La transgresión no es la
negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa.
Lo
que hace difícil hablar de la prohibición no es solamente la
variabilidad de sus objetos, sino el carácter ilógico que posee.
Nunca, a propósito de un mismo objeto, se hace imposible una
proposición opuesta. No existe prohibición que no pueda ser
transgredida. Y, a menudo, la transgresión es algo admitido, o
incluso prescrito.
Nos
vienen ganas de reír cuando pensamos en el solemne mandamiento: «No
matarás», al que siguen la bendición de los ejércitos y el «Te
Deum» de la apoteosis. ¡A la prohibición le sigue sin miramientos
la complicidad con el acto de matar! No hay duda de que la violencia
de las guerras deja entrever al Dios del Nuevo Testamento; pero de
igual manera no se opone al Dios de los Ejércitos del Antiguo
Testamento.
Si
la prohibición se diera dentro de los límites de la razón,
significaría la condena de las guerras y nos colocaría ante una
elección: o bien aceptar esa condena y hacer cualquier cosa para
evitar que los ejércitos pudieran dar la muerte; o bien hacer la
guerra y considerar la ley como algo falso y sin valor.
Pero
las prohibiciones, en las que se sostiene el mundo de la razón, no
son, con todo, racionales. Para empezar, una oposición tranquila a
la violencia no habría bastado para separar claramente ambos mundos.
Si la oposición misma no hubiese participado de algún modo en la
violencia, si algún sentimiento violento y negativo no hubiese hecho
de la violencia algo horrible y para uso de todos, la sola razón no
hubiera podido definir con autoridad suficiente los límites del
deslizamiento. Sólo el horror, sólo el pavor descabellado podían
subsistir frente a unos desencadenamientos desmesurados.
Tal
es la naturaleza del tabú: hace posible un mundo sosegado y
razonable, pero, en su principio, es a la vez un estremecimiento que
no se impone a la inteligencia, sino a la sensibilidad; tal
como lo hace la violencia misma (la violencia humana no es
esencialmente efecto de un cálculo, sino de estados sensibles
como la cólera, el miedo, el deseo...).
Debemos
tener en cuenta el carácter irracional que tienen las prohibiciones
si es que queremos comprender que sigan ligadas a una cierta
indiferencia para con la lógica. En el campo de lo irracional, donde
nuestras consideraciones nos encierran, debemos decir: «A veces
una prohibición intangible es violada, pero eso no quiere decir que
haya dejado de ser intangible». Hasta podríamos llegar a
formular una proposición absurda: «La prohibición está ahí
para ser violada». Esta proposición no es, como parecería, una
forma de desafío, sino el correcto enunciado de una relación
inevitable entre emociones de sentido contrario. Bajo el impacto de
la emoción negativa, debemos obedecer la prohibición. La violamos
si la emoción es positiva. La violación cometida no suprime la
posibilidad y el sentido de la emoción de sentido opuesto; es
incluso su justificación y su origen. No nos aterrorizaría la
violencia como lo hace si no supiésemos o, al menos, si no
tuviésemos oscuramente conciencia de ello, que podría llevarnos a
lo peor.
La
proposición «La prohibición está ahí para ser violada»
debe tornar inteligible el hecho de que la prohibición de dar la
muerte a los semejantes, aun siendo universal, no se opuso en ninguna
parte a la guerra. ¡Estoy seguro incluso de que, sin esa
prohibición, la guerra es imposible, inconcebible!
Los
animales, que no conocen prohibiciones, no han concebido, a partir de
sus combates, esa empresa organizada que es la guerra. La guerra, en
cierto sentido, se reduce a la organización colectiva de impulsos
agresivos. Como el trabajo, está organizada colectivamente; como el
trabajo, posee un objetivo, responde a un proyecto pensado por
quienes la conducen. Pero no podemos decir que por ello haya una
oposición entre la guerra y la violencia. La guerra es una violencia
organizada.
Transgredir
lo prohibido no es violencia animal. Es violencia, sí, pero ejercida
por un ser susceptible de razón (que en esta ocasión pone su saber
al servicio de la violencia). Cuando menos, la prohibición es tan
sólo el umbral a partir del cual es posible dar la muerte a un
semejante; colectivamente, la guerra está determinada por el
franqueamiento de ese umbral.
Si
la transgresión propiamente dicha, oponiéndose a la ignorancia de
la prohibición, no tuviera ese carácter limitado, sería un retorno
a la violencia, a la animalidad de la violencia. De hecho, no es eso
en absoluto lo que sucede. La transgresión organizada forma con lo
prohibido un conjunto que define la vida social. Por su parte, la
frecuencia —y la regularidad— de las transgresiones no invalida
la firmeza intangible de la prohibición, de la cual ellas son
siempre un complemento esperado, algo así como un movimiento de
diástole que completa uno de sístole, o como una explosión que
proviene de la compresión que la precede. Lejos de obedecer a la
explosión, la compresión la excita. Esta verdad, aunque se
fundamenta en una experiencia inmemorial, parece nueva. Pero es bien
contraria al mundo del discurso, del cual proviene la ciencia. Por
eso sólo tardíamente la encontramos enunciada.
En
El erotismo, de Georges Bataille.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario