¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 29 de junio de 2017

Canción de Gautama.

What is identity, and what is difference?
Nagarjuna.
Cada pétalo de la flor
y cada copo de la nieve
giran la rueda de la muerte:
el uno cesa, nace el dos.

El tajo de la cimitarra
que corta el vuelo del cendal
separa en toda realidad
lo que perdura y lo que pasa,

como los ojos y las bocas
al distinguir ya están hilando
su reino de perfiles vanos,
sus parques de fingidas rosas.

Toda caricia es el espejo
que nos propone a tanta imagen,
toda pregunta es el pasaje
de la palabra a otro secreto.

Amor, final melancolía
de parques y terrazas, música
que sólo crece en la renuncia
al beso del sutil flautista.

¿Por qué ceder a tanta réplica,
a tanta estatua de sí mismo,
si en el resumen del camino
lo que se pierde es lo que queda?

El hombre que medita al pie
de un árbol que será su signo
sabe que el paso del mendigo
contiene ya el paso del rey,

y que de tan claro despojo
donde se va anulando el mundo
nace el delirio de ser uno
en plena danza de ser otro.

Por eso, acaso, está la flor
negando al sol en su hermosura,
como en el carro de la luna
el albo auriga niega a Dios.

Por eso acaso la palabra
es el espejo del Espejo,
y el hombre, ese divino sueño,
sube cayendo hacia la nada.
En Salvo el crepúsculo, de Julio Cortázar.

Para dar cuerda al reloj...

Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj.

Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con ancora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te ataras a la muñeca y pasearas contigo. Te regalan –no lo saben, lo terrible es que no lo saben–, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.


Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tu eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.

Instrucciones para dar cuerda al reloj.

Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante.


El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.

En Historias de Cronopios y de Famas, de Julio Cortázar.
  

lunes, 26 de junio de 2017

Salvador Dalí






























Las ruinas circulares.

And if he left off dreaming about you... 
Through the Looking-Glass, VI  

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra. Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendió bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.


El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los labradores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de buen afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueñó como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas licitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba; se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retomó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviara al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó. 


El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehízo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: «Ahora estaré con mi hijo». O, más raramente: «El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy».

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer -y tal vez impaciente-. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje. Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre, ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez, y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Estos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.
En Ficciones, de Jorge Luis Borges.

viernes, 23 de junio de 2017

River

















El Evangelio según Jesucristo.

Con tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza, le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó, podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.


Entonces volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco mujer. María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos, hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres enseñarme tú, Para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca acabaré de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte.

María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio.

La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala.

Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida. Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.


Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió, Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no sólo aquella noche.

En El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago.

martes, 20 de junio de 2017

El tiempo. Una forma a priori de lo vivo.

El tiempo: sin preocuparme por adoptar un enfoque trascendental, al que siempre preferiría sustituir por el enfoque empírico, puedo proponer una definición del tiempo, es verdad, pero ¿para qué? En «Las formas líquidas del tiempo» prefiero partir en busca de un tiempo perdido, el de un champán del año en que nació mi padre, por ejemplo, «1921», a fin de mostrar que nunca hay tiempo perdido. Uno lo cree perdido, pero es posible volver a hallarlo, basta con partir en su busca y saber que uno lo alcanza no tanto de manera cerebral y conceptual como movilizando una inteligencia sensual, una memoria afectiva, una reflexión transversal que convoca las sinestesias y las correspondencias caras a los poetas.

Bergson es magnífico, por supuesto, pero Proust el bergsoniano lo es aún más cuando cuenta de manera novelesca el tiempo perdido y después recobrado antes que disecarlo a la manera de un filósofo institucional. Nunca la filosofía es tan grande como cuando quien la practica no es un profesional de la disciplina. El Bachelard de La intuición del instante es grandioso, por supuesto, pero, en mi opinión, es más grandioso aún el que diserta sobre el tiempo a partir de una poética del granero o de una fenomenología de la bodega, de la vacilación de la llama de una vela o del aroma dominical de un pollo asado.


En «Las Geórgicas del alma» busco el tiempo, no a partir de las definiciones dadas por autores de renombre, sino recordando mi propio descubrimiento de los tiempos, el de la infancia, de los juegos en el bosque, de las cabañas en la espesura, de las caminatas solitarias en el campo, de los paseos por las sendas arboladas bajo la bóveda de camafeos de otoño, de las salpicaduras en el agua del lavadero, de las anguilas jóvenes pescadas con la mano. Tiempo de la adolescencia, también, que permitía a ese joven que era yo devorar libros, tomar lecciones de trabajo observando a mi padre cultivar su huerta. Nunca fue tan bien impartido un curso de metodología sin que nadie en realidad lo impartiera. Las hileras limpias y perfectas, las amelgas claramente dibujadas, el alineamiento de las verduras, las plantas aromáticas en el lugar más conveniente, las flores en el suyo.

El gusto por el trabajo bien hecho me fue transmitido de ese modo. Me ha quedado asociado al sabor intenso de la cebolleta, al de la fresa que un día me transfiguró en sazón (he contado esta experiencia en el prefacio de La razón del gourmet), al perfume embriagador de las clavelinas cuando se apaga el ardiente calor de las tardes de verano, al olor de la tierra cuando se espera la lluvia, al olor a desierto que recobré un día en el Sahara, o después de la tormenta, a aquel aroma de jungla experimentado un día en Brasil. La naturaleza fue para mí la primera cultura y me llevó mucho tiempo distinguir entre la cultura mala, la que nos aleja de la naturaleza, y la buena, aquella que nos acerca a ella.

Son muchos los libros que nos privan del mundo cuando pretenden describírnoslo. Cada uno de los textos fundadores de las tres grandes religiones pretende abolir a los demás para quedar ellos solos. Estos tres relatos generaron una amplia plétora de libros que los comentan, obras igualmente inútiles para comprender lo real. El jardín es una biblioteca, mientras que hay muy pocas bibliotecas que sean jardines. Mirar trabajar a un jardinero día tras día a veces nos enseña mucho más que leer interminables libros de filosofía. El libro solo es bueno cuando uno aprende a prescindir de él, a levantar la cabeza, a apartar la nariz del volumen para mirar el detalle del mundo que no espera sino nuestra atención.

Mi padre, en su jardín, obedecía al ritmo de la naturaleza. Conocía el tiempo genealógico. Vivía sin preocuparse por el tiempo contemporáneo, que es el tiempo de instantes disociados del pasado y del futuro, tiempo muerto que no procede de ningún recuerdo y que no prepara ningún futuro, tiempo nihilista hecho de jirones de momentos arrancados al caos, tiempo reconstruido por las máquinas de producir virtualidad y de presentárnosla como la única realidad, tiempo desmaterializado de las pantallas que sustituyen al mundo, tiempo de las ciudades contra los campos, tiempo sin vida, sin savia, sin sabor... El olvido de aquel tiempo virgiliano es causa y consecuencia del nihilismo de nuestra época. Ignorar los ciclos de la naturaleza, no conocer los movimientos de las estaciones y no vivir sino en el cemento y el asfalto de las ciudades, el acero y el vidrio, no haber visto nunca una pradera, un campo, un bosque, una selva, un monte bajo, una viña, un pastizal, un arroyo, es vivir ya en el nicho de cemento que acogerá un día un cuerpo que no habrá conocido nada del mundo. ¿Cómo hallar entonces el lugar que uno ocupa en el cosmos, en la naturaleza, en la vida, en su vida, si uno vive en un mundo de motores contaminantes, de luces eléctricas, de ondas solapadas, de sistemas de vídeos de vigilancia, de calles alquitranadas, de aceras sembradas de deyecciones de animales? Sin otra relación con el mundo que la de objeto en un mundo de objetos, es imposible salir del nihilismo.

El pueblo gitano, pueblo de la oralidad, de la naturaleza, del silencio, de los ciclos de las estaciones, ese pueblo tiene el sentido del cosmos, al menos para aquellos que aún se resistan a las sirenas de lo que se presenta como la civilización; en otras palabras: el sedentarismo confinado al hormigón. En «Pasado mañana, mañana será ayer», interrogo a ese pueblo que gusta del silencio y de la tribu. Habla a los erizos y los erizos le responden. Los gitanos no tienen el sentido de la condenación cristiana, ignoran el pecado original, por lo tanto no están sometidos a la dictadura del trabajo productivista. Los gitanos viven según el tiempo de los astros y no según el tiempo de los cronómetros. Su vida natural parece un insulto a la vida mutilada de los gadjé, los no gitanos. Porque, fieles a sus tradiciones, quienes se resistieron a la cristianización triunfan como pueblo fósil, son el testimonio vivo de lo que fuimos antes de la sedentarización: personas de viaje, tribus en movimiento, pueblos que toman la ruta en primavera o que se instalan en campamentos para hibernar, muestran que también nosotros, hace miles de años, preferíamos meditar frente a un fuego antes que perder tiempo en los transportes públicos, que queríamos vivir con los animales y comiéndolos para vivir en vez de vivir lejos de los animales a los que sacrificamos industrialmente para comer su carne insípida.

Como la huerta, el campamento gitano en la campiña siempre ha sido para mí una lección de sabiduría. El odio vengativo contra ese pueblo se vindica contra lo que ya no somos y que lamentamos haber perdido: la libertad. La eterna persecución que los acompaña, hasta en las cámaras de gas nazis, nos dice que esto que se presenta como civilización se asemeja con frecuencia a la barbarie, y que lo que los civilizados llaman barbarie es con gran frecuencia una civilización cuyos códigos han perdido, exactamente como hemos perdido los de las ruinas sumerias o acadianas, hititas o nabateas.


En «El plegado de las fuerzas en formas» propongo la hipótesis de que el tiempo no está en ninguna otra parte, sino en cada célula de lo que existe. La estrella colapsada de la que procede todo lo que existe lleva en sí una cadencia: la obsidiana y el helecho, el papilio machaon y el ginkgo, la cresa y el tábano, el león y el cordero, la jirafa y el toro de lidia, o también y mejor aún, el trigo encontrado en las pirámides que puede germinar cuarenta siglos más tarde si dispone de las condiciones para la germinación o las palmeras que solo florecen una vez en la vida, cada ochenta años y luego mueren; pero también, por supuesto, los seres humanos, portadores de un reloj interno de resortes desigualmente tendidos por el cosmos.

Finalmente, en «La construcción de un contratiempo», examino los efectos de la abolición del largo tiempo que rigió desde la Antigüedad romana hasta la invención del motor en el siglo xix: el tiempo del paso de caballo. La aparición de las máquinas de fabricar tiempo virtual (teléfono, radio, televisión, pantallas de vídeo) dio muerte a aquel tiempo cósmico y produjo un tiempo muerto, el de nuestros tiempos nihilistas. Nuestras vidas, congeladas en el instante, están desconectadas de sus lazos con el pasado y con el futuro. Para no ser un punto muerto de nada en la nada, nos hace falta inventar un contratiempo hedonista, a fin de crearnos libertad; dicho de otro modo, lección nietzscheana infiel a Nietzsche, nos hace falta elegir en nuestra vida y para nuestra vida lo que querríamos ver repetirse sin cesar.

El alma humana, que es material, lleva pues en ella la memoria de una duración que se despliega más allá del bien y del mal. La duración vivida no se percibe naturalmente, se mide culturalmente. Nuestro cuerpo la vive sin saberlo; nuestra civilización la mide para enjaularla, para domarla, para domesticarla. La civilización es el arte de transformar en tiempo mensurable, por lo tanto rentable, una duración corporal escrita que da testimonio de la permanencia en nosotros del ritmo cósmico que se nos hace necesario conocer. El tiempo es una fuerza estelar a priori plegada a posteriori en todo lo que ha adquirido forma. Es la velocidad de la materia, y esa velocidad es susceptible de una multiplicidad de variaciones. Esas variaciones definen lo vivo, la vida.

En Cosmos. Una ontología materialista, de Michel Onfray.

lunes, 19 de junio de 2017

Entrevista a Michel Onfray - Fragmento

Usted rescató la experiencia de las universidades populares de fines del siglo XIX de “democratizar la cultura y acercar gratuitamente el saber a la mayor cantidad posible de personas” y creó una en Caen, donde dicta su cátedra “Contrahistoria de la filosofía”. ¿Cómo fue esa experiencia?

La idea de la universidad surgió luego de trabajar veinte años en un secundario técnico. Renuncié a la educación pública en 2002 y creé una Universidad Popular donde, con unos amigos, dábamos clases como voluntarios a gente a la que no le pedíamos nada: ni nombre, ni inscripción, ni una carrera, ni dinero, ni nivel de conocimiento previo. La clase está dividida en dos: una exposición previa de una hora, y una segunda en donde desarrollábamos un comentario del público. No quería ni enseñar lo que todos enseñan ni de la manera en que todos lo hacen. Entonces remonté la historia de la filosofía hasta sus bases y me encontré estupefacto cuando constaté que la historia que se enseña en la escuela o en la universidad está hecha de leyendas. Me propuse entonces romper esa leyenda demostrando los intereses ideológicos a los cuales la filosofía obedeció a lo largo del tiempo, como lo hizo por ejemplo en apoyo de la ideología espiritual cristiana. Propuse una historia de la historia de la filosofía. Creí necesitar tres o cuatro años para publicarla, pero ya van trece y llegará a ocupar once volúmenes.


