¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 1 de marzo de 2017

La transgresión.

La transgresión no es la negación de lo prohibido, sino que lo supera y lo completa.

Lo que hace difícil hablar de la prohibición no es solamente la variabilidad de sus objetos, sino el carácter ilógico que posee. Nunca, a propósito de un mismo objeto, se hace imposible una proposición opuesta. No existe prohibición que no pueda ser transgredida. Y, a menudo, la transgresión es algo admitido, o incluso prescrito.

Nos vienen ganas de reír cuando pensamos en el solemne mandamiento: «No matarás», al que siguen la bendición de los ejércitos y el «Te Deum» de la apoteosis. ¡A la prohibición le sigue sin miramientos la complicidad con el acto de matar! No hay duda de que la violencia de las guerras deja entrever al Dios del Nuevo Testamento; pero de igual manera no se opone al Dios de los Ejércitos del Antiguo Testamento. 

Si la prohibición se diera dentro de los límites de la razón, significaría la condena de las guerras y nos colocaría ante una elección: o bien aceptar esa condena y hacer cualquier cosa para evitar que los ejércitos pudieran dar la muerte; o bien hacer la guerra y considerar la ley como algo falso y sin valor.

Pero las prohibiciones, en las que se sostiene el mundo de la razón, no son, con todo, racionales. Para empezar, una oposición tranquila a la violencia no habría bastado para separar claramente ambos mundos. Si la oposición misma no hubiese participado de algún modo en la violencia, si algún sentimiento violento y negativo no hubiese hecho de la violencia algo horrible y para uso de todos, la sola razón no hubiera podido definir con autoridad suficiente los límites del deslizamiento. Sólo el horror, sólo el pavor descabellado podían subsistir frente a unos desencadenamientos desmesurados.

Tal es la naturaleza del tabú: hace posible un mundo sosegado y razonable, pero, en su principio, es a la vez un estremecimiento que no se impone a la inteligencia, sino a la sensibilidad; tal como lo hace la violencia misma (la violencia humana no es esencialmente efecto de un cálculo, sino de estados sensibles como la cólera, el miedo, el deseo...).

Debemos tener en cuenta el carácter irracional que tienen las prohibiciones si es que queremos comprender que sigan ligadas a una cierta indiferencia para con la lógica. En el campo de lo irracional, donde nuestras consideraciones nos encierran, debemos decir: «A veces una prohibición intangible es violada, pero eso no quiere decir que haya dejado de ser intangible». Hasta podríamos llegar a formular una proposición absurda: «La prohibición está ahí para ser violada». Esta proposición no es, como parecería, una forma de desafío, sino el correcto enunciado de una relación inevitable entre emociones de sentido contrario. Bajo el impacto de la emoción negativa, debemos obedecer la prohibición. La violamos si la emoción es positiva. La violación cometida no suprime la posibilidad y el sentido de la emoción de sentido opuesto; es incluso su justificación y su origen. No nos aterrorizaría la violencia como lo hace si no supiésemos o, al menos, si no tuviésemos oscuramente conciencia de ello, que podría llevarnos a lo peor.

La proposición «La prohibición está ahí para ser violada» debe tornar inteligible el hecho de que la prohibición de dar la muerte a los semejantes, aun siendo universal, no se opuso en ninguna parte a la guerra. ¡Estoy seguro incluso de que, sin esa prohibición, la guerra es imposible, inconcebible!


Los animales, que no conocen prohibiciones, no han concebido, a partir de sus combates, esa empresa organizada que es la guerra. La guerra, en cierto sentido, se reduce a la organización colectiva de impulsos agresivos. Como el trabajo, está organizada colectivamente; como el trabajo, posee un objetivo, responde a un proyecto pensado por quienes la conducen. Pero no podemos decir que por ello haya una oposición entre la guerra y la violencia. La guerra es una violencia organizada.

Transgredir lo prohibido no es violencia animal. Es violencia, sí, pero ejercida por un ser susceptible de razón (que en esta ocasión pone su saber al servicio de la violencia). Cuando menos, la prohibición es tan sólo el umbral a partir del cual es posible dar la muerte a un semejante; colectivamente, la guerra está determinada por el franqueamiento de ese umbral.

Si la transgresión propiamente dicha, oponiéndose a la ignorancia de la prohibición, no tuviera ese carácter limitado, sería un retorno a la violencia, a la animalidad de la violencia. De hecho, no es eso en absoluto lo que sucede. La transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social. Por su parte, la frecuencia —y la regularidad— de las transgresiones no invalida la firmeza intangible de la prohibición, de la cual ellas son siempre un complemento esperado, algo así como un movimiento de diástole que completa uno de sístole, o como una explosión que proviene de la compresión que la precede. Lejos de obedecer a la explosión, la compresión la excita. Esta verdad, aunque se fundamenta en una experiencia inmemorial, parece nueva. Pero es bien contraria al mundo del discurso, del cual proviene la ciencia. Por eso sólo tardíamente la encontramos enunciada.

En El erotismo, de Georges Bataille.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario