Con
tantos movimientos y observaciones, acabó María de Magdala de
vendar el dolorido pie de Jesús, rematando con una sólida y
pertinente atadura, Ya está, dijo ella, Cómo puedo agradecértelo,
preguntó Jesús, y por primera vez sus ojos tocaron los ojos de
ella, negros, brillantes como azabache, de donde fluía, como agua
que sobre agua corriera, una especie de voluptuosa veladura que
alcanzó de lleno el cuerpo secreto de Jesús. La mujer no respondió
de inmediato, lo miraba, a su vez, como valorándolo, comprobando qué
clase de hombre era, que de dineros ya se veía que no andaba bien
provisto el pobre mozo, al fin dijo, Guárdame en tu recuerdo, nada
más, y Jesús, No olvidaré tu bondad, y luego, llenándose de
ánimo, No te olvidaré, Por qué, sonrió la mujer, Porque eres
hermosa, Pues no me conociste en los tiempos de mi belleza, te
conozco en la belleza de ahora. Se apagó la sonrisa de ella, Sabes
quién soy, qué hago, de qué vivo, Lo sé, Sólo tuviste
que mirarme y ya lo supiste todo, No sé nada, Que soy prostituta,
Eso sí lo sé, Que me acuesto con los hombres por dinero, Sí, Eso
es lo que te decía, que lo sabes todo de mí, Sólo sé eso. La
mujer se sentó a su lado, le pasó suavemente la mano por la cabeza,
le tocó la boca con la punta de los dedos, Si quieres agradecérmelo,
quédate este día conmigo, No puedo, Por qué, No tengo con qué
pagarte, Gran novedad esa, No te rías de mí, Tal vez no lo creas,
pero más fácilmente me reiría de un hombre que llevara bien llena
la bolsa, No es sólo cuestión de dinero, Qué es, entonces. Jesús
se calló y volvió la cara hacia el otro lado. Ella no lo ayudó,
podía haberle preguntado, Eres virgen, pero se mantuvo callada, a la
espera. Se hizo un silencio tan denso y profundo que parecía que
sólo los dos corazones sonaban, más fuerte y rápido el de él, el
de ella inquieto con su propia agitación. Jesús dijo, Tus cabellos
son como un rebaño de cabras bajando por las laderas de las montañas
de Galad. La mujer sonrió y permaneció callada. Después Jesús
dijo, Tus ojos son como las fuentes de Hesebon, junto a la puerta de
Bat-Rabin. La mujer sonrió de nuevo, pero no habló.
Entonces
volvió Jesús lentamente el rostro hacia ella y le dijo, No conozco
mujer. María le tomó las manos, Así tenemos que empezar todos,
hombres que no conocían mujer, mujeres que no conocían hombre, un
día el que sabía enseñó, el que no sabía aprendió, Quieres
enseñarme tú, Para que tengas otro motivo de gratitud, Así nunca
acabaré de agradecerte, Y yo nunca acabaré de enseñarte.
María
se levantó, fue a cerrar la puerta del patio, pero primero colgó
cualquier cosa por el lado de fuera, señal que sería de
entendimiento para los clientes que vinieran por ella, de que había
cerrado su puerta porque llegó la hora de cantar, Levántate, viento
del norte, ven tú, viento del mediodía, sopla en mi jardín para
que se dispersen sus aromas, entre mi amado en su jardín y coma de
sus deliciosos frutos. Luego, juntos, Jesús amparado, como antes
hiciera, en el hombro de María, prostituta de Magdala que lo curó y
lo va a recibir en su cama, entraron en la casa, en la penumbra
propicia de un cuarto fresco y limpio.
La
cama no es aquella rústica estera tendida en el suelo, con un
cobertor pardo encima que Jesús siempre vio en casa de sus padres
mientras allí vivió, éste es un verdadero lecho como aquel del que
alguien dijo, Adorné mi cama con cobertores, con colchas bordadas de
lino de Egipto, perfumé mi lecho con mirra, aloes y cinamomo. María
de Magdala llevó a Jesús hasta un lugar junto al horno, donde era
el suelo de ladrillo, y allí, rechazando el auxilio de él, con sus
manos lo desnudó y lavó, a veces tocándole el cuerpo, aquí y
aquí, y aquí, con las puntas de los dedos, besándolo levemente en
el pecho y en los muslos, de un lado y del otro. Estos roces
delicados hacían estremecer a Jesús, las uñas de la mujer le
causaban escalofríos cuando le recorrían la piel, No tengas miedo,
dijo María de Magdala.
Lo
secó y lo llevó de la mano hasta la cama, Acuéstate, vuelvo en
seguida. Hizo correr un paño en una cuerda, nuevos rumores de agua
se oyeron, después una pausa, el aire de repente pareció perfumado
y María de Magdala apareció, desnuda. Desnudo estaba también
Jesús, como ella lo dejó, el muchacho pensó que así era justo,
tapar el cuerpo que ella descubriera habría sido como una ofensa.
María se detuvo al lado de la cama, lo miró con una expresión que
era, al mismo tiempo, ardiente y suave, y dijo, Eres hermoso, pero
para ser perfecto tienes que abrir los ojos. Dudando los abrió
Jesús, e inmediatamente los cerró, deslumbrado, volvió a abrirlos
y en ese instante supo lo que en verdad querían decir aquellas
palabras del rey Salomón, Las curvas de tus caderas son como joyas,
tu ombligo es una copa redondeada llena de vino perfumado, tu vientre
es un monte de trigo cercado de lirios, tus dos senos son como dos
hijos gemelos de una gacela, pero lo supo aún mejor, y
definitivamente, cuando María se acostó a su lado y, tomándole las
manos, acercándoselas, las pasó lentamente por todo su cuerpo,
cabellos y rostro, el cuello, los hombros, los senos, que dulcemente
comprimió, el vientre, el ombligo, el pubis, donde se demoró,
enredando y desenredando los dedos, la redondez de los muslos suaves,
y mientras esto hacía, iba diciendo en voz baja, casi en susurro,
Aprende, aprende mi cuerpo. Jesús miraba sus propias manos, que
María sostenía, y deseaba tenerlas sueltas para que pudieran ir a
buscar, libres, cada una de aquellas partes, pero ella continuaba,
una vez más, otra aún, y decía, Aprende mi cuerpo, aprende mi
cuerpo, Jesús respiraba precipitadamente, pero hubo un momento en
que pareció sofocarse, eso fue cuando las manos de ella, la
izquierda colocada sobre la frente, la derecha en los tobillos,
iniciaron una lenta caricia, una en dirección a la otra, ambas
atraídas hacia el mismo punto central, donde, una vez llegadas, no
se detuvieron más que un instante, para regresar con la misma
lentitud al punto de partida, desde donde iniciaron de nuevo el
movimiento. No has aprendido nada, vete, dijo Pastor, y quizá
quisiese decir que no aprendió a defender la vida. Ahora
María de Magdala le enseñaba, Aprende de mi cuerpo, y repetía,
pero de otra manera, cambiándole una palabra, Aprende tu cuerpo, y
él lo tenía ahí, su cuerpo, tenso, duro, erecto, y sobre él
estaba, desnuda y magnífica, María de Magdala, que decía, Calma,
no te preocupes, no te muevas, déjame a mí, entonces sintió que
una parte de su cuerpo, esa, se había hundido en el cuerpo de ella,
que un anillo de fuego lo envolvía, yendo y viniendo, que un
estremecimiento lo sacudía por dentro, como un pez agitándose, y
que de súbito se escapaba gritando, imposible, no puede ser, los
peces no gritan, él, sí, era él quien gritaba, al mismo tiempo que
María, gimiendo, dejaba caer su cuerpo sobre el de él, yendo a
beberle en la boca el grito, en un ávido y ansioso beso que
desencadenó en el cuerpo de Jesús un segundo e interminable
estremecimiento.
Durante
todo el día nadie llamó a la puerta de María de Magdala. Durante
todo el día, María de Magdala sirvió y enseñó al muchacho de
Nazaret que, sin conocerla ni para bien ni para mal, llegó hasta su
puerta pidiéndole que lo aliviara de los dolores y curase de las
llagas que, pero eso no lo sabía ella, nacieron de otro encuentro,
en el desierto, con Dios. Dios le dijo a Jesús, A partir de hoy me
perteneces por la sangre, el Demonio, si lo era, lo despreció, No
aprendiste nada, vete, y María de Magdala, con los senos cubiertos
de sudor, el pelo suelto que parecía echar humo, la boca túmida,
ojos como de agua negra, No te unirás a mí por lo que te enseñé,
pero quédate esta noche conmigo. Y Jesús, sobre ella, respondió,
Lo que me enseñas no es prisión, es libertad. Durmieron juntos,
pero no sólo aquella noche.
En
El Evangelio según Jesucristo, de José Saramago.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario