¿Qué
otra cosa es Facebook, si no el estímulo, el soporte aberrante ideal
de un yo obligado a trasmitirse, pero despojado brutalmente de toda
posibilidad estructural de decir? La invitación a decir, la
obligación de decir: qué estoy pensando, qué me gusta, a qué
causas adhiero, qué música oigo, a quién admiro. Cuelgo
fotografías de las inolvidables vacaciones del 2010, pongo un
videoclip de una música que me identifica y que espero que contagie
su maravilla a toda la comunidad como un maná, posteo una frase
ingeniosa o profundísima, o escribo: «estoy cocinando una tarta de
zucchinis y la magia del aroma llena mi casa».
Es
desesperante: no puedo parar de aludirme, pues el mundo no puede
parar de aludirme. Es lo que llamo trasmisión, forma superior de la
comunicación. La diferencia entre ambas es que mientras la
comunicación es un mar imaginario y anónimo (asubjetivo) de
discursos, enunciados y gestos, la trasmisión centra esa
constelación dispersa en la forma absurda y monumental de un
narcisismo elemental y primitivo: un sujeto sin posición estructural
de sujeto pero incapaz de dejar de hablar de sí mismo a través de
todo, o de dejarse hablar por todo.
Narcisismo
ciego, prehistérico, en una estructura peligrosamente similar a la
paranoia. Imaginemos un piropeador que sigue a una muchacha. De
entrada le dice cierta encantadora frase anibalesca: «tu ruta es mi
ruta». Ella responde: «no: mi ruta es para allá y la tuya es para
el lado contrario». Él dice: «ah, mirá: querés que te siga
entonces...». Ella se enoja: «no: quiero que te vayas y que me
dejes en paz». Y él: «se ve que te han dicho que a mí me encantan
las mujeres cuando se ponen difíciles y agresivas». Etcétera. Para
él ella no habla, aunque hable: todo lo que ella dice lo alude, es
traído a una escena que lo planta y lo confirma a él en su lugar
absoluto. Él escucha su propio mensaje como si tirara una pelota
contra un frontón.
Se
quiebra la relación de reciprocidad sujeto-sujeto: él es un sujeto
monumental porque ella no es un sujeto. Podríamos pensar que el
silencio o la indiferencia de ella podrían haber sido una mejor
estrategia contra esta embestida paranoide, pero seguramente ese
silencio revertiría en un signo de oblicua aceptación, provocación,
etc. Y en un caso extremo, la propia indiferencia significaría algo,
es decir, no se trata solo de la voluntad de ella de adoptar un aire
indiferente para ocultar algo, sino que la propia insignificante
indiferencia se pone a significar. Es el caso de la frase de
Nietzsche en Ecce homo: «La desproporción entre la grandeza de mi
tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se hace evidente en el
hecho de que no me han visto, ni me han notado siquiera». Ya es la
propia indiferencia (inmotivada) del otro lo que lo alude y lo
verifica: ya no hay escape.
Pues
parte del problema es que el coro siempre responde «y a mí qué me
interesa», y lo hace de la forma más amarga: la de no responder
nada. Pues el silencio indiferente de la masa, que a diferencia de la
reacción todavía mantiene un efecto doloroso, lleva al sujeto que
trasmite (llamémoslo broadcaster, para distinguirlo del sujeto
clásico) a doblar la apuesta: sus mensajes deben ser cada vez más
audaces, más provocativos, más escandalosos. Pero finalmente, la
escena registrada, correlato necesario de la escena mostrada, resulta
siempre trivial: es eso que no tiene lugar, es ese evento singular
puro que no puede ser pensado porque simplemente es objeto de una
mostración. Como en los realities, como en Gran Hermano, que en un
principio pueden capturar el morbo de la masa porque parecen prometer
la gran escena prohibida (la desnudez, la relación sexual, la
violencia, la sangre) y solo se estiran indefinidamente en la
cotidianidad más banal de broadcasters participantes que hablan
boludeces, juegan al futbolito, se cortan las uñas de los pies,
pican una cebolla. Finalmente, de ocurrir la escena prohibida,
entendemos que nada la diferencia de la insignificancia radical de
cualquier otra escena. Y el coro sigue repitiendo: y a mí qué me
interesa.
