¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 9 de marzo de 2017

Los filósofos.

Lo que nos mueve a dirigir a los filósofos, en su conjunto, una mirada en la que sólo se mezclan desconfianza y burla, no es tanto descubrir en todo momento qué inocentes son, cuántas veces y con qué facilidad se engañan y se extravían; en suma, cuánta puerilidad, cuánto infantilismo muestran, sino ver con qué falta de sinceridad elevan un concierto unánime de virtuosas y ruidosas protestas tan pronto se toca, por mínimo que sea, el problema de su sinceridad. 

Todos hacen como si hubieran descubierto y conquistado sus propias opiniones mediante el ejercicio espontáneo de una dialéctica pura, fría y divinamente impasible (a diferencia de los místicos de todo tipo, que, más honestos y palurdos, hablan de su «inspiración»), cuando lo que defienden por razones inventadas a posteriori es las más de las veces una afirmación arbitraria, un antojo, una «intuición» y, con mayor frecuencia aún, un deseo muy preciado pero depurado y cuidadosamente pasado por el tamiz. Son todos, mal que les pese, los abogados y a menudo hasta los astutos defensores de sus prejuicios, que ellos llaman «verdades».
En Más allá del bien y del mal, de Friedrich Nietzsche.


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