El cine
nació en el mercado, para el mercado. Desde su origen, el cine fue
concebido para hacer dinero. Esa marca pecaminosa es lo que lo
distingue de otras artes. Los medios técnicos con que se realiza lo
ligaron de facto, en maridaje a corporaciones y empresarios.
En un
segundo momento, el cine fue asimilado también como un vehículo de
comunicación ideocrática. Su condición de espectáculo de masas lo
ubicó de modo natural como portador de mensajes mayor o menormente
evidentes de la política.
Como
descendiente de la cultura de occidente, el cine se plegó desde sus
primeros pasos a las formas de producción y comercio que en buena
medida lo gestaron y que las sociedades modernas tienen por más
propias: las formas industriales. Su adscripción plena a los
mecanismos de la industria apuntaló la aparición de patronazgos
privados y estatales que dictaron las reglas del juego
cinematográfico.
Toda
experiencia fílmica profunda del pasado o del presente ha vivido al
acoso de estas reglas, que convirtieron al cine en un objeto obligado
a la rentabilidad económica y/o ideológica, por tanto,
necesariamente accesible al "gran público". Este acceso
tuvo que garantizarse, en cierta medida, reproduciendo en la
estructura cinematográfica modelos narrativos probados, provenientes
en algunos casos del siglo XIX, que hicieron posible el alcance
masivo. A través de estereotipos y arquetipos ha circulado gran
parte del discurso cinematográfico, tradicionalmente autoafirmativo
de los valores morales, psicológicos y culturales del poder. Con una
gama inmensa pero previsible de matices ideológicos y formales,
oscilando dentro de los límites de la linealidad del relato
convencional. De
quienes no cumplieron con la cuota económica o política, da cuenta
una enorme lista de autores y gente de cine de primer orden, a la que
Hollywood, RKO o Mosfilm pasaron la factura. Obras mutiladas,
proyectos frustrados, filmes suspendidos, muertes políticas,
carreras segadas, conforman varios de los parajes de la historia
cinematográfica.
Sin
embargo, no han sido pocos aquellos cineastas que se han ocupado en
buscar, en construir, dentro y fuera de los canales predominantes, un
lenguaje específico para el cine. Estos intentos, generalmente, han
encontrado resistencia a lo largo del ciclo constitutivo del cine,
que más allá de esos diligentes esfuerzos, se suscribe a una
abrumadora realidad: ser presa cautiva de la lógica de producción.
La obra
de Andréi Tarkovski es una presencia tensa frente a la parafernalia
comercial y burocrática que rodea al cine, un caso de lúcida
intransigencia moral y estética.
Concebido
casi místicamente como un devoto oficio, el cine tarkovskiano
reintegra al mundo de lo sagrado, aquello que persiste tras la
desolación y el horror cotidianos. Cine incompatible con designios y
corrientes. Ni funcionarios ni colegas se lo perdonaron: Tarkovski
sólo dirigió siete películas en un extenso periodo de 25 años.
Guerassimov,
Bondarchiuk, Naumov, Chujrai y otros corifeos del Hermano Mayor
limitan, hasta donde es posible, la producción y distribución de su
obra; su trabajo es acusado de hermético, antisocialista,
vanguardista, elitista. Hoy,
vistas con el tiempo, esas acusaciones se han convertido casi en un
homenaje.
Andréi Tarkovski nace en 1932 en el pequeño poblado rural ruso de
Savrashye; hijo de Maya Vishniakova, correctora de galeras en una
imprenta y del poeta Arseni Tarkovski, quienes se separan siendo
Andrei un niño. Crece en el campo apegado a tres mujeres, su abuela,
su madre y su hermana. Realiza durante su adolescencia estudios de
pintura y música, seguramente importantes en su formación. Hacia
1954 inicia sus estudios de cine en la escuela oficial de cine de
Moscú, la VGIK, donde es alumno de Mijail Romm, gran conocedor del
proceso fílmico, quien le aporta el dominio de los recursos técnicos
del cine. Tarkovski adquiere un sólido respeto por el oficio.
De la
estancia en la VGIK, resultan sus dos primeras obras. En 1959 realiza
un trabajo escolar, el cortometraje Hoy no hay recreo y en
1960 filma su tesis, un mediometraje de 52 minutos, con el titulo El
violín y la compresora, donde muestra ya un estilo inquietante.
A partir de ahí, Tarkovski dirigirá entre 1962 y 1979 cinco
películas en la Unión Soviética, una en Italia (Nostalgia)
en 1982, y su último filme en Suecia {Sacrificio) entre 1985
y 1986.
La
hostilidad hacia su cine no es gratuita, en él convergen voces,
imágenes, pensamientos que nadie se atreve a convocar, y que en su
interior encuentran una armoniosa promiscuidad: el misticismo
paneslavista, la iconografía religiosa, la sensualidad pagana, la
sabiduría trágica, cierta sabiduría romántica. Nietzsche,
Cervantes, Bruegel, Leonardo, Bach, Pergolese, algo de Dovjenko. La
propuesta de Tarkovski es inasible, inclasificable. Representa, en
todo caso, un complejo viaje a la naturaleza de la imagen y el
sonido, a lo que el cine tiene de específico, y por tanto, de
irreductible; un juego hierofánico para atrapar al tiempo y
devolverlo en imágenes insólitas: el despertar en un bosque
arcaico; el agua que invade todo, techos trasminados por su presencia
ubicua y animada la cálida luz del verano sobre el campo; paisajes
tensos cargados de pasiones, de pacíficas y absolutas plenitudes, de
soledades; sueños que se rompen y nos llevan a la oscuridad de otro
sueño; patrias nebulosas habitadas por el silencio.
Se trata
de una obra concebida de un modo apasionadamente personal, de la que
resulta sumamente difícil encontrar referencias en el ámbito
cinematográfico, acaso algunos asideros se localicen en la poesía y
la música.
Es un
cine que repele tanto los esquemas comerciales como los
requerimientos burocráticos. Tarkovski sitúa su obra dentro del
alma rusa, en una suerte de intimidad secular, lejos del mundo
moderno. Para Tarkovski la sede de la creación artística es un
espacio ritual en el que participan las voces de la identidad, el
recuerdo, la patria-apatriedad y la naturaleza, asumida como una
dimensión dramática en la que el bosque, el agua, la luz, la nieve,
la noche, son formas vivas.
Pero
también su trabajo enfrenta algunos dogmas canónicos. Tarkovski
mantuvo una olímpica indiferencia por el montaje einsensteniano, al
que consideró maniqueista, ya que de acuerdo con un principio
dialéctico, aceptado por la totalidad de la academia soviética, el
impacto generado por dos secuencias, debe dar como resultado una
tercera, un tercer sentido explícito y evidente, que sirve de
resolución a una escena. Así se desenvuelve el cine eisensteniano.
Para Tarkovski este llevar de la mano al espectador, dirigirlo a
conclusiones visuales e ideológicas, representa cancelar el
pensamiento, negar la posibilidad de crear sensaciones abiertas. Su
propuesta es radical: una película debe ser emocional y no racional.
Tarkovski
compara una película con un río. El montaje debe tener una
naturaleza espontánea. El paso de un plano a otro por el montaje no
debe ser un medio para obligar al espectador a tener una visión más
o menos veloz de los acontecimientos. Aumentar el ritmo no significa
acortar las secuencias, porque el despliegue, la movilidad de los
acontecimientos mismos puede acelerarse y crear un ritmo nuevo, del
mismo modo que un plano general puede dar cuenta de un detalle, según
se filme. Lo que obligue a un cineasta a pasar de un plano a otro no
debe ser el deseo de ver las cosas más lejos o cerca. Tarkovski
rechaza la concepción que ve en el montaje el arte del cine, porque
no da a la película la posibilidad de permanecer más allá de la
pantalla, no permite al espectador conectar su experiencia personal
con lo que ve ante sí. El cine de montaje pone ante el espectador
acertijos, lo fuerza a descifrar símbolos, a complacerse con
alegorías recurriendo a su intelecto. Pero lamentablemente, cada uno
de esos acertijos posee su solución formulada previamente con
precisión. Este tipo de cine es un ataque contra el espectador, le
impone su propia actitud frente a los acontecimientos.
En el
cine de Tarkovski el plano aislado no tiene sentido, por deslumbrante
que sea, sino como parte de una totalidad. Sus películas son como
una especie de suma de planos donde cada plano es consecuencia del
precedente, digamos que no tiene en el recurso del montaje la
significación de su estructura central. Tal como sucede en la vida,
debe darse a cada quien la posibilidad de interpretar y sentir cada
instante a su manera. Para Tarkovski el cine, el arte verdadero, sale
de los límites del plano y vive en el tiempo, como el tiempo vive en
él. Atendiendo a esa idea, el ritmo de un filme debe componerse por
la tensión temporal dentro de los planos, lo que le convierte en el
elemento constituyente del cine. El ritmo debe crearse de manera
orgánica conforme a la percepción y dimensión del tiempo del
propio autor, desenvolviendo una corriente meramente individual de su
densidad, de su curso.
Ahí no
acaban las divergencias, la expulsión de los mercaderes del templo
es implacable. La obra de Tarkovski es una finísima negación de dos
azotes que petrificaron hasta el último resquicio del cine soviético
durante las últimas décadas: el clasicismo y el formalismo.
Frente
al parco humanismo heroista del realismo socialista, Tarkovski
introduce a personajes ambiguos, figuras polisémicas que potencian
permanentemente su significación. Su cine es un canto a lo que él
llama "el hombre débil": seres que no logran adaptarse de
manera pragmática a la existencia, aquellos que en una actitud
irrealista "se parecen frecuentemente a los niños con gravedad
de adultos". Para Tarkovski esta polivalencia de la figura
cinematográfica corresponde a la imagen de la figura de la vida
misma. Personajes que habitan el mundo de la duda, que viajen
interiormente remitiéndonos a interrogaciones filosóficas
esenciales, en el marco de una unidad temática que es el vaso
comunicante de toda su obra: hombres que tienen algo que vencer,
sostenidos por una idea, buscan compulsivamente la respuesta a una
pregunta, van hasta el final de su búsqueda para comprender la
realidad. Obtienen la mayor comprensión gracias a sus conflictos, a
su experiencia individual.
Otro
elemento paralelo que disloca las convenciones formales es la
persistencia del sueño (filmes invariablemente poblados de imágenes
oníricas) y la discontinuidad del tiempo (reminiscencia del pasado)
incorporando al subjetivismo como un factor que trastoca la
linealidad.
Contra
las concepciones brechtianas de participación-distanciamiento,
Tarkovski propone un cine de participación-contemplación,
entendiendo ese ejercicio como un acto poético profundo, capaz de
transformar la vida de los hombres, subsanando lo que sería el
problema axial del mundo moderno, la desarmonía que existe entre
materialismo y espiritualidad. La mirada pierde la naturaleza neutra
que se le confería.
Frente a
la mirada canina que desea abarcar, dominar y delimitar lo que le
sale al paso, existe otra mirada que celebra y recrea para sí el
mundo sin apropiarlo. Hay en
Tarkovski una delicada filosofía práctica que ve como esencia del
cine la oficiosa tarea de fijar el tiempo, la impresión directa del
tiempo. El tiempo impreso en sus formas, en sus manifestaciones
formales, es la idea fundamental de la cinematografía, del arte
cinematográfico. El tiempo se convierte en una unidad de medida
estética que se puede reproducir al infinito. Baste tomar un bloque
de tiempo que contiene un conjunto desmesurado de hechos. El cineasta
esculpe el tiempo, quita lo accesorio, funda una nueva corporalidad.
El cine
tarkovskiano es un llamado a mirar y penetrar el mundo sobre los
bordes que el pensamiento racional ilustrado ha forjado, sobre el
campo mismo de batalla del nihilismo. Es parte de un pensar sobre la
responsabilidad del artista, la creación y el mundo. Sus
concepciones tienden a trastocar los códigos modernos de las formas
y los géneros. Así, recupera el pasado como una fuente viva en
Andrei Ryblev o La infancia de Iván desmontando los
rutinarios preceptos de una historicidad heroica y epopéyica que
carcomía al cine; en Solaris y Stalker, más que una
reflexión a partir de la ciencia ficción, la apuesta es a
participar en una experiencia abierta que ve en el antropocentrismo,
en la voluntad de dominio, la ruina de la existencia; o el desmontaje
de lo biográfico-lineal a través de ese caleidoscopio-collage
que es El espejo; o el empleo de altos niveles de abstracción
en esos poemas ideográficos sobre la muerte de Dios que son
Nostalgia y Sacrificio, sin que unos y otros problemas
dejen de comunicarse interna y externamente en cada filme.
Hacia
1982 Tarkovski sale de la Unión Soviética, es autorizado para
viajar a Italia, donde realiza Nostalgia. En 1984 hace pública
su decisión de permanecer en occidente. La impresión que causa es
la de alguien extraviado, su personalidad jamás se adaptaría a otro
lugar que no fuera al que pertenecía. Las restricciones a su cine,
con otras vestiduras, probablemente serían las mismas. Ya en
Nostalgia hay una profunda decepción de occidente: "¿Para
qué quieren la libertad? ¿Para comprarse un par de zapatos cada
semana?".
Después
de la filmación de Sacrificio había decidido volver a su
país, buscando el apoyo de la nueva dirigencia del Goskino
(Ministerio del Cine) que parecía traer vientos de cambio.
Tarkovski
no volverá nunca más a Rusia. Durante el invierno de 1986 muere en
París, pero los últimos filmes realizados fuera de su país dan
cuenta de un hombre que vive profundamente el recuerdo de su patria,
esa patria holderliniana construida en la lengua, en el sueño, en
las imágenes imborrables del agua, en la presencia lumínica de los
elementos y los seres extraños, esa patria fundida enigmáticamente
en la identidad.
Extraído
de Andréi Tarkovski: devolver a
la naturaleza sus enigmas,
de Sergio Raúl Arroyo García.
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