—La
imitación es la ley del mundo actual. Sus conexiones se vuelven de
una riqueza excesiva. Todos los pueblos se imitan. Las capitales no
difieren entre sí más que por los restos del pasado... Y existe
además una potencia invencible que actúa, y actuará más y más,
en ese mismo sentido.
—¿
Y qué?
—La
disciplina mental positiva, impresa en las mentes por el uso o el
abuso de las aplicaciones de las ciencias.
—Siempre
ha existido una disciplina mental aplicada a la inmensa mayoría de
las mentes.
—Sí.
Ha existido una disciplina... mística o metafísica, pero inculcada.
Temo que la nuestra, la positiva, la justificada llegue a menguar en
las cabezas la cantidad de... Bien Soberano...
—¿Qué
está diciendo?
—Sí.
La cantidad... o mejor el grado de libertad de la mente, que el Bien
Soberano.
—Confieso
que no le sigo. Me habría parecido, por el contrario...
—Sí...
Uno puede deshacerse de una autoridad de origen externo, desanudar
todos los nudos, dar un tijeretazo a los hilos extraños. La defensa
es posible... Pero es casi imposible deshacerse de los hábitos de la
mente que están reforzados por la experiencia tanto como puede
estarlo el pensamiento, y que justifica la crítica con tanta
frecuencia como se aplique a controlarlos. La potencia de lo moderno
se basa en «la objetividad». Pero cuando se mira más de cerca, se
encuentra que es... la objetividad misma la que es potente, y no el
hombre mismo. Si se convierte en el instrumento —esclavo— de
aquello que ha hallado o forjado: una manera de ver.
—Un
método... Pero, ¿y si esta manera es la buena? ¿Y si es el umbral,
el límite, al que han conducido y debían conducir siglos de
tanteos?
—Seguramente...
Pero, ¡cuidado con el automatismo!
—¿Cómo?...
Usted persigue a los loros, empuja a la precisión y después
¡chaquetea!
—No.
Por lo demás, no existe una mente que esté de acuerdo consigo
misma. Dejaría de ser una mente. Pero atienda un momento. Permíta
que me extravíe en la maraña de la moral.
—¡Vamos!
Señor...
—Suponga
que, por una autoridad cualquiera...
—Como
todas las autoridades.
—Se
haya establecido un código moral, una tabla de valores morales; se
hayan definido nítidamente el bien y el mal; todos los actos
imaginables afectados de coeficientes éticos, positivos o
negativos...
—O
nulos... Pero todo eso existe...
—Más
o menos. Suponga ahora que por un procedimiento igualmente
cualquiera, sugestión todopoderosa, pediatría, pedagogía, tan
eficaz como la nuestra lo es poco —y que sea a la nuestra lo que
nuestros medios materiales son a los de las tribus más bárbaras—,
hayamos logrado hacer el acto bueno completamente reflejo, y casi
irresistible; el acto malo, excesivamente penoso, doloroso, incluso
de imaginar...
—¿Y
después?
—¿Después?...
En primer lugar, desaparece el mérito ¿no?... El bien no costaría
nada. El mal, por el contrario, resultaría carísimo...
—Todo
marcharía a pedir de boca.
—Pero
los moralistas se desesperarían...
—No
le veo inconveniente... ¿Y por qué?... Llegarían al colmo del
placer... No más pecados, no más faltas, no más crímenes...
—Pero
qué va... lo que a ellos les gusta no es el bien... sino la pena que
uno se inflige para hacer el bien.
—Pero,
¡son unos sádicos!
—Son
«deportistas». Les gusta el esfuerzo por el esfuerzo. La virtud es
fuerza. Toda fuerza contraría alguna fuerza. Si yo evito el mal...
lo mismo que mi mano evita algo que quema, si la ocasión de hacer el
bien actúa en mí como lo hace sobre las glándulas salivales...
—Las
tripas...
—Horror...
No, ¡algún hermoso fruto!... Entonces la conducta humana...
—El
comportamiento.
—Esa
palabra me enerva... Inútil y reciente.
—¡Fobia!...
Es excelente.
—Resumiendo,
digo que la conducta humana, reducida de este modo a un
automatismo... virtuoso, ya no ofrece nada interesante.
En
La idea fija, de Paul Valéry.
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