¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 22 de febrero de 2017

Jean-Paul Sartre: La Náusea.

Lo mejor sería escribir los acontecimientos cotidianamente. Llevar un diario para comprenderlos. No dejar escapar los matices, los hechos menudos, aunque parezcan fruslerías, y sobre todo clasificarlos. Es preciso decir cómo veo esta mesa, la calle, la gente, mi paquete de tabaco, ya que es esto lo que ha cambiado. Es preciso determinar exactamente el alcance y la naturaleza de este cambio. Por ejemplo, ésta es una caja de cartón que contiene la botella de tinta. Habría que tratar de decir cómo la veía antes y cómo la (1) ahora. ¡Bueno! Es un paralelepípedo rectángulo; se recorta sobre... es estúpido, no hay nada que decir. 

Pienso qué éste es el peligro de llevar un diario: se exagera todo, uno está al acecho, forzando continuamente la verdad. Por otra parte, es cierto que de un momento a otro —y precisamente a propósito de esta caja o de otro objeto cualquiera—, puedo recuperar la impresión de ante ayer. Debo estar siempre preparado, o se me escurrirá una vez más entre los dedos. No (2) nada, sino anotar con cuidado y prolijo detalle todo lo que se produce.

Naturalmente, ya no puedo escribir nada claro sobre las cuestiones del miércoles y de anteayer; estoy demasiado lejos; lo único que puedo decir es que en ninguno de los dos casos hubo nada de lo que de ordinario se llama un acontecimiento. El sábado los chicos jugaban a las tagüitas y yo quise tirar, como ellos, un guijarro al agua. En ese momento me detuve, dejé caer el guijarro y me fui. Debí de parecer chiflado, probablemente, pues los chicos se rieron a mis espaldas. Esto en cuanto a lo exterior. Lo que sucedió en mí no ha dejado huellas. Había algo que vi y que me disgustó, pero ya no sé si miraba el mar o la piedrecita. La piedra era chata, seca de un lado, húmeda y fangosa del otro. Yo la tenía por los bordes, con los dedos muy separados para no ensuciarme.


Anteayer fue mucho más complicado. Y hubo además esa serie de coincidencias y de quid pro quo que no me explico. Pero no me entretendré poniendo todo esto por escrito. En fin; lo cierto es que tuve miedo o algo por el estilo. Si por lo menos supiera de qué tuve miedo, ya sería un gran paso. Lo curioso es que no estoy nada dispuesto a creerme loco; hasta veo con evidencia que no lo estoy: todos los cambios conciernen a los objetos. Por lo menos quisiera estar seguro de esto.

(...) Aquel momento fue extraordinario. Yo estaba allí, inmóvil y helado, sumido en un éxtasis horrible. Pero en el seno mismo de ese éxtasis, acababa de aparecer algo nuevo: yo comprendía la Náusea, la poseía. A decir verdad, no me formulaba mis descubrimientos. Pero creo que ahora me sería fácil expresarlos con palabras. Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es estar ahí, simplemente; los existentes aparecen, se dejan encontrar, pero nunca es posible deducirlos.

Creo que hay quienes han comprendido esto. Sólo que han intentado superar esta contingencia inventando un ser necesario y causa de sí. Pero ningún ser necesario puede explicar la existencia; la contingencia no es una máscara, una apariencia que puede disiparse; es lo absoluto, en consecuencia la gratuidad perfecta. Todo es gratuito: este jardín, esta ciudad, yo mismo. Cuando uno llega a comprenderlo, se le revuelve el estómago y todo empieza a flotar, como la otra noche en el Rendez-vous des cheminots; eso es la Náusea; eso es lo que los Cochinos —los del Coteau Vert y los otros— tratan de ocultarse con su idea de derecho. Pero qué pobre mentira: nadie tiene derecho; ellos son enteramente gratuitos, como los otros hombres; no logran no sentirse de más. Y en sí mismos, secretamente, están de más, es decir, son amorfos y vagos, tristes. 


¿Cuánto tiempo duró esta fascinación? Yo era la raíz de castaño. O más bien yo era, por entero, conciencia de su existencia. Todavía separado de ella —puesto que tenía conciencia— y sin embargo perdido en ella, nada más que ella. Una conciencia incómoda y que no obstante se dejaba llevar con todo su peso, sin apoyo, por ese trozo de madera inerte. El tiempo se había detenido: un charquito negro a mis pies; era imposible que viniera algo después de aquel momento. Hubiera querido arrancarme a aquel goce atroz, pero ni siquiera imaginaba que tal cosa fuese posible; yo estaba dentro; la cepa no pasaba, permanecía allí en mis ojos, como se atraviesa en un gaznate un trozo demasiado grande. No podía ni aceptarla ni rechazarla. ¿A costa de qué esfuerzo alcé los ojos? ¿Y los alcé siquiera? ¿No me aniquilé más bien durante un instante para renacer en el siguiente con la cabeza echada hacia atrás, mirando hacia arriba? En realidad, no tuve conciencia de un paso. Pero de pronto me resultó imposible pensar la existencia de la raíz. Se había borrado, era inútil que me repitiera: existe, todavía está ahí, bajo el banco, contra mi pie derecho: esto ya no significaba nada. La existencia no lo algo que se deja pensar de lejos: es preciso que nos invada bruscamente, que se detenga sobre nosotros, que pese sobre nuestro corazón como una gran bestia inmóvil; si no, no hay absolutamente nada.

1 Espacio en blanco.
2 Hay una palabra tachada (quizá “forzar” o “forjar”); otra, agregada encima, es ilegible.

En La Náusea, de Jean-Paul Sartre.

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