¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 17 de marzo de 2017

El gesto brutal del pintor.

¿Qué nos queda una vez que hemos bajado hasta ahí? El rostro; el rostro que encierra «ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto» que es el «yo» infinitamente frágil, estremeciéndose en un cuerpo; el rostro sobre el que fijo mi mirada con el fin de encontrar en él una razón para vivir ese «accidente desprovisto de sentido» que es la vida.

Los mejores comentarios de la obra de Bacon los ha hecho el propio Bacon en dos conversaciones: con Sylvester en 1976 y con Archimbaud en 1992. En los dos casos, habla con admiración de Picasso, pero muy especialmente de su período entre 1926 y 1932, el único del que se siente realmente próximo; ve abrirse en él un terreno que «no ha sido explorado: una forma orgánica que se refiere a la imagen humana pero del que es la total distorsión». Con esta fórmula de una gran precisión él define el terreno que, en realidad, él ha sido el único en explorar.


Con excepción de este corto período mencionado por Bacon, podría decirse que, en Picasso, el gesto leve del pintor transforma motivos del cuerpo humano en realidad pictórica bidimensional y autónoma. En Bacon nos encontramos en otro mundo: la euforia lúdica picassiana (o matissiana) queda en él relegada por un asombro (cuando no un impacto) ante lo que somos, lo que somos materialmente, físicamente.

Movida por ese asombro, la mano del pintor (por retomar las palabras de mi antiguo texto) se posa con un «gesto brutal» sobre un cuerpo, sobre un rostro, «con la esperanza de encontrar, en él o detrás de él, algo que se ha escondido allí». Pero ¿qué es lo que se esconde allí? ¿Su «yo»? Todos los retratos que han sido jamás pintados quieren desvelar el «yo» del modelo. Pero Bacon vive en la época en la que el «yo» fatalmente se esquiva. 


En efecto, nuestra más trivial experiencia personal nos enseña (sobre todo si la vida detrás de nosotros se prolonga demasiado) que los rostros son lamentablemente parecidos (incrementando aún más esa sensación la insensata avalancha demográfica), que se dejan confundir, que se diferencian el uno del otro por muy poca cosa, algo apenas perceptible, que, matemáticamente, muchas veces no representa, en la disposición de las proporciones, sino unos milímetros de diferencia. Añadamos a eso nuestra experiencia histórica que nos ha hecho comprender que los hombres actúan imitándose unos a otros, que sus actitudes son estadísticamente calculables, sus opiniones manipulables, y que, por tanto, el hombre es más un elemento de una masa que un individuo.

En ese momento de las dudas es cuando la mano violadora del pintor se posa con un «gesto brutal» sobre el rostro de sus modelos para encontrar, en algún lugar en la profundidad, su «yo» enterrado. Lo nuevo en esa búsqueda baconiana es, primero (evoquemos su fórmula), el carácter «orgánico» de esas formas «en total distorsión».

Lo cual quiere decir que las formas en sus cuadros quieren parecerse a los seres vivos, recordar su existencia corporal, su carne, y así conservar siempre su carácter tridimensional. Lo nuevo es, segundo, el principio de las variaciones. Edmund Husserl ha explicado la importancia de las variaciones para la búsqueda de la esencia de un fenómeno. Lo diré a mi manera, más simple: las variaciones difieren una de otra, pero conservan a la vez un algo que es común a ellas; ese algo común es «ese tesoro, esa pepita de oro, ese diamante oculto», o sea, la esencia buscada de un tema, o, en el caso de Bacon, el «yo» de un rostro.


Miro los retratos de Bacon y me sorprende que, pese a su «distorsión», se parezcan todos a su modelo. Pero ¿cómo puede parecerse una imagen a un modelo del que es, conscientemente, programáticamente, una distorsión? Sin embargo, se le parece; lo prueban las fotos de las personas retratadas; e incluso si no conociera esas fotos es evidente que en todos los ciclos, en todos los trípticos, las diferentes deformaciones del rostro se parecen, que se reconoce en ellas a una única y misma persona. Si bien «en distorsión», esos retratos son fieles. De ahí mi sensación de un milagro.
En El gesto brutal del pintor, de Milan Kundera.


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