En el quinto, "El eudemonismo social" (del griego “eudaimonia”: felicidad), afirma que “se ha dicho con frecuencia que en filosofía se retoman los mismos temas desde la más alta Antigüedad y que desde hace veinticinco siglos no ha salido a la luz ninguna cuestión filosófica nueva”. Pero es un aguerrido divulgador. ¿Qué se puede enseñar hoy en filosofía y para qué?

Quizás hoy moderaría un poco mi propósito ya que creo que la realidad se encuentra cada día más modificada bajo los efectos de una ciencia que se ha vuelto loca, desde que ninguna ética ni ninguna moral pueden detener su estampida. Me enteré hace poco leyendo un artículo de que los científicos lograron implantar en el cerebro de ratones recuerdos de cosas que no fueron vividas por los roedores. Por supuesto que el experimento fue realizado con el pretexto de curar enfermedades degenerativas como el Alzheimer, pero hay también un gran mercado de las industrias farmacéuticas atrás de estos estudios. Quien tiene los medios para crear recuerdos ficticios también dispone de los medios para borrar los que sí han sido vividos. Un gran camino se abre para quienes manipulan a los humanos. Lo posthumano comienza a asomarse y el transhumanismo anuncia a partir de ahora cuestiones filosóficas inéditas. No soy optimista con respecto a que la filosofía vaya a sobrevivir... vamos hacia una sociedad de tipo del Egipto antiguo donde había un puñado de escribas y una masa inculta y sumisa a la casta que detentaba el saber. Por el momento el nihilismo es la verdad del mundo, pero no ha llegado aún a su etapa definitiva. Por eso yo propongo, en esta suerte de naufragio de Titanic que estamos presenciando, vivirlo de pie y morir con elegancia. Es lo que hago en la Universidad Popular o en mi Web TV.

El eudemonismo social se centra en esas “experiencias gregarias que buscaban la felicidad grupal del individuo”: el panóptico liberal, el falansterio fourierista o las comunas socialistas y comunistas, entre otros. Usted dice que “estas experiencias políticas de laboratorio enseñan una lección cardinal para nuestros tiempos posmodernos: una microsociedad permite realizar la revolución aquí y ahora y, sobre todo, en un medio hostil”. ¿En dónde vemos esa herencia?

En las microcomunidades construidas y vividas por individuos que buscan ante todo cambiarse a sí mismos y no tanto cambiar el orden del mundo (aunque sabemos que Descartes oponía estos dos objetivos). Personalmente pienso que “cambiarse” es contribuir a cambiar el orden del mundo. Creo en la ejemplaridad. Uno es, para sí, el eje en torno al cual se envuelve la vida de los otros. En este orden de ideas, desde que somos dos, ya nos encontramos ante una comunidad. Por eso la pareja es el primer módulo político, al cual le sigue la familia, sea cual sea su composición. Y las relaciones. Es como esos círculos que se forman cuando tiramos una piedra al agua. Esas comunidades nómadas forman esos círculos que son a su vez penetrados por otros. Todo esto lo cuento en mi libro La escultura de sí. Si somos ya capaces de revolucionar nuestra relación con el otro, entonces estamos contribuyendo a esa revolución, la única que cuenta.

¿Qué rol juegan las revoluciones sociales como la mexicana, la cubana o la experiencia del “socialismo siglo XXI” en el imaginario libertario que relata? ¿Cuál cree que es la causa del divorcio intelectual e ideológico que hoy existe entre Francia y América Latina, y la Argentina en particular?

Afortunadamente acabo de conocer en una conferencia en México a John Halloway, de quien leí hace diez años su libro Cambiar el mundo sin tomar el poder. Una lección mucho más interesante que la del socialismo armado que hizo correr sangre. Fui una sola vez a la Argentina, hace diez años, y me encantó, y me llamó la atención su francofilia. En ese momento tuve también vergüenza de que nosotros los franceses no estamos a la altura de la atención que ustedes nos dedican. Francia se convirtió en un país pequeño, estrecho y plegado sobre sí mismo, sin visión y sin altura, un país gobernado por enanos que no tienen noción alguna de la historia y que nos hacen pasar vergüenza ante el resto del mundo. Ya ni siquiera traducimos a los filósofos actuales. Cuando volví aquella vez propuse traducir y hacer una antología de filósofos argentinos... A mi editor no le interesó. Desde entonces la situación ha empeorado... el dinero hace la ley y no hay el más mínimo deseo de abrirse culturalmente al mundo.

Su libro Decadencia, de Jesús a Bin Laden, vida y muerte de Occidente ha tenido mucha repercusión. Pese a que se ha escrito mucho sobre eso, ¿por qué esta vez sería la definitiva?

¡Es que ya comenzó en 1417 con el descubrimiento del manuscrito de Tito Lucrecio Caro Sobre la naturaleza de las cosas! Ese libro, materialista, atomista, sensualista, empírico, ateo si lo miramos desde el cristianismo, ha sido una formidable caja de herramientas para luchar contra la visión del mundo cristiano. Siempre que el cristianismo estuvo minado en la historia de Occidente, siempre hubo algún discípulo de Lucrecio: el Renacimiento con Erasmo y Montaigne, los libertinos y el iluminismo del siglo XVII, el socialismo del XIX con el marxismo, el psicoanálisis (no sólo la fórmula freudiana), el existencialismo sartreano, la deconstrucción francesa. Todo eso, ayudado por la vanguardia estética del nihilismo, del futurismo, del dadaísmo, etc., precipitó lo que quedaba aún en pie. Esos pensamientos generaron efectos en la historia como el bolchevismo soviético, la respuesta del nacionalsocialismo, el imperio marxista leninista o los fascismos europeos que llevaron desgraciadamente lejos al nihilismo y a la negatividad. Veo difícil que Occidente se recupere del descubrimiento de los campos de la muerte nazis. ¿Qué espiritualidad será lo suficientemente fuerte como para poder digerir ese infierno?


En Decadencia usted también pone como principio del fin de Occidente su silencio en torno a la fatwa contra el escritor Salman Rushdie, decretada por Jomeini en 1989. Tras los atentados recientes que han sufrido Francia y Europa, ¿cuáles serían las rupturas y las continuidades que plantean estos hechos distanciados por 27 años?

La condena a Rushdie es un punto de ruptura ya que la caída del shah de Irán en 1979 (deseada por los Estados Unidos y sus aliados) y su reemplazo por la revolución islámica del ayatollah Jomeini (que volvió a Teherán desde su exilio en Francia) cambió todo el panorama mundial. El islam laico de Irak, de Libia, de Túnez, de Marruecos o de Argelia pasó a un segundo plano con el Islam teocrático iraní. El ayatollah alcanzó su deseo de hacer escuchar una voz antiamericana y antisionista a nivel planetario. Y Occidente no vio venir nada de eso, incluso colaboró para que así fuera. ¡Pienso incluso en el rol de Michel Foucault con sus elogios a esa revolución bajo el pretexto de que ella aseguraría el retorno de lo espiritual a la política! Cuando Irán condenó a muerte a un escritor británico de origen indio, un europeo digamos, sólo por haber escrito una novela, una ficción, Occidente se encontró desamparado ante esta vuelta de su tradicional relación conflictiva con el Islam. Desgraciadamente los Estados Unidos, junto con Francia, han llevado una política agresiva contra varios países musulmanes. Guerras que han costado la vida de cuatro millones de musulmanes. Nos encontramos presos en un engranaje y sin otra respuesta que una agresión militar inútil para detener el fuego del terrorismo, que ataca donde y cuando quiere. Occidente se encuentra en una mala situación y no veo cómo podrá salir de esta trampa.

1917-2017, ¿cien años de qué? ¿Una fecha a celebrar o la Revolución Rusa debe ser considerada como otro más de esos “momentos de negatividad necesarios para tener luego más positividad”?

