Amigos
míos, como no se me habría permitido e incluso habría supuesto
para mí una grave y onerosa consecuencia deciros abiertamente, en
vida, lo que pensaba de la conducta y del gobierno de los hombres, de
sus religiones y de sus costumbres, he decidido decíroslo al menos
tras mi muerte; mi intención y mi deseo sería decíroslo de viva
voz, antes de morir, si me viera próximo al fin de mis días y
tuviera aún para entonces el uso libre de la palabra y del juicio;
pero como no estoy seguro de tener en estos últimos días, o en
estos últimos momentos, todo el tiempo ni toda la presencia de
espíritu que me sería necesaria entonces para declararos mis
sentimientos, me he visto obligado a empezar a declarároslos ahora
por escrito y daros al mismo tiempo pruebas claras y convincentes de
todo lo que me gustaría deciros, a fin de tratar de desengañaros lo
menos tarde posible, en cuanto me atañe, de los errores en los que
todos nosotros, cuantos soltaos, hemos tenido la desdicha de nacer y
vivir, y en los cuales yo mismo he tenido el desagrado de hallarme
obligado a infundiros; digo el desagrado porque para mí era
verdaderamente desagradable tener esta obligación. Ello explica
también por qué nunca la he desempeñado sino con mucha repugnancia
y con bastante negligencia, como habéis podido observar.
He
aquí ingenuamente lo que al principio me influjo a concebir este
proyecto que me propongo. Como yo sentía naturalmente en mí mismo
que no encontraba nada tan dulce, nada tan grato, tan amable y nada
tan deseable en los hombres como la paz, como la bondad del alma,
como la equidad, como la verdad y la justicia que, a mi parecer,
deberían ser fuentes inestimables de bienes y de felicidad para los
mismos hombres, si conservasen primorosamente entre sí tan amables
virtudes como aquéllas, sentía también, naturalmente en mí mismo,
que no encontraba nada tan odioso, nada tan detestable y nada tan
pernicioso como las perturbaciones de la división y la depravación
del corazón y del alma. Y sobre todo la malicia de la mentira y la
impostura, no menos que la de la injusticia y la tiranía, que
destruyen y aniquilan en los hombres todo lo que podría haber de
mejor en ellos y que por esta razón son fuentes fatales, no sólo de
todos los vicios y de todas las maldades de que están colmados, sino
también de las causas desdichadas de todos los males y de todas las
miserias que les abruman en la vida.
Desde
mi más tierna juventud divisé los errores y los abusos que causan
tan graves males en el mundo; cuanto más he avanzado en edad y en
conocimiento más he reconocido la ceguera y la maldad de los
hombres, más he reconocido la vanidad de sus supersticiones y la
injusticia de sus malos gobiernos. De manera que, sin haber tenido
jamás mucho comercio en el mundo, podría decir con el sabio Salomón
que he visto y que he visto incluso con asombro y con indignación «a
la impiedad reinar en toda la tierra, y una corrupción tan grande de
la justicia que aquéllos mismos que estaban destinados a dársela a
los demás se habían convertido en los más injustos y los más
criminales y la habían reemplazado por la iniquidad» (Eccls.,
3.16).
He
conocido tanta maldad en el mundo que ni la misma virtud más
perfecta ni la inocencia más pura estaban exentas de la malicia de
los calumniadores. He visto y se ve aún todos los días infinidad de
inocentes desdichados perseguidos sin motivo y oprimidos con
(injusticia, sin que a nadie le afectara su infortunio ni que éstos
encontrasen protectores caritativos para socorrerles. Las lágrimas
de tantos justos afligidos y las miserias de tantos pueblos tan
tiránicamente oprimidos por los ricos malvados y por los grandes de
la tierra, me han provocado, al igual que a Salomón, tanta
repugnancia y tanto desprecio por la vida que, así como él, estimé
la condición de los muertos mucho más dichosa que la de los vivos,
y a aquellos que nunca han existido mil veces más felices que los
que existen y gimen aún en tan grandes miserias. «Laudavi mortuos
magís quam víventes et féliciorem utroque judicavi, qui necdum
natus est, nec videt mala quae fiunt sub sole» (Eccls., 4.2).
Y
lo que aún me sorprendía más especialmente, sin salir de mi
asombro al ver tantos errores, tantos abusos, tantas supersticiones,
tantas imposturas, tantas injusticias y tiranías reinantes, era ver
que, pese a existir en el mundo cantidad de personas que pasaban por
eminentes en doctrina, en sabiduría y en piedad, sin embargo, no
había ninguno que se atreviera a hablar, ni a declararse
abiertamente contra tan grandes y tan detestables desórdenes; no vi
a nadie de distinción que los reprendiera ni los inculpara, aunque
los pobres pueblos no cesaran de lamentarse ni de gemir entre ellos
en sus miserias comunes. A este silencio por parte de tantas personas
prudentes, e incluso de un rango, y de un carácter distinguidos, que
debían, a mi parecer, oponerse a los torrentes de vicios e
injusticias, o que al menos debían procurar aportar algunos remedios
a tantos males, le encontraba con asombro una especie de aprobación,
en la que aún no veía bien la razón ni la causa. Pero después,
tras haber examinado un poco mejor la conducta de los hombres y tras
haber penetrado un poco más profundamente en los misterios secretos
de la refinada y astuta política de los que ambicionan cargos,
consistentes en querer gobernar a los demás, y de los que quieren
mandar con autoridad soberana y absoluta o quieren más
particularmente hacerse honrar y respetar por los demás; he
reconocido, fácilmente, no sólo la fuente y el origen de tantos
errores, de tantas supersticiones y de tan grandes injusticias, sino
que además he reconocido la razón por la cual quienes pasan por
sabios e ilustrados en el mundo no dicen nada contra tan detestables
errores y tan detestables abusos, aunque conozcan suficientemente la
miseria de los pueblos seducidos y subyugados por tantos errores y
oprimidos por tantas injusticias.
En
Crítica de la Religión y del Estado, de Jean Meslier.
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