Se ha de reconocer
forzosamente que el ejército de los católicos tiene en su favor el
poder de la rutina, el funcionamiento de todas las supervivencias y
sigue obrando en virtud de la fuerza de inercia. Millones de seres
doblan espontáneamente las rodillas ante el sacerdote cubierto de
oro y seda; empujada por una serie de movimientos reflejos, se
amontona la muchedumbre en las naves del templo los días de la
fiesta patronal; celebra Navidad y Pascuas, porque las anteriores
generaciones celebraron periódicamente esa fiesta; los ídolos
llamados la virgen y el niño quedan grabados en las imaginaciones;
el escéptico venera sin saber por qué el pedazo de cobre, de marfil
o de otra materia tallado en forma de crucifijo; inclínase al hablar
de la «moral evangélica», y cuando muestra las estrellas a su
hijo, no se olvida de glorificar al divino artífice.
Sí, todas esas criaturas
esclavas de la costumbre, portavoces de la rutina, son un ejército
temible por su número: esa es la materia humana que constituye las
mayorías, y cuyos gritos, sin pensamiento, resuenan y llenan el
espacio cual si representasen una opinión. Pero, ¡qué importa! Al
fin, esa misma masa acaba por no obedecer a los impulsos atávicos;
se la observa volverse indiferente a la palabrería religiosa que ya
no comprende; no ve en el cura un representante de Dios para perdonar
los pecados, ni un agente del demonio para embrujar hombres y
animales, sino un vividor que desempeña una farsa para vivir sin
trabajar; lo mismo el lugareño que el obrero, no temen ya a su
párroco, y ambos tienen alguna idea de la ciencia, sin conocerla
todavía, y esperando, fórjanse una especie de paganismo,
entregándose vagamente a las leyes de la naturaleza.
No cabe dudar que una
revolución silenciosa que descristianiza lentamente las masas
populares, es un acontecimiento capital; mas no ha de olvidarse que los enemigos más temibles,
puesto que no tienen sinceridad, no son los infelices rutinarios del
pueblo, ni tampoco los creyentes, pobres suicidas del entendimiento
que se ven prosternados en los templos cubiertos por el tupido velo
de la fe religiosa que les oculta al mundo real. Los hipócritas
ambiciosos que les sirven de guía y los indiferentes que sin ser
católicos se han unido oficialmente a la Iglesia, los que hacen
dinero de la fe; esos son mucho más peligrosos que los cristianos.
Por un fenómeno, al parecer
contradictorio, el ejército clerical se hace cada vez más numeroso
conforme la creencia se desvanece, debido a que las fuerzas enemigas
se agrupan por ambas partes; la Iglesia reúne tras sí todos sus
cómplices naturales, de los cuales ha hecho esclavos adiestrados
para el mando, reyes, militares, funcionarios de toda especie,
volterianos arrepentidos y hasta padres de familia que quieren criar
hijos modositos, graciosos, cultos, elegantes, si bien guardándose
con extrema prudencia de cuanto pudiera parecer un pensamiento.
«¿Qué dice usted? -no
dejará de exclamar alguno de esos políticos a quienes apasiona la
lucha actual con las congregaciones y el ‘bloc’ republicano,
especie de fusión del Parlamento francés-. ¿No sabe usted que el
Estado y la Iglesia han roto por completo sus relaciones, que los
crucifijos y los corazones de Jesús y María se quitarán de las
escuelas para ser sustituidos por bellos retratos del presidente de
la República? ¿No sabe usted que los niños serán en adelante
preservados escrupulosamente de las antiguas supersticiones, y que
los maestros laicos les darán una educación basada en la ciencia,
libre de toda mentira, y se mostrarán siempre respetuosos de la
humana libertad?».
¡Ah!. Demasiado sabemos que
en las alturas surgen diferencias entre los detentadores del poder;
sabemos que no están de acuerdo acerca del reparto de las prebendas
y el casual; sabemos que la antigua querella de las investiduras se
continúa de siglo en siglo entre el Papa y los Estados laicos. Pero
todo eso no impide que las dos categorías de dominadores, los
religiosos y los políticos, se hallen en el fondo de acuerdo, aún
en sus recíprocas excomuniones, y que comprendan de igual modo su
misión divina con respecto al pueblo gobernado; unos y otros quieren
someter por los mismos medios, dando a la infancia idéntica
enseñanza, la de la obediencia.
En
La anarquía y la iglesia, de Élisée Reclus.
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