¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 5 de junio de 2017

El tiempo se detiene

Horacio di Chiano no se mueve. Está tendido de boca, los brazos flexionados a los flancos, las manos apoyadas en el suelo a la altura de los hombros. Por un milagro no se le han roto los anteojos que lleva puestos. Ha oído todo –los tiros, los gritos– y ya no piensa. Su cuerpo es territorio del miedo que le penetra hasta los huesos: todos los tejidos saturados de miedo, en cada célula la gota pesada del miedo.

No moverse. En estas dos palabras se condensa cuanta sabiduría puede atesorar la humanidad. Nada existe fuera de ese instinto ancestral. ¿Cuánto tiempo hace que está así, como muerto? Ya no lo sabe. No lo sabrá nunca. Sólo recuerda que en cierto momento oyó las campanas de una capilla próxima. ¿Seis, siete campanadas? Imposible decirlo. Acaso eran soñados aquellos sones lentos, dulces y tristes que misteriosamente bajaban de las tinieblas. 


A su alrededor se dilatan infinitamente los ecos de la espantosa carnicería, las corridas de los prisioneros y los vigilantes, las detonaciones que enloquecen el aire y reverberan en los montes y caseríos más cercanos, el gorgoteo de los moribundos. Por fin, silencio. Luego el rugido de un motor. La camioneta se pone en marcha. Se para. Un tiro. Silencio otra vez. Torna a zumbar el motor en una minuciosa pesadilla de marchas y contramarchas.

Don Horacio comprende, en un destello de lucidez. El tiro de gracia. Están recorriendo cuerpo por cuerpo y ultimando a los que dan señales de vida. Y ahora... Sí, ahora le toca a él. La camioneta se acerca. El suelo, bajo los anteojos de don Horacio, desaparece en incandescencias de tiza. Lo están alumbrando, le están apuntando. No los ve, pero sabe que le apuntan a la nuca. Esperan un movimiento. Tal vez ni eso. Tal vez le tiren lo mismo. Tal vez les extrañe justamente que no se mueva. Tal vez descubran lo que es evidente, que no está herido, que de ninguna parte le brota sangre. Una náusea espantosa le surge del estómago. Alcanza a estrangularla en los labios. Quisiera gritar. Una parte de su cuerpo –las muñecas apoyadas como palancas en el suelo, las rodillas, las puntas de los pies– quisiera escapar enloquecida. Otra –la cabeza, la nuca– le repite: no moverse, no respirar. ¿Cómo hace para quedarse quieto, para contener el aliento, para no toser, para no aullar de miedo? Pero no se mueve. El reflector tampoco. Lo custodia, lo vigila, como en un juego de paciencia. Nadie habla en el semicírculo de fusiles que lo rodea. Pero nadie tira. Y así transcurren segundos, minutos, años...

Y el tiro no llega. Cuando oye nuevamente el motor, cuando desaparece la luz, cuando sabe que se alejan, don Horacio empieza a respirar, despacio, despacio, como si estuviera aprendiendo a hacerlo por primera vez.

Más cerca de la ruta pavimentada, Livraga también se ha quedado quieto, pero infortunadamente para él, en una posición distinta. Está caído de espaldas, cara al cielo, con el brazo derecho estirado hacia atrás y la barbilla apoyada en el hombro... Además de oír, él ve mucho de lo que pasa: los fogonazos de los tiros, los vigilantes que corren, la exótica contradanza de la camioneta que ahora retrocede despacio en dirección al camino. Los faros empiezan a virar a la izquierda, hacia donde él está. Cierra los ojos. De pronto siente un irresistible escozor en los párpados, un cosquilleo caliente. Una luz anaranjada en la que bailan fantásticas figuritas violáceas le penetra la cuenca de los ojos. Por un reflejo que no puede impedir, parpadea bajo el chorro vivísimo de luz.

Fulmínea brota la orden:
¡Dale a ése, que todavía respira! Oye tres explosiones a quemarropa. Con la primera brota un surtidor de polvo junto a su cabeza. Luego siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre. Los vigilantes no se agachan para comprobar su muerte. Les basta ver ese rostro partido y ensangrentado. Y se van creyendo que le han dado el tiro de gracia. No saben que ése (y otro que le dio en el brazo) son los primeros balazos que le aciertan. El fúnebre carro de asalto y la camioneta de Rodríguez Moreno se alejan por donde vinieron.
La “Operación Masacre” ha concluido.

En Operación Masacre, de Rodolfo Walsh.

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