Entonces,
¿este siglo XVIII no es otra cosa que deísta, enemigo de los ateos,
conservador, burgués y monárquico? ¿O tiene también un puñado de
filósofos menos recomendables? En efecto, en el reverso de la postal
de la historiografía dominante encontramos, afortunadamente,
pensadores condenables que, aunque confusamente, celebran la
voluptuosidad sin culpabilidad, anuncian la muerte de Dios, profesan
la colectivización de las tierras, llaman a estrangular a los
aristócratas con las tripas de los curas, alaban las orgías
filosóficas y las bacanales de la carne, incitan a filosofar
a favor de los pobres y el pueblo, creen en la posibilidad de
cambiar el mundo, enseñan una moral eudemonista, cuando no
hedonista, y confían en la justicia de los hombres.
A
éstos es a quienes llamo ultras de las Luces, pues encarnan un
pensamiento radical. Pero ¿qué es un pensamiento radical? Retomemos
ingenuamente la definición que dio Marx en la Contribución a la
critica de la filosofía del derecho de Hegel: ser radical es
coger las cosas por la raíz. ¿Dónde están las raíces? En el
llamado Siglo de Voltaire son muchas, pero las principales parecen
ser el cristianismo y la monarquía.
En
realidad, los ultras constituyen un paisaje intelectual y filosófico
nuevo. Cada uno representa un fragmento de este nuevo mundo, o dos, o
tres, e incluso más en el caso de Jean Meslier, en quien están
todos comprendidos. En esta época marcadamente telúrica,
caracterizada por una formidable tectónica de placas, emergen cuatro
continentes radicalmente nuevos: el ateísmo, el materialismo,
el hedonismo y la revolución. Sin duda, hay
precedentes en la historia de las ideas; estas fuerzas ideales no
surgen de la nada, pero su modernidad se expresa aquí por primera
vez.
Uno:
el ateísmo. Los ultras no se proponen perfeccionar los nombres de
Dios; no discuten sutilezas acerca del Dios de los filósofos y sus
diferencias respecto del de Abraham, Isaac y Jacob; no se afanan por
comparar los méritos respectivos del deísmo y el teísmo; no
revisten al anciano barbudo del Decálogo con el hábito del Ser
Supremo; no se limitan, como hace Kant en La religión dentro de
los límites de la mera razón, a dar una versión mejorada del
viejo catecismo cristiano, vagamente trascendentalizado, pero
en realidad reciclado con el vocabulario de la corporación
filosófica; ni apelan tampoco a una religión natural.
Los
ultras se expresan con toda claridad: ¿la religión? Una
superstición. ¿Dios? Una ficción. ¿El cristianismo? Una fábula.
El uso correcto de la razón permite deconstruir el cristianismo y
sus correlatos ideológicos: la falta, la culpabilidad, el odio a las
mujeres, el cuerpo, los deseos, los placeres y la carne, el desprecio
por este mundo, la exaltación del más allá y la pulsión de
muerte. Advenimiento de la inmanencia radical. El mundo no
depende de una Providencia divina, sino de una combinación de causas
reductibles a procesos materiales.
De donde: Dos:
el materialismo. En el mundo real todo se reduce a la mecánica de
las partículas. La época inventa un materialismo francés original
y autónomo respecto de la física democritea o epicúrea. Hay menos
interés por Lucrecio y su De la naturaleza de las cosas que
por la observación científica del mundo. La Enciclopedia enumera
y detalla los saberes -química, geología, botánica, medicina,
cosmografía, mineralogía, zoología, hidrografía, óptica, etc.-
pertenecientes a la ciencia de la naturaleza, taller de este nuevo
método que vuelve radicalmente la espalda a la metafísica en una
especie de anticipo del positivismo.
En
consecuencia, para los ultras, el libre albedrío se convierte en lo
que realmente es: una ficción. No es asombroso que Kant, paradigma
de cristiano vestido de filósofo, haga de la libertad -¡con Dios y
la inmortalidad del alma!- uno de sus tres postulados de la razón
pura práctica. El cristianismo necesita postular la libertad del
hombre para justificar su mitología del pecado original, del que
derivan su escatología, su doctrina de la falta y el castigo, la
culpabilidad y la redención. ¿La responsabilidad? Una ficción más.