Cada
vez más. Me grabo teniendo relaciones sexuales con mi pareja,
muestro cómo maltratamos a un animal con mis amigos, me hago
fotografiar por mis camaradas humillando a un prisionero de guerra,
filmo con el celular el momento en que mis colegas violan a un
nativo, registro todo el itinerario que estalla en una masacre en un
college.
Se
notará que casi todos los ejemplos son plurales, hablan menos de un
yo que de un nosotros. Es que los medios y la opinión pública
prefieren creer y hacer creer que los broadcasters (que hemos
definido como sujetos sin lugar estructural) son formaciones
solitarias o individuales: anomalías, eventualmente espectaculares,
psicóticas o paranoicas, peligrosas, dañinas y hasta letales, pero
encapsuladas como fenómenos psiquiátricos, separadas del resto de
lo social por la línea de lo irracional absoluto (la locura, el
mal).
Es claro que esto no es así. Rara vez aparecen solos, siempre
son muchos. Por lo regular la locura es grupal, colmenar, comunitaria
o de manada: son conexiones horizontales que deliran y trasmiten en
bloque. Son sujetos colmenares unidos por una singularidad exclusiva
y excluyeme, marcas asignificantes para todo el mundo pero que no
pueden dejar de ser trasmitidas, coreadas, gritadas y, llegado el
caso, sostenidas con orgullo.
Si
lenguaje es algo del orden de la inscripción pública, cierta
exigencia social de verdad vinculada a la organización y al
significado, podemos llamar dialecto a la lengua que cohesiona a la
colmena y al grupo horizontal de pertenencia. El dialecto es siempre
más nítido que el lenguaje. El dialecto es siempre como una marca
física, algo del orden de la identidad — en el sentido policíaco
de la palabra (¿la palabra identidad tiene algún otro sentido?)—.
El dialecto es esa fuerza que tiende a hacer que Aristóteles siga
siendo más amigo de Platón que de la Verdad. La Verdad es lo
público y el lenguaje. El dialecto, y la necesidad de forzar al
dialecto a ser público (tarea imposible por definición, ya que lo
público es la superación de lo privado-imaginario-dialectal y no su
prohibición o su silenciamiento), es lo que caracteriza al
broadcaster como un personaje clase B: únicamente capaz de recitar
la insignificancia absoluta de su estribillo imaginario, que es
vivido por él, sin embargo, como una verdad hiperrealista,
definitiva y de clausura.
Un
ejemplo. Los parlamentarios que proclaman orgullosamente ser «hombres
de principios» y no votan la despenalización del aborto por una
cuestión de convicciones personales allí donde se los había
consagrado como representantes de un movimiento, de un partido o de
una Idea siguen e imponen la lógica delirante y autoritaria del
dialecto. El dialecto, precisamente por ser lo que hermana y lo que
liga, por ser algo del orden de la marca, del apego, del paisaje o de
la raigambre, suele asumir formas autoritarias, fóbicas o
protofascistas. Ignoro absolutamente cómo alguien situado fuera del
dialecto no puede entender su verdad definitiva, si para mí (y los
míos) es tan clara: el que está fuera del dialecto es un extranjero
radical, es una entidad incomprensible no prevista por el dialecto.
Esto hace del broadcaster, del personaje clase B, alguien bastante
siniestro, ya que el dialecto, que es precisamente la voz de ese yo
que carece de lugar estructural o de lenguaje, debe ser gritado,
impuesto, cantado, estribillado y hasta celebrado. Pero nunca
pensado.
En
Breve diccionario para tiempos estúpidos, de Sandino Núñez.
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