¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 29 de marzo de 2017

Élisée Reclus: Dos categorías de dominadores.

Se ha de reconocer forzosamente que el ejército de los católicos tiene en su favor el poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y sigue obrando en virtud de la fuerza de inercia. Millones de seres doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote cubierto de oro y seda; empujada por una serie de movimientos reflejos, se amontona la muchedumbre en las naves del templo los días de la fiesta patronal; celebra Navidad y Pascuas, porque las anteriores generaciones celebraron periódicamente esa fiesta; los ídolos llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones; el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil o de otra materia tallado en forma de crucifijo; inclínase al hablar de la «moral evangélica», y cuando muestra las estrellas a su hijo, no se olvida de glorificar al divino artífice.


Sí, todas esas criaturas esclavas de la costumbre, portavoces de la rutina, son un ejército temible por su número: esa es la materia humana que constituye las mayorías, y cuyos gritos, sin pensamiento, resuenan y llenan el espacio cual si representasen una opinión. Pero, ¡qué importa! Al fin, esa misma masa acaba por no obedecer a los impulsos atávicos; se la observa volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y animales, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin trabajar; lo mismo el lugareño que el obrero, no temen ya a su párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla todavía, y esperando, fórjanse una especie de paganismo, entregándose vagamente a las leyes de la naturaleza.

No cabe dudar que una revolución silenciosa que descristianiza lentamente las masas populares, es un acontecimiento capital; mas no ha de olvidarse que los enemigos más temibles, puesto que no tienen sinceridad, no son los infelices rutinarios del pueblo, ni tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento que se ven prosternados en los templos cubiertos por el tupido velo de la fe religiosa que les oculta al mundo real. Los hipócritas ambiciosos que les sirven de guía y los indiferentes que sin ser católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen dinero de la fe; esos son mucho más peligrosos que los cristianos.

Por un fenómeno, al parecer contradictorio, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso conforme la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas se agrupan por ambas partes; la Iglesia reúne tras sí todos sus cómplices naturales, de los cuales ha hecho esclavos adiestrados para el mando, reyes, militares, funcionarios de toda especie, volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, si bien guardándose con extrema prudencia de cuanto pudiera parecer un pensamiento.

«¿Qué dice usted? -no dejará de exclamar alguno de esos políticos a quienes apasiona la lucha actual con las congregaciones y el ‘bloc’ republicano, especie de fusión del Parlamento francés-. ¿No sabe usted que el Estado y la Iglesia han roto por completo sus relaciones, que los crucifijos y los corazones de Jesús y María se quitarán de las escuelas para ser sustituidos por bellos retratos del presidente de la República? ¿No sabe usted que los niños serán en adelante preservados escrupulosamente de las antiguas supersticiones, y que los maestros laicos les darán una educación basada en la ciencia, libre de toda mentira, y se mostrarán siempre respetuosos de la humana libertad?».


¡Ah!. Demasiado sabemos que en las alturas surgen diferencias entre los detentadores del poder; sabemos que no están de acuerdo acerca del reparto de las prebendas y el casual; sabemos que la antigua querella de las investiduras se continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos. Pero todo eso no impide que las dos categorías de dominadores, los religiosos y los políticos, se hallen en el fondo de acuerdo, aún en sus recíprocas excomuniones, y que comprendan de igual modo su misión divina con respecto al pueblo gobernado; unos y otros quieren someter por los mismos medios, dando a la infancia idéntica enseñanza, la de la obediencia.
En La anarquía y la iglesia, de Élisée Reclus.

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