Lo
mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un
diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos
menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es
preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de
tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar
exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio. Por ejemplo,
ésta es una caja de cartón que contiene la botella de tinta. Habría
que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la (1)
ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se recorta
sobre... es estúpido, no hay nada que decir.
Pienso
qué éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno
está al acecho, forzando continuamente la verdad. Por otra parte, es
cierto que de un momento a otro —y precisamente a propósito de
esta caja o de otro objeto cualquiera—, puedo recuperar la
impresión de ante ayer. Debo estar siempre preparado, o se me
escurrirá una vez más entre los dedos. No (2) nada, sino
anotar con cuidado y prolijo detalle todo lo que se produce.
Naturalmente,
ya no puedo escribir nada claro sobre las cuestiones del miércoles y
de anteayer; estoy demasiado lejos; lo único que puedo decir es que
en ninguno de los dos casos hubo nada de lo que de ordinario se llama
un acontecimiento. El sábado los chicos jugaban a las tagüitas y yo
quise tirar, como ellos, un guijarro al agua. En ese momento me
detuve, dejé caer el guijarro y me fui. Debí de parecer chiflado,
probablemente, pues los chicos se rieron a mis espaldas. Esto en
cuanto a lo exterior. Lo que sucedió en mí no ha dejado huellas.
Había algo que vi y que me disgustó, pero ya no sé si miraba el
mar o la piedrecita. La piedra era chata, seca de un lado, húmeda y
fangosa del otro. Yo la tenía por los bordes, con los dedos muy
separados para no ensuciarme.
Anteayer
fue mucho más complicado. Y hubo además esa serie de coincidencias
y de quid pro quo que no me explico. Pero no me entretendré
poniendo todo esto por escrito. En fin; lo cierto es que tuve miedo o
algo por el estilo. Si por lo menos supiera de qué tuve miedo, ya
sería un gran paso. Lo curioso es que no estoy nada dispuesto a
creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy: todos los
cambios conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro
de esto.
(...)
Aquel momento fue extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado,
sumido en un éxtasis horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis,
acababa de aparecer algo nuevo: yo comprendía la Náusea, la poseía.
A decir verdad, no me formulaba mis descubrimientos. Pero creo que
ahora me sería fácil expresarlos con palabras. Lo esencial es la
contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es
la necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los
existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible
deducirlos.
Creo
que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar
esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí. Pero
ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia
no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo
absoluto, en consecuencia la gratuidad perfecta. Todo es gratuito:
este jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo,
se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar, como la otra
noche en el Rendez-vous des cheminots; eso es la Náusea; eso
es lo que los Cochinos —los del Coteau Vert y los otros—
tratan de ocultarse con su idea de derecho. Pero qué pobre mentira:
nadie tiene derecho; ellos son enteramente gratuitos, como los otros
hombres; no logran no sentirse de más. Y en sí mismos,
secretamente, están de más, es decir, son amorfos y vagos, tristes.
¿Cuánto
tiempo duró esta fascinación? Yo era la raíz de castaño. O más
bien yo era, por entero, conciencia de su existencia. Todavía
separado de ella —puesto que tenía conciencia— y sin embargo
perdido en ella, nada más que ella. Una conciencia incómoda y que
no obstante se dejaba llevar con todo su peso, sin apoyo, por ese
trozo de madera inerte. El tiempo se había detenido: un charquito
negro a mis pies; era imposible que viniera algo después de aquel
momento. Hubiera querido arrancarme a aquel goce atroz, pero ni
siquiera imaginaba que tal cosa fuese posible; yo estaba dentro; la
cepa no pasaba, permanecía allí en mis ojos, como se atraviesa en
un gaznate un trozo demasiado grande. No podía ni aceptarla ni
rechazarla. ¿A costa de qué esfuerzo alcé los ojos? ¿Y los alcé
siquiera? ¿No me aniquilé más bien durante un instante para
renacer en el siguiente con la cabeza echada hacia atrás, mirando
hacia arriba? En realidad, no tuve conciencia de un paso. Pero de
pronto me resultó imposible pensar la existencia de la raíz. Se
había borrado, era inútil que me repitiera: existe, todavía está
ahí, bajo el banco, contra mi pie derecho: esto ya no significaba
nada. La existencia no lo algo que se deja pensar de lejos: es
preciso que nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros,
que pese sobre nuestro corazón como una gran bestia inmóvil; si no,
no hay absolutamente nada.
1
Espacio en blanco.
2
Hay una palabra tachada (quizá “forzar” o “forjar”); otra,
agregada encima, es ilegible.
En
La Náusea, de Jean-Paul Sartre.
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