¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

domingo, 26 de febrero de 2017

Profusión de máscaras o disfraces.

En efecto, la tesis de la muerte del hombre, en su formulación foucaultiana, me parece todavía tímida y poco radical. Foucault se limita a plantearla en el terreno epistemológico. Esta timidez ha tranquilizado a mucha gente que asimilaba esa tesis a la idea de una catástrofe atómica, por ejemplo. Cabe, sin embargo, una formulación diferente de esa tesis, más radical que la tesis foucaultiana y menos drástica que la idea de la extinción del género humano. 

La idea de la muerte del hombre posee para mí un sentido vital, que afecta a nuestra conducta de forma directa y que determina una forma de comportarse y una actitud: y por consiguiente, una ética. Esa idea significa que el hombre, la persona humana, la existencia humana o el sujeto humano constituyen fetiches. Que el humanismo, el subjetivismo, el personalismo, el existencialismo, han abonado un cierto fetichismo: fijar un papel social, una máscara o disfraz como patrón de una pretendida identidad o self.


La muerte del hombre significa, por tanto: la disolución de esa identidad y la liberación de una profusión de máscaras o disfraces que todos nosotros almacenamos, y que inhibimos en virtud de ese fetichismo. Nuestra idea es, pues, disolver esa identidad y liberar una multiplicidad. Recordar que bajo esa identidad o nombre se esconde una muchedumbre: que nuestro nombre es, en todo caso, el mismo que el del endemoniado que le confesó a Jesucristo: Legión es mi nombre.

En Filosofía y Carnaval y otros textos afines, de Eugenio Trías.

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