¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 2 de marzo de 2017

La nostalgia.

En griego, «regreso» se dice nostos. Algos significa «sufrimiento». La nostalgia es, pues, el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. La mayoría de los europeos puede emplear para esta noción fundamental una palabra de origen griego (nostalgia) y, además, otras palabras con raíces en la lengua nacional: en español decimos «añoranza»; en portugués, saudade. En cada lengua estas palabras poseen un matiz semántico distinto. Con frecuencia tan sólo significan la tristeza causada por la imposibilidad de regresar a la propia tierra.


Morriña del terruño. Morriña del hogar. En inglés sería homesickness, o en alemán Heimweh, o en holandés heimwee. Pero es una reducción espacial de esa gran noción. El islandés, una de las lenguas europeas más antiguas, distingue claramente dos términos: söknudur: nostalgia en su sentido general; y heimfra: morriña del terruño. Los checos, al lado de la palabra «nostalgia» tomada del griego, tienen para la misma noción su propio sustantivo: stesk, y su propio verbo; una de las frases de amor checas más conmovedoras es styska se mi po tobe: «te añoro; ya no puedo soportar el dolor de tu ausencia». En español, «añoranza» proviene del verbo «añorar», que proviene a su vez del catalán enyorar, derivado del verbo latino ignorare (ignorar, no saber de algo). A la luz de esta etimología, la nostalgia se nos revela como el dolor de la ignorancia. Estás lejos, y no sé qué es de ti. Mi país queda lejos, y no sé qué ocurre en él.

Algunas lenguas tienen alguna dificultad con la añoranza: los franceses sólo pueden expresarla mediante la palabra de origen griego (nostalgie) y no tienen verbo; pueden decir: je m’ennuie de toi (equivalente a «te echo de menos» o «en falta»), pero esta expresión es endeble, fría, en todo caso demasiado leve para un sentimiento tan grave. Los alemanes emplean pocas veces la palabra «nostalgia» en su forma griega y prefieren decir Sehnsucht: deseo de lo que está ausente; pero Sehnsucht puede aludir tanto a lo que fue como a lo que nunca ha sido (una nueva aventura), por lo que no implica necesariamente la idea de un nostos; para incluir en la Sehnsucht la obsesión del regreso, habría que añadir un complemento: Senhsucht nach der Vergangenheit, nach der verlorenen Kindheit, o nach der ersten Liebe (deseo del pasado, de la infancia perdida o del primer amor).


La Odisea, la epopeya fundadora de la nostalgia, nació en los orígenes de la antigua cultura griega. Subrayémoslo: Ulises, el mayor aventurero de todos los tiempos, es también el mayor nostálgico. Partió (no muy complacido) a la guerra de Troya, en la que estuvo diez años. Después se apresuró a regresar a su Ítaca natal, pero las intrigas de los dioses prolongaron su periplo, primero durante tres años llenos de los más fantásticos acontecimientos, y, después, durante siete años más, que pasó en calidad de rehén y amante junto a la ninfa Calipso, quien estaba tan enamorada de él que no le dejaba abandonar la isla. Hacia el final del canto quinto de La Odisea, Ulises dice: "No lo lleves a mal, diosa Augusta, que yo bien conozco cuán bajo de ti la discreta Penélope queda a la vista en belleza y en noble estatura. (...) Más con todo yo quiero, y es ansia de todos mis días, el llegar a mi casa y gozar de la luz del regreso". Y sigue Homero: "Así dijo, ya el sol se ponía, vinieron las sombras y, marchando hacia el fondo los dos de la cóncava gruta, en la noche gozaron de amor uno al lado del otro”.

Nada que pueda compararse a la vida de la pobre emigrada que había sido Irena durante mucho tiempo. Ulises vivió junto a Calipso una auténtica dolce vita, una vida fácil, una vida de alegrías. Sin embargo, entre la dolce vita en el extranjero y el arriesgado regreso al hogar eligió el regreso. A la apasionada exploración de lo desconocido (la aventura) prefirió la apoteosis de lo conocido (el regreso). A lo infinito (ya que la aventura nunca pretende tener un fin) prefirió el fin (ya que el regreso es la reconciliación con lo que la vida tiene de finito). Sin despertarlo, los marinos de Feacia depositaron a Ulises envuelto en sábanas en la playa de Ítaca, al pie de un olivo, y se fueron. Así terminó el viaje. Él dormía, exhausto. Cuando se despertó no sabía dónde estaba. Pero Atenea despejó la bruma de sus ojos y a él le embargó la ebriedad; la ebriedad del Gran Regreso; el éxtasis de lo conocido; la música que hizo vibrar el aire entre el cielo y la tierra: vio la ensenada que conocía desde la infancia, las dos montañas que la rodean, y acarició el viejo olivo para asegurarse de que seguía siendo el mismo de hacía veinte años.


En 1950, cuando hacía catorce años que Arnold Schönberg vivía en Estados Unidos, un periodista norteamericano le formuló algunas preguntas malintencionadamente ingenuas: ¿es cierto que la emigración debilita en los artistas su fuerza creadora, que su inspiración se agota en cuanto dejan de alimentarle las raíces de su país natal? ¡Imagínense! ¡Tan sólo cinco años después del Holocausto, el periodista norteamericano no le perdona a Schönberg su falta de apego a la tierra en la que, ante sus propios ojos, se había puesto en marcha el horror de los horrores! Pero no puede evitarse.

Homero glorificó la nostalgia con una corona de laurel y estableció así una jerarquía moral de los sentimientos. En ésta, Penélope ocupa un lugar más alto, muy por encima de Calipso. ¡Calipso, ah, Calipso! Pienso muchas veces en ella. Amó a Ulises. Vivieron juntos durante siete años. No sabemos cuánto tiempo compartió Ulises su lecho con Penélope, pero seguramente no fue tanto. Aun así, se suele exaltar el dolor de Penélope y menospreciar el llanto de Calipso.

En La ignorancia, de Milan Kundera.

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