¿Cómo se podría ser responsable de lo que uno no puede no ser,
puesto que la necesidad material lo gobierna todo, el universo y el
individuo? Advenimiento de un mundo más allá de la moral, contra
una moral más allá del mundo. La naturaleza debe proporcionar el
modelo que hay que seguir.
De donde: Tres:
el hedonismo. Puesto que la ley no es obra de Dios, sino que todo
obedece a la naturaleza, tratemos de aprender de ella, mirémosla,
examinémosla y tomemos nota de qué nos dice para gobernarnos bien.
Lo muestran los animales y también los niños: el placer y el dolor
son los movimientos naturales conductores de nuestra acción. Por
tanto, orientémonos por esa brújula e intentemos querer lo que nos
apetece: amemos el placer al que tendemos y detestemos el sufrimiento
del que nos alejamos naturalmente.
El
ideal ascético cristiano es una locura. ¿Cómo se puede querer lo
que nos destruye y rechazar lo que nos da placer? Los ultras celebran
el cuerpo real, uno y carnal, contra el cuerpo esquizofrénico de
Platón. Reivindican los deseos, las pasiones, los placeres, las
pulsiones, la voluptuosidad, la alegría, la felicidad. El cuerpo
convertido en máquina -ya no abismo- se alimenta de energía
jubilosa: démosela sin complejos. Del goce moderado de un Meslier a
la disolución generalizada de un Sade pasando por el elegante uso de
la voluptuosidad en Helvecio, la gama es extensa. Advenimiento de una
moral de la felicidad aquí y ahora.
De donde: Cuatro:
la revolución. La revolución está contenida ya en lo que antecede:
la negación de Dios y el mundo inmanente, la negación de las
ideas puras a favor de un mundo material, la negación del
ideal ascético en beneficio de un mundo hedonista. He aquí
materia suficiente para revoluciones auténticas y sustanciales,
revoluciones ontológicas, intelectuales, ideológicas, filosóficas.
Pero
queda otro mundo por revolucionar; el de la política, por un mundo
justo. La época es feudal, monárquica, católica. Un buen
número de filósofos llama a la tolerancia, al liberalismo, a la
libertad, es cierto, pero se alinean, ¡y de qué manera!, bajo la
bandera de reyes, poderosos, aristócratas -muy a menudo sus
protectores-, cuando no de tal o cual déspota pretendidamente
ilustrado. Este pequeño mundo en busca de prebendas y de pensiones
reales defiende la propiedad privada, la libertad de comercio, el
poder de la gente de sangre regia. Apenas se preocupa por la miseria,
que en esa época está muy generalizada.
Salvo
algunos. Meslier, otra vez Meslier, inventa la propiedad colectiva de
los bienes y las tierras, confía en la llegada del municipalismo y
desea su internacionalización. Otros proponen el comunismo, otra
distribución de la riqueza. Por ejemplo, Morelly, en su Código
de la naturaleza (1755). De la misma manera, Sade, más conocido
por su impactante literatura que por sus propuestas políticas
utópicas del Reino de Butua y de la Isla de Tamoé en Aliñe y
Valcour, ofrece una comunidad alternativa. La inmanencia, la
tierra, este mundo: ateísmo; la materia, la ciencia, el mundo
sensible, el universo visible: materialismo; la felicidad, la
voluptuosidad, el placer, el cuerpo, la carne: hedonismo; el
bien público, el municipalismo, el comunismo, el socialismo:
revolución.
Estos
son los materiales con los que los ultras de las Luces construyen su
edificio. ¿Los nombres de estos protagonistas? Jean Meslier, cura
ateo y anarquista; La Mettrie, médico filósofo, partidario trágico
del arte de gozar; Helvecio, recaudador de impuestos apasionado por
la justicia social; D’Holbach, barón materialista defensor de una
etocracia; Sade, marqués disoluto. Un quinteto infernal para
ideas que huelen tremendamente a azufre...
En
Contrahistoria de la filosofía IV. Los ultras de las Luces,
de Michel Onfray.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario