¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

viernes, 9 de junio de 2017

Devolver a la naturaleza sus enigmas

El cine nació en el mercado, para el mercado. Desde su origen, el cine fue concebido para hacer dinero. Esa marca pecaminosa es lo que lo distingue de otras artes. Los medios técnicos con que se realiza lo ligaron de facto, en maridaje a corporaciones y empresarios.

En un segundo momento, el cine fue asimilado también como un vehículo de comunicación ideocrática. Su condición de espectáculo de masas lo ubicó de modo natural como portador de mensajes mayor o menormente evidentes de la política.

Como descendiente de la cultura de occidente, el cine se plegó desde sus primeros pasos a las formas de producción y comercio que en buena medida lo gestaron y que las sociedades modernas tienen por más propias: las formas industriales. Su adscripción plena a los mecanismos de la industria apuntaló la aparición de patronazgos privados y estatales que dictaron las reglas del juego cinematográfico.



Toda experiencia fílmica profunda del pasado o del presente ha vivido al acoso de estas reglas, que convirtieron al cine en un objeto obligado a la rentabilidad económica y/o ideológica, por tanto, necesariamente accesible al "gran público". Este acceso tuvo que garantizarse, en cierta medida, reproduciendo en la estructura cinematográfica modelos narrativos probados, provenientes en algunos casos del siglo XIX, que hicieron posible el alcance masivo. A través de estereotipos y arquetipos ha circulado gran parte del discurso cinematográfico, tradicionalmente autoafirmativo de los valores morales, psicológicos y culturales del poder. Con una gama inmensa pero previsible de matices ideológicos y formales, oscilando dentro de los límites de la linealidad del relato convencