El 14
de abril de 1930, Vladimir Mayakovsky, reconocido entonces como el poeta más
grande de la Rusia moderna, cometió suicidio. No fue el único poeta ruso
moderno que se quito la vida: Yesenin y Bagritsky, hicieron lo mismo, y no eran
poetas insignificantes. Pero Mayakovsky fue en un sentido excepcional; fue la
inspiración del movimiento revolucionario en la literatura rusa, un hombre de
gran inteligencia y de estilo inimitable. Las circunstancias que determinaron
su muerte son oscuras, pero él ha dejado un trozo de papel donde escribió este
poema:
Como
suele decirse / “el incidente queda terminado”. / La barca del amor / se
destrozó contra las costumbres. / Pague mis cuentas con la vida. / No hace
falta enumerar / las ofensas mutuas, los daños y las penas. / Adiós y buena
suerte.
No hace
falta enumerar. No hace falta detallar las circunstancias que llevaron a la
muerte del poeta. Hubo evidentemente un asunto de amor, pero, para sorpresa
nuestra, hubo también las costumbres, las convenciones sociales contra
las cuales se destrozó esa barca de amor, Mayakovsky
fue en un sentido muy especial el poeta de la Revolución; él celebro su triunfo
y sus progresivas conquistas en versos que tenían toda la vitalidad y el
apremio del acontecimiento. Pero debía parecer de su propia mano, como
cualquier mísero introvertido subjetivista del capitalismo burgués. La Revolución
no había creado evidentemente una atmósfera de confianza intelectual y de
libertad moral.
Podemos
comprender la muerte de García Lorca, fucilado por los fascistas en Granada en 1936,
y extraer de ella coraje y resolución. En fin de cuentas, un odio no disimulado
contra los poetas es preferible a la callosa indiferencia de nuestros propios
gobernantes. En Inglaterra los poetas no son considerados como individuos peligrosos,
sino simplemente como gente que pueda ser ignorada. Dadles un empleo en una
oficina, y si no quieren trabajar dejadles que mueran de hambre…
En
Inglaterra como en Rusia, en Alemania como en América ocurre la misma cosa. De
un modo o de otro, el poeta es sofocado. Tal es el destino de la poesía en todo
el mundo. Es el destino de la poesía en nuestra civilización, y la muerte de
Mayakovsky sólo prueba que en ese respecto la nueva civilización de Rusia es
simplemente la misma civilización disfrazada. No son los poetas los únicos
artistas que lo sufren; los músicos, los pintores y escultores están en la
misma barca del amor que se estrella contra las costumbres del Estado
totalitario. La guerra y la revolución no crearon nada para la cultura porque
no crearon nada para la libertad. Pero es éste un modo demasiado vago y
grandilocuente para expresar una sencilla verdad. Lo que quiero decir realmente
es que para las civilizaciones doctrinarias que son impuestas en el mundo -capitalistas,
fascistas, marxistas- excluyen por su propia estructura los valores en los
cuales y por los cuales viven los poetas.
El
capitalismo no combate en principio a la poesía; simplemente la trata con
indiferencia, ignorancia y crueldad inconsciente. Pero en Rusia, Italia,
Alemania, como todavía en la España fascista, no hubo ignorancia ni indiferencia
y la crueldad fue una deliberada persecución que llevo a la ejecución o al
suicidio. Tanto como el fascismo como el marxismo tiene conciencia del poder
que tiene el poeta, y por qué el poeta es poderoso, quieren usarlo para sus
propios fines políticos. La concepción del Estado totalitario implica la
subordinación de todos sus elementos a un control central y entre esos electos,
los valores estéticos de la poesía y de las artes en general no son los menos
importantes.
Esta
actitud hacia al arte se remonta a Hegel, en que tienen una fuente común el
marxismo y el fascismo. En su afán de establecer la hegemonía del espíritu o de
la Idea, Hegel encontró necesario relegar al arte, como producto de la
sensación, a una etapa histórica superada de la evolución humana. El arte es
considerado como una forma primitiva del pensamiento o como una representación
que ha sido gradualmente superada por el intelecto o la razón; y, por consiguiente,
en nuestra actual etapa de desarrollo debemos poner a un lado al arte, como aun
juguete desechado.
Hegel
fue bastante justo en su estimación del arte; fue victima de los conceptos
evolucionistas de su tiempo, y aplica esos conceptos al espíritu humano, donde
los mismos no operan. El intelecto no se desarrolla mejorando o eliminando las
sensaciones o los instintos primarios, sino suprimiéndolos. Esos instintos y
sensaciones quedan sumergidos pero clamantes, y el arte es con mucho más
necesario hoy que en la Edad de Piedra. En la Edad de Piedra fue un ejército espontáneo
de facultades innatas, como lo es todavía para los niños y los salvajes. Pero
para el hombre civilizado el arte ha llegado a ser algo mucho más serio: la
liberación (generalmente indirecta) de las represiones, una compensación por
las abstracciones del intelecto. No pretendo que esta sea la única función del
arte: es asimismo, un medio necesario para adquirir conocimientos de ciertos
aspectos de la realidad.
Cuando
Marx dio vueltas a Hegel de arriba abajo o de adentro afuera, acepto aquel
esquema evolucionista, es decir, admitió la relegación del arte de Hegel hacia
la infancia de la humanidad. Su dialéctica del materialismo es el
trastrocamiento de la dialéctica del espíritu de Hegel, pero puesto que el arte
ya había sido eliminado del dominio del espíritu, fue dejado fuera de la
negación de ese dominio. Es verdad que hallaréis en las obras de Marx y de
Engel, algunas vagas y aun incomodas referencias del arte; es una de las
superestructuras ideológicas, de lo cual se ha de dar razón mediante el
análisis económico de la sociedad. Pero no hay un reconocimiento del arte como
un factor primario en la experiencia humana, del arte como modo de conocimiento
o como medio para aprender el sentido o la calidad de la vida.
De modo
similar, ese desarrollo del pensamiento de Hegel, que acepto y afirmo su
jerarquía del espíritu y que puso en práctica su concepto de un Estado
autoritario supremo, redujo necesariamente al arte a un papel subordinado y
servil. El fascismo ha hecho quizá algo peor: ha insistido en una
interpretación puramente racional y funcional del arte. El arte se convierte, no
ya en un modo de expresar la vida de la imaginación, sino en un medio para
ilustrar los conceptos de la inteligencia.
En este
aspecto, el marxismo y el fascismo, los hijos pródigos y respetuosos de Hegel,
se encuentran nuevamente, y llegaran a reconciliarse inevitablemente. No hay la
menor diferencia, en la intención, en el control y en el producto final, entre
el arte de la Rusia marxista y el arte de Alemania nazista. Es verdad que el
uno es urgido a celebrar las realizaciones del Socialismo y el otro a exaltar
los ideales del nacionalismo; pero el método necesario es el mismo, un realismo
retórico, privado de inventiva, de imaginación deficiente, que renuncia a la
sutileza y exalta lo trivial.
No
propongo repetir aquí los argumentos habituales contra el realismo socialista
como tal. Sus productos son tan pobres, de acuerdo con cualquier norma conocida
en la historia del arte, que tales argumentos son realmente innecesarios. Más
importante es señalar la relación positiva que existe entre el arte y la
libertad individual.
Si
consideramos a los más grandes artistas y poetas del mundo -y la cuestión de su
grandeza no interesa, lo que voy a decir es verdad, para todo poeta o pintor
que haya sobrevivido la prueba del tiempo- podemos observar en ellos un cierto
desarrollo. Ciertamente, trazar ese desarrollo en un poeta como Shakespeare, en
un pintor como Ticiano o en un músico como Beethoven, es hacer en parte una
explicación de la permanente fascinación de sus obras. Podemos
correlacionar ese desarrollo con algunos incidentes de sus vidas o con circunstancias
propias de su tiempo. Pero el proceso esencial es el de una semilla que cae en
un terreno fértil, germina y crece y a su debido tiempo da sus frutos maduros.
Ahora bien; tan cierto como que la flor y el fruto están implícitos en la sola
semilla, es que el genio del poeta o del pintor está en el interior del
individuo. El suelo debe ser favorable, la planta debe ser nutrida; el viento u
otros accidentes podrán torcerla. Pero el crecimiento es único, la
configuración es única, el fruto es único. Todas las manzanas son semejantes,
pero no hay dos que sean iguales. Pero no es eso solo; el genio es el árbol que
produce el fruto desconocido, las manzanas de oro de las Hespérides. Pero
Mayakovsky era un árbol que un año debía producir ciruelas de tamaño y apariencias
uniformes; algunos años más tarde, tenía que producir manzanas; y, más aún, pepinos.
¡No es extraño que se haya quebrado bajo una tensión tan antinatural!
En la
Rusia soviética, toda obra de arte que no sea simple, convencional y conformista,
es denunciada como “individualismo pequeño burgués”. El artista debe tener una
finalidad, y solamente una: suministrar al público lo que el público quiere.
Las frases varían en Italia y en Alemania, pero el efecto es el mismo. El público
es la masa indiferenciada del Estado colectivista y lo que ese público quiere
-es lo que ha querido a través de historia- son melodías sentimentales, copias
de ciego, mujeres hermosas sobre las tapas de las cajas de chocolate: todo lo
que los alemanes llaman con la vigorosa palabra Kitsch.
Los
marxistas pueden protestar que estamos prejuzgando sobre el resultado de un experimento.
Las artes deben volver a una base popular y desde esa base, por un proceso de educación,
serán elevadas a un nuevo nivel universal, tal como el mundo no ha conocido
aún. Es
claramente concebible un arte tan realista y lírico, digamos, como Shakespeare,
pero libre de esas oscuridades e idiosincrasias personales que echan a perder
la perfección clásica de sus dramas; o un arte tan clásicamente perfecto como
el de Racine, pero más íntimo y más humano; el fondo de Balzac unido a la
técnica de Flaubert. No podemos afirmar que la tradición individualista que ha
producido a esos grandes artistas, haya alcanzado las más altas cúspides del
genio humano. ¿Pero hay acaso en la historia de cualquiera de las artes hay
alguna prueba de que obras de esa calidad extraordinaria pudieran ser
producidas de acuerdo con un programa? ¿Hay alguna prueba de que la forma y la
finalidad de una obra de arte pueden ser predeterminadas? ¿Hay alguna evidencia
de que el arte en sus más altas manifestaciones pueden apelar, más que a una
minoría relativamente pequeña? Incluso si admitimos que el nivel general de la
educación podrá ser elevado hasta el punto de que no haya excusa para la ignorancia,
¿no será compelido el genio del artista, por este mismo hecho, a buscar aún más
altos niveles de expresión?
En la
U. R. S. S. el artista es clasificado como un trabajador. Todo eso está bien,
pues el privilegio social del artista nada tiene que ver con la calidad de su
obra y aún puede ser delicadamente perjudicial para ésta. Pero construye una
fundamental incomprensión de la facultad de creación, si el artista es tratado
como cualquier otro tipo de productor y obligado a rendir producción en un
tiempo especificado. La vena de la creación o inspiración se extingue rápidamente
bajo ese régimen de dureza. Esto ha de ser evidente. Lo que no es tan evidente
es que las leyes de la oferta y la demanda en arte son muy diferentes que las
que rigen en entretenimiento y también se puede admitir que entonces se trata
de la cuestión de ofrecer un artículo popular de tipo especificado. Pero,
mientras vamos a un entretenimiento para distraernos, para olvidar un par de
horas nuestra rutina diaria, para escapar de la vida, nos volvemos hacia la
obra de arte de modo muy diferente. Para expresarlo cruda, pero vigorosamente,
para ser levantados en vilo. El poeta, el pintor o el músico, si es algo más
que creador de diversiones, es un hombre
que nos lleva hacia una alegre o trágica interpretación del sentido de la vida;
que predice nuestro destino humano o que celebra la belleza o la significación
de la naturaleza que nos rodea; que crea en nosotros el asombro y el terror de
lo desconocido. Tales cosas sólo pueden ser hechas por alguien que posee una
sensibilidad superior y un profundo conocimiento interior. De alguien que en
virtud de sus dones naturales se mantiene alejado de la masa, no ya por desdén,
sino simplemente por sólo ejercer sus facultades desde cierta distancia, en la
soledad. Los momentos de la creación son silenciosos y mágicos, un trance o
arrobamiento durante el cual el artista se halla en comunión con fuerzas que
subyuguen el plano habitual de la emoción y el pensamiento. He ahí algo del
hombre de acción, el político y el fanático no pueden comprender. Esto suele
reprobar al artista y le obligan a entrar en el tumulto de las actividades
prácticas, donde sólo podrá producir mecánicamente, de acuerdo con moldes
intelectuales predeterminados. En tales condiciones no puede producirse una
obra de arte, sino sólo una estéril y deleznable apariencia de lamisca.
Obligado a producir en tales circunstancias el más sensitivo caerá en la
desesperación. In extremis, como en el caso de Mayakovsky, apelara al
suicidio.
En Arte, poesía, anarquismo, de Herbert Read.
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