En
la visión foucaultiana de la autoconstitución -una cuestión que
ocupa un lugar central en su obra de la década de 1980-, un régimen
de verdad propone los términos que hacen posible el
autorreconocimiento. En cierta medida, esos términos están fuera
del sujeto, pero también se los presenta como las normas disponibles
por medio de las cuales ese reconocimiento de sí mismo puede
producirse, de manera que lo que puedo «ser», de modo muy literal,
esta restringido de antemano por un régimen de verdad que decide
cuales serán las formas de ser reconocibles y no reconocibles.
Aunque
ese régimen decida por anticipado que forma puede tomar el
reconocimiento, no limita totalmente esa forma. En rigor, «decida»
quizá sea una palabra demasiado fuerte, pues el régimen de verdad
ofrece un marco para la escena del reconocimiento, al bosquejar la
figura que deberá tener quién sea sujeto de tal reconocimiento y
proponer normas accesibles para el acto correspondiente. A juicio de
Foucault, siempre hay una relación con ese régimen, una suerte de
autoconstrucción que se da en el contexto de las normas en cuestión
y elabora, específicamente, una respuesta compatible con esas normas
al interrogante sobre quien será el «yo» en relación con ellas. En
ese sentido, las normas no nos deciden de una manera determinista,
aunque sí proporcionan el marco y el punto de referencia para
cualquier conjunto de decisiones que tomemos a continuación. Esto no
significa que un régimen de verdad dado fije un marco invariable
para el reconocimiento: solo quiere decir que este se produce en
relación con ese marco, y también
que en conexión con el se cuestionan y transforman las normas que
gobiernan el reconocimiento.
Sin
embargo, el argumento de Foucault afirma no solo que siempre hay una
relación con esas normas, sino que cualquier relación con el
regimén de verdad será a la vez una relación conmigo misma. Sin
esa dimensión reflexiva no hay crítica posible. Poner en cuestión
un regimén de verdad, cuando este gobierna la subjetivación, es
poner en cuestión mi propia verdad y, en sustancia, cuestionar mi
aptitud de decir la verdad sobre mí, de dar cuenta de mi persona.
Así,
si cuestiono el régimen de verdad, también cuestiono el régimen a
través del cual se asignan el ser y mi propio estatus ontológico.
La crítica no se dirige meramente a una practica social dada o un
horizonte de inteligibilidad determinado dentro del cual aparecen las
practicas y las instituciones: también implica que yo misma quede en
entredicho para mi.
Según
Foucault, el autocuestionamiento se convierte en una consecuencia
ética de la crítica, tal como sostiene con claridad en «¿Qué es
la crítica?». También resulta que un autocuestionamiento de este
tipo implica ponerse uno mismo en riesgo, hacer peligrar la
posibilidad misma de ser reconocido por otros; en efecto: cuestionar
las normas de reconocimiento que gobiernan lo que yo podría ser,
preguntar qué excluyen, qué podrían verse obligadas a admitir, es,
en relación con el régimen vigente, correr el riesgo de no ser
reconocible como sujeto o, al menos, suscitar la oportunidad de
preguntar quién es (o puede ser) uno, y si es o no reconocible.
Estos
interrogantes suponen, por lo menos, dos tipos de indagación para
una filosofía ética. En primer lugar, ¿cuales son esas normas a
las que se entrega mi propio ser, que tienen el poder de establecerme
o, por cierto, desestablecerme como un sujeto reconocible? Segundo,
¿donde esta y quien es el otro? ¿puede la idea del otro englobar el
marco de referencia y el horizonte normativo que confieren y
sostienen el potencial de convertirme en un sujeto reconocible?
Parece justo culpar a Foucault por no dar explícitamente mayor
cabida al otro en su consideracion de la ética.
Tal
vez esto se deba a que la escena diádica del yo y el otro no puede
describir en forma adecuada el funcionamiento social de la
normatividad que condiciona tanto la produccion del sujeto como el
intercambio intersubjetivo. Si llegamos a la conclusión de que el
hecho de que Foucault no piense al otro es decisivo, probablemente
hayamos pasado por alto que el ser mismo del yo depende no solo de la
existencia de ese otro en su singularidad (como sostendría Levinas),
sino también de la dimensión social de la normatividad que rige la
escena del reconocimiento. Esa dimensión social de la normatividad
precede a cualquier intercambio diádico y lo condiciona, aun cuando
parece que tomamos contacto con la esfera de la normatividad
justamente en el contexto de tales intercambios inmediatos.
Las
normas mediante las cuales reconozco al otro e incluso a mí misma no
son exclusivamente mías. Actúan en la medida en que son sociales, y
exceden todo intercambio diádico condicionado por ellas. Su
socialidad, sin embargo, no puede entenderse como una totalidad
estructuralista ni como una invariabilidad trascendental o cuasi
trascendental. Algunos podrían sostener, sin duda, que para que el
reconocimiento sea posible ya deben existir las normas, y con toda
seguridad hay algo de verdad en ese argumento. También es cierto que
determinadas prácticas de reconocimiento y hasta algunas fallas que
las afectan marcan un ámbito de ruptura dentro del horizonte de
normatividad, y exigen de manera implícita el establecimiento de
nuevas normas, lo cual entraña un cuestionamiento del caracter dado
del horizonte normativo prevaleciente. El horizonte normativo dentro
del cual veo al otro, o, en rigor, el otro ve, escucha, conoce y
reconoce, también esta sometido a una apertura crítica.
Sera
inútil, por lo tanto, disolver la noción del otro en la socialidad
de las normas y afirmar que el otro esta implícitamente presente en
las normas a través de las cuales se otorga el reconocimiento. A
veces, la irreconocibilidad misma del otro provoca una crísis en las
normas que gobiernan el reconocimiento. Si y cuando, en un esfuerzo
por conferir o recibir un reconocimiento que una y otra vez es
rehusado, pongo en cuestión el horizonte normativo dentro del cual
tiene lugar tal reconocimiento, ese cuestionamiento forma parte del
deseo de reconocimiento, deseo que no puede hallar satisfacción y
cuya insatisfacibilidad establece un punto crítico de partida para
la interrogación de las normas disponibles.
En
opinión de Foucault, esta apertura cuestiona los límites de los
regímenes de verdad establecidos, y, en este punto, poner en riesgo
al yo se convierte, afirma, en un signo de virtud. Lo que no dice es
que el cuestionamiento del régimen de verdad mediante el cual se
establece mi propia verdad es motivado, en ocasiones, por el deseo de
reconocer a otro o ser reconocido por él. La imposibilidad de
hacerlo dentro de las normas de que dispongo me fuerza a adoptar una
relación crítica con ellas. Para Foucault, el régimen de verdad se
cuestiona porque «yo» no puedo reconocerme o no me reconoceré en
los términos que tengo a mi alcance. En un intento de eludir o
superar los términos por cuyo intermedio se produce la
subjetivación, hago mía la lucha con las normas. El interrogante
foucaultiano sigue siendo, en efecto: «¿Quién puedo ser, dado el
régimen de verdad que determina cuál es mi ontología?». Foucault
no pregunta «¿Quién eres tú?», ni rastrea la posible manera de
elaborar una perspectiva crítica sobre las normas a partir de una u
otra de estas dos preguntas.
Antes
de considerar las consecuencias de esa oclusión, querría sugerir
una cuestión final en relación con Foucault, aunque volveré a él
más adelante. Al plantear la pregunta ética «¿Cómo debería yo
tratar a otro?», quedo atrapada de inmediato en un reino de
normatividad social, dado que el otro solo se me aparece, solo
funciona como otro para mí, si existe un marco dentro del cual puedo
verlo y aprehenderlo en su separatividad y su exterioridad. Por
tanto, aunque pueda estimar que la relación ética es diádica e
incluso presocial, quedo encerrada no solo en la esfera de la
normatividad, sino en la problematica del poder, cuando planteo la
pregunta ética en su llaneza y su simplicidad: «¿Cómo debería
tratarte?». Si el «yo» y el «tú» deben surgir primero, y si es
necesario un marco normativo para ese surgimiento y ese encuentro,
las normas actúan no solo para dirigir mi conducta, sino para
condicionar la posible aparición de un encuentro entre el otro y yo.
La
perspectiva de primera persona adoptada por la pregunta ética, así
como la apelación directa a un «tú», quedan desorientadas debido
a la dependencia fundamental de la esfera ética respecto de lo
social. Sea o no singular, el otro es reconocido y confiere
reconocimiento a través de un conjunto de normas que rigen la
reconocibilidad. Asi, mientras el otro puede ser singular, si no
radicalmente personal, las normas son hasta cierto punto impersonales
e indiferentes, e introducen una desorientación de la perspectiva
del sujeto en medio del reconocimiento en cuanto encuentro. Si
considero que te otorgo reconocimiento, por ejemplo, tomo en serio el
hecho de que ese reconocimiento procede de mí. Pero ni bien advierto
que los términos utilizados para otorgarlo no me pertenecen en
exclusividad, que no los he ideado o forjado a solas, quedo, por asi
decirlo, despojada por el lenguaje que ofrezco. En cierto sentido, me
someto a una norma de reconocimiento cuando te ofrezco mi
reconocimiento, lo cual significa que el «yo» no lo ofrece a partir
de sus recursos privados. En rigor, parece que el «yo» queda sujeto
a la norma en el momento de hacer ese ofrecimiento, de modo que se
convierte en un instrumento de la agencia de esa norma. Por eso, el
«yo» parece invariablemente usado por la norma en la medida en que
trata de usarla. Aunque yo creía tener una relación «contigo»,
resulta que estoy atrapada en una lucha con las normas. Pero, ¿podría
ser también cierto que no estaría enredada en esa lucha si no fuera
por un deseo de otorgarte reconocimiento? ¿Cómo entendemos ese
deseo?
En
Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad,
de Judith Butler.
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