Cien años de mitología de la alegría de los pueblos, de la realización de la humanidad, del triunfo del proletariado, de la creación de un hombre nuevo, de lucha contra la explotación capitalista, de la abolición de la alienación y, al final de cuentas, cien millones de muertos. Una cifra que es bastante más elevada de la que produjeron los fascismos de extrema derecha, pero que lo políticamente correcto prohíbe decir. El anarquista ruso Voline había dicho tempranamente en su libro La revolución desconocida que la revolución bolchevique fue un golpe de Estado y que Lenin no aseguraría el poder a la autogestión de los soviets sino a la del partido, a su partido, a golpes de asesinatos y gulags. Cuando los marinos del Cronstadt demandan que todo vuelva a los soviets en 1921, Lenin, ya asociado al Ejército Rojo de Trotski, ordena abrir fuego contra ellos... El libertario que soy es antimarxista, antileninista y anti marxista leninista. Más aún, veo en esa falsa revolución así como en el totalitarismo nazi una verdadera dictadura, la firma de Tánatos. Por eso consagro mi vida a la lucha contra toda tanatofilia. Ese es el sentido de mi hedonismo.
En Revista Ñ, 26 de mayo de 2017.

viernes, 16 de junio de 2017

Una filosofía de la transgresión

Su influencia fue evidente en pensadores como Michel Foucault, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, entre otros. Y hoy, en Roberto Esposito y Giorgio Agamben. La vida de Georges Bataille es una gran parábola de la filosofía francesa del siglo XX. Es la historia de cómo la mayor forma de racionalidad debe, necesariamente, perderse o borrarse para alcanzar su mejor forma. De alguna manera, el programa filosófico de Bataille es el muestrario de la apertura de la razón hacia la constatación de nuestra animalidad, para terminar, en definitiva, en la condición de posibilidad de una biopolítica contemporánea. Suerte de monstruo filosofal, Bataille mereció en vida la adjetivación tanto de Martin Heidegger como de Jean-Paul Sartre. Fue el pensador alemán quien lo calificó como la “mejor cabeza pensante de Francia”. Sartre, por su parte, le dedicó un violento artículo donde su mirada despectiva le colocaba el mote de “nuevo místico”.

Ex seminarista, pornógrafo, comunista revolucionario, bebedor, orgiasta, cercano al círculo surrealista, bibliotecario, místico, ateo (convertido), nietzscheano de izquierdas –en la tradición de Palante a Foucault–, pueden ser descripciones atinadas de la vida o las vidas de Georges Bataille. En este sentido, quizás el mayor logro de su trabajo intelectual haya sido la libertad absoluta para pensar y escribir. Su trabajo en la Biblioteca Nacional de París y en la Municipal de Orléans le otorgaron el espacio para el desarrollo de un proyecto filosófico al margen de la academia y los académicos. Nietzscheano y marxista en forma simultánea, veía en el dionisismo de Nietzsche y en la revolución marxista dos formas que quebrantarían lo que tanto lo obsesionaba: la homogeneidad fascista y productivista. 


Artista maldito y revolucionario, Bataille hizo de su vida la consumación de un espectáculo de consecuencia con su pensamiento. Filósofo total, la provocación pero también la inteligencia del exceso le dieron peso propio. Quizá podamos ver a Bataille como un Nietzsche francés. Encarnación de la recepción del pensamiento del filósofo alemán en Francia, en gran medida es su responsabilidad que el nietzscheanismo haya prosperado y mutado en diferentes generaciones de pensadores franceses de la mejor manera. De alguna forma, si Heidegger fue “el” filósofo del siglo XX, del cual se embebieron gran parte de los filósofos de la Europa continental, Bataille fue a todas luces el filósofo francés más importante de la primera mitad del siglo XX. La influencia del pensamiento batailleano es evidente y contundente al repasar algunos nombres tocados por su fibra: Michel Foucault, Maurice Blanchot, Gilles Deleuze, Jacques Derrida, Philippe Sollers, Pierre Klossowski, Emmanuel Levinas, el grupo Tel Quel, Michel Leiris, Jean-Luc Nancy, Roberto Esposito o Giorgio Agamben. Las esquirlas de su visión de mundo y sus categorías fueron extraordinariamente resistentes y adaptativas al mundo contemporáneo. A diferencia de Sartre, cuya filosofía, es evidente, padeció de una obsolescencia notable, el pensamiento de Bataille resulta más vigente que nunca de cara al siglo XXI, mientras que la facciosidad de Sartre lo deja absolutamente a contrapelo.

El Yo caído. La vasta y diversa obra de Bataille incluye ensayos, novelas, relatos, poemas y centenares de artículos en revistas. En este aspecto, existen dos cuestiones dignas de remarcarse: la diversidad de registros de su escritura (que, como veremos, responden a un proyecto estético e intelectual), y lo que Foucault llamará “el desenganche del Yo”. Ambas operaciones parten de la misma lógica conceptual. Veamos: la tradición de la ipseidad (el privilegio yoico) de la filosofía moderna –particularmente, francesa con el gesto subjetivante del cogito cartesiano– resulta quebrada por el pensamiento múltiple y acéfalo de Bataille. De Descartes a Sartre, la filosofía francesa pareció moverse en la preeminencia de una subjetividad totalizadora que daba sentido al mundo moderno. Esta significación, con Bataille, se rompe para siempre: de allí su impronta.

Quizá quien mejor plantee la operación de la filosofía de Bataille en el plano escriturario sea Michel Foucault, en el Prefacio a la transgresión:

El desmoronamiento de la subjetividad filosófica, su disposición en el interior del lenguaje que la desposee, pero que la multiplica en el espacio de su cavidad, es probablemente una de las estructuras fundamentales del pensamiento contemporáneo. No se trata aquí todavía de un final de la filosofía. Más bien del final del filósofo como forma soberana y primera del lenguaje filosófico. Y tal vez a todos los que se esfuerzan por mantener la unidad de la función gramatical del filósofo –el precio de la coherencia, de la existencia misma del lenguaje filosófico– se les podría oponer la ejemplar empresa de Bataille, que no ha dejado de romper en él, y con encarnizamiento, la soberanía del sujeto filosofante (...) la obra de Bataille lo muestra mucho más cerca, en un perpetuo tránsito a niveles diferentes del habla, a través de un desenganche sistemático en relación con el Yo que acaba de tomar la palabra, listo ya para desplegarla e instalarse en ella”.

Efectivamente, es este espacio de soberanía y de privilegio del Yo, cogito o subjetividad –en tanto fundamento–, lo que se abre a partir de la obra de Bataille. A través de las experiencias del erotismo, la mística y el arte, ese yo cerrado sobre sí, discontinuo y estructurante de un discurso filosófico, así como de una figura de filósofo soberano, se resquebraja, se contamina, se abre; consigue, en cierto modo, una continuidad (trágica).

La obra de Bataille, en este aspecto, revela una coherencia en lo múltiple: desde La experiencia interior (1943) y La parte maldita (1949) a El erotismo (1951) y su continuación en Las lágrimas de Eros (1961), su pensamiento revela esta tensión y esta búsqueda de sobrepasar el límite, de transgredir “la soledad del sujeto”. En las páginas finales de El erotismo aparece de modo tan bello como crudo y ferozmente lúcido lo que tal vez Bataille nunca haya dicho de mejor manera: “¿Qué sería de nosotros sin el lenguaje? Nos hizo ser lo que somos. Sólo él revela, en el límite, el momento soberano en que ya no rige. Pero al final el que habla confiesa su impotencia. El lenguaje no se da independientemente del juego de la prohibición y la transgresión. Por eso la filosofía, para poder resolver, en la medida de lo posible, el conjunto de los problemas, tiene que retomarlos a partir de un análisis histórico de la prohibición y la transgresión. A través de la contestación, basada en la crítica de los orígenes, es como la filosofía, volviéndose trasgresión de la filosofía, accede a la cima del ser”.

Esta búsqueda de transgresión del límite existencial es lo que también aparece en sus novelas publicadas bajo los seudónimos de Lord Auch o Pierre Angélique. Será entonces que en primer plano se da este juego de velos y desvelos tan propio de la experiencia erótica (o pornográfica) y la mística. Tanto El ano solar (1927), como Historia del ojo (1928), Madame Edwarda (1940) o El Abad C resultan cabales ejemplos de este desarrollo. Aparece entonces lo que Maurice Blanchot llamará la “experiencia de la escritura”. La ontología de la literatura de Blanchot se hermana con la literatura de Bataille en el marco de un pensamiento donde la relación con la otredad resulta central. El pensamiento sobre lo otro absoluto tiene en Bataille un representante de nota. En la tradición literaria francesa, de Mallarmé a Blanchot, la narrativa de Bataille cierra una estética de la experiencia, del derroche, el don y el sacrificio. Intimamente ligados, filosofía y literatura, ensayos y novelas se dan como una escritura común, donde los conceptos o personajes terminan decantando en la misma exigencia; exigencia de un mundo que se ofrece, precisamente, como lo otro absoluto. Y la literatura, en este sentido, debe acceder a su desciframiento. Es en el comienzo de La experiencia interior que Bataille lo explicita: “Este mundo se le da al hombre como un enigma a resolver. Toda mi vida (...) se me ha pasado en resolver el enigma”. El Bataille filósofo y el Bataille literato, de esta manera, es el mismo. Fernando Savater, en el prólogo a La experiencia interior, habla de los múltiples Bataille. Pero es una multiplicidad común. Nuevamente, la heterogeneidad y la acefalía. El sacrificio y el don. El derroche. Todos los Bataille son el mismo Bataille.


Del gasto como concepto liberador. Los conceptos que emplea o genera Bataille tienen un centro unificador o común que se apoya en la trascendencia de la no utilidad. En los diferentes artículos citos en La conjuración sagrada aparece la importancia del gasto improductivo como forma de “resistencia” o desarrollo de una vida libre y heterogénea. Las diferentes esferas que provienen del gasto improductivo, según Bataille, serían: el lujo, los duelos, las guerras, los cultos, el arte, el sexo perverso (sin la función reproductiva), los espectáculos, los juegos (lo lúdico), lo suntuario en general. Aquello que repose en la inutilidad, por fuera de la matriz productiva útil, será lo reivindicado por Bataille. Su sociología –plasmada en los pocos números de la revista Acéphale– tiene en Nietzsche, Marx y Sade tres fuentes que le resultan propicias para ver lo excrementicio social, aquello que es descartado por su carencia de productividad. En cierto modo, lo marginal, lo alternativo, lo anormal, lo anómalo es donde pone el foco nuestro pensador. Elementos, por cierto, que Foucault considerará centrales en sus análisis posteriores. Su peculiar sociología heterogénea y acéfala le permitirá esta mirada revulsiva y plenamente actual.

Bataille descubrirá en Marx y Nietzsche lo dos antídotos o piedras de toque para la reconversión de lo que consideraba los grandes males de la sociedad moderna: el individualismo posesivo y el nacionalismo militarista. El artista soberano y la sociedad común le devolverían al hombre, de acuerdo a Bataille, lo que le correspondía por derecho propio (su libertad) y que el esquema teocrático continuado por la matriz productiva le habría arrebatado.

Erotismo, religión y arte, entonces, se revelan como las formas providenciales a través de las cuales la transgresión se hace manifiesta y el gasto improductivo se vislumbra. En definitiva: retorno y conciencia de nuestra animalidad perdida. Mística, erotismo y arte nos retrotraen a la conjura de una sociedad trágica (en torno a un mito). De esta manera, una sociedad heterogénea (y acéfala), según Bataille, sólo se podría unificar de forma comunista y estética en torno a la tragedia. En contraposición a la sociedad fascista, universal y homogénea consustanciada en torno a un líder (Mussolini, Hitler). Este ditirambo dionisíaco se plasma en lo orgiástico que logra romper la falta de continuidad existencial. El hombre que trabaja (de modo enfermizo) para “olvidar” su condición mortal y trágica emerge por medio de las manifestaciones del gasto improductivo (erotismo, mística, arte) permitiendo “la continuidad del ser temporaria” y concluyendo, entonces, en la liberación de la enajenación productivista a la que lo lleva la sociedad fascista.

El 10 de septiembre de 1897 nacía Georges Bataille en Billom. Murió el 9 de julio de 1962. Era el menor de dos hermanos, con un padre alcohólico, ciego y sifilítico. Y una familia que vivía en permanente conflicto y padecimiento. En el 2001 el filósofo Bernard Henry-Levy publicó un libro vindicativo de Jean-Paul Sartre que tituló El siglo de Sartre. Allí defendía la tesis de que Sartre había sido “el filósofo francés del siglo XX”, viendo en su figura al mismo siglo encarnado. Algo así como una suerte de Voltaire de los tiempos modernos. Bataille, figura en algunos aspectos secreta, oscura y revulsiva, denostada por el propio Sartre, sin embargo, termina siendo una más cabal y cercana encarnación del siglo XX. Más lúcida y potente. Más atinada y feroz, así como polémica y dolorosa. Pero también vigente. Referencia ineludible para las filosofías de Giorgio Agamben y Roberto Esposito, Bataille parece ser la punta del iceberg de la biopolítica contemporánea. Tal vez sea ya el momento de decir, sin excusas, que el siglo XX fue el siglo de Bataille: ahí están sus textos para probarlo.