayada y
cultivada entre los hombres, es lícito presuponer en justicia que,
hablando en general, cada uno lleva ahora innata en sí la necesidad
de obedecer, cual una especie de conciencia formal que ordena:
«se trate de lo que se trate, debes hacerlo incondicionalmente, o
abstenerte de ello incondicionalmente», en pocas palabras, «tú
debes».
Esta
necesidad sentida por el hombre intenta saturarse y llenar su forma
con un contenido; en esto, de acuerdo con su fortaleza, su
impaciencia y su tensión, esta necesidad actúa de manera poco
selectiva, como un apetito grosero, y acepta lo que le grita al oído
cualquiera de los que mandan -padres, maestros, leyes, prejuicios
estamentales, opiniones públicas-. La extraña limitación del
desarrollo humano, el carácter indeciso, lento, a menudo regresivo y
tortuoso de ese desarrollo descansa en el hecho de que el instinto
gregario de obediencia es lo que mejor se hereda, a costa del arte de
mandar.
Si
imaginamos ese instinto llevado hasta sus últimas aberraciones, al
foral faltarán hombres que manden y que sean independientes, o éstos
sufrirán interiormente de mala conciencia y tendrán necesidad, para
poder mandar, de simularse a sí mismos un engaño, a saber: el de
que también ellos se limitan a obedecer. Ésta es la situación que
hoy se da de hecho en Europa: yo la llamo la hipocresía moral de los
que mandan. No saben protegerse contra su mala conciencia más que
adoptando el aire de ser ejecutores de órdenes más antiguas o más
elevadas (de los antepasados, de la Constitución, del derecho, de
las leyes o hasta de Dios), o incluso tomando en préstamo máximas
gregarias al modo de pensar gregario, presentándose, por ejemplo,
como los «primeros servidores de su pueblo» o como «instrumentos
del bien común».
Por
otro lado, hoy en Europa el hombre gregario presume de ser la única
especie permitida de hombre y ensalza sus cualidades, que lo hacen
dócil, conciliador y útil al rebaño, como las virtudes
auténticamente humanas, es decir: espíritu comunitario,
benevolencia, deferencia, diligencia, moderación, modestia,
indulgencia, compasión. Y en aquellos casos en que se cree que no es
posible prescindir de jefes y carneros-guías, hácense hoy ensayos
tras ensayos de reemplazar a los hombres de mando por la suma
acumulativa de listos hombres de rebaño: tal es el origen, por
ejemplo, de todas las Constituciones representativas.
Qué
alivio tan grande, qué liberación de una presión que se volvía
insoportable constituye, a pesar de todo, para estos
europeos-animales de rebaño la aparición de un hombre que mande
incondicionalmente, eso es cosa de la cual nos ha dado el último
gran testimonio la influencia producida por la aparición de
Napoleón: - la historia de la influencia de Napoleón es casi la
historia de la felicidad superior alcanzada por todo este siglo en
sus hombres y en sus instantes más valiosos.
En
Más allá del bien y del mal, Friedrich Nietzsche.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario