¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 23 de junio de 2017

El Evangelio según Jesucristo.

Con tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo, preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta, Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza, le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo, quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas, pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó, podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.


Entonces volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco mujer. María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos, hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres enseñarme tú, Para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca acabaré de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte.

María se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra propicia de un cuarto fresco y limpio.

La cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo, dijo María de Magdala.

Lo secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo, tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa. María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas, tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo, cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró, enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves, y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro, Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba, una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos, iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá quisiese decir que no aprendió a defender la vida. Ahora María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía, pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma, no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella, que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable estremecimiento.


Durante todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro, en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida, ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé, pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió, Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos, pero no sólo aquella noche.

En El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago.

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