Incluso
en la reproducción mejor acabada falta algo: el aquí y ahora de la
obra de arte, su existencia irrepetible en el lugar en que se
encuentra. En dicha existencia singular, y en ninguna otra cosa, se
realizó la historia a la que ha estado sometida en el curso de su
perduración. También cuentan las alteraciones que haya padecido en
su estructura física a lo largo del tiempo, así como sus eventuales
cambios de propietario.2 No podemos seguir el
rastro de las primeras más que por medio de análisis físicos o
químicos impracticables sobre una reproducción; el de los segundos
es tema de una tradición cuya búsqueda ha de partir del lugar de
origen de la obra.
El
aquí y ahora del original constituye el concepto de su autenticidad.
Los análisis químicos de la pátina de un bronce favorecerán que
se fije si es auténtico; correspondientemente, la comprobación de
que un determinado manuscrito medieval procede de un archivo del
siglo XV favorecerá la fijación de su autenticidad. El ámbito
entero de la autenticidad se sustrae a la reproductibilidad técnica
—y desde luego que no sólo a la técnica—3.
Cara a la reproducción manual, que normalmente es catalogada como
falsificación, lo auténtico conserva su autoridad plena, mientras
que no ocurre lo mismo cara a la reproducción técnica. La razón es
doble. En primer lugar, la reproducción técnica se acredita como
más independiente que la manual respecto del original. En la
fotografía; por ejemplo, pueden resaltar aspectos del original
accesibles únicamente a una lente manejada a propio antojo con el
fin de seleccionar diversos puntos de vista, inaccesibles en cambio
para el ojo humano. O con ayuda de ciertos procedimientos, como la
ampliación o el retardador, retendrá imágenes que se le escapan
sin más a la óptica humana. Además, puede poner la copia del
original en situaciones inasequibles para éste. Sobre todo le
posibilita salir al encuentro de su destinatario, ya sea en forma de
fotografía o en la de disco gramofónico. La catedral deja su
emplazamiento para encontrar acogida en el estudio de un aficionado
al arte; la obra coral, que fue ejecutada en una sala o al aire
libre, puede escucharse en una habitación.
Las
circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una
obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de ésta, pero en
cualquier caso deprecian su aquí y ahora. Aunque en modo alguno
valga ésto sólo para una obra artística, sino que parejamente vale
también, por ejemplo, para un paisaje que en el cine transcurre ante
el espectador. Sin embargo, el proceso aqueja en el objeto de arte
una médula sensibilísima que ningún objeto natural posee en grado
tan vulnerable. Se trata de su autenticidad.
La autenticidad de una cosa
es la cifra de todo lo que desde el origen puede transmitirse en
ella desde su duración material hasta su testificación histórica.
Como esta última se funda en la primera, que a su vez se le escapa
al hombre en la reproducción, por eso se tambalea en ésta la
testificación histórica de la cosa. Claro que sólo ella; pero lo
que se tambalea de tal suerte es su propia autoridad.4
Resumiendo
todas estas deficiencias en el concepto de aura, podremos decir: en
la época de la reproducción técnica
de la obra de arte lo
que se atrofia es el aura
de ésta. El proceso es sintomático; su significación señala
por encima del ámbito artístico. Conforme a una formulación
general: la técnica reproductiva desvincula lo reproducido del
ámbito de la tradición. Al multiplicar las reproducciones pone su
presencia masiva en el lugar de una presencia irrepetible. Y confiere
actualidad a lo reproducido al permitirle salir, desde su situación
respectiva, al encuentro de cada destinatario. Ambos procesos
conducen a una fuerte conmoción de lo transmitido, a una conmoción
de la tradición, que es el reverso de la actual crisis y de la
renovación de la humanidad. Están además en estrecha relación con
los movimientos de masas de nuestros días. Su agente más poderoso
es el cine. La importancia social de éste no es imaginable incluso
en su forma más positiva, y precisamente en ella, sin este otro lado
suyo destructivo, catártico: la liquidación del valor de la
tradición en la herencia cultural. Este fenómeno es sobre todo
perceptible en las grandes películas históricas. Es éste un
terreno en el que constantemente toma posiciones. Y cuando Abel Gance
proclamó con entusiasmo en 1927: «Shakespeare, Rembrandt,
Beethoven, harán cine... Todas las leyendas, toda la mitología y
todos los mitos, todos los fundadores de religiones y todas las
religiones incluso... esperan su resurrección luminosa, y los héroes
se apelotonan, para entrar, ante nuestras puertas»5,
nos estaba invitando, sin saberlo, a una liquidación general.
4
La representación de Fausto más provinciana y pobretona
aventajará siempre a una película sobre la misma obra, porque en
cualquier caso le hace la competencia ideal al estreno en Weimar.
Toda la sustancia tradicional que nos recuerdan las candilejas (que
en Mefistófeles se esconde Johann Heinrich Merck, un amigo de
juventud de Goethe, y otras cosas parecidas), resulta inútil en la
pantalla.
5
ABEL GANCE, «Le temps de l'image est venu» (L'art
cinématographique, II), París, 1927.* El Wiener Génesis es
una glosa poética del Génesis bíblico, compuesta por un monje
austríaco hacia 1070 (N. del T.).
En
La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica,
de Walter Benjamin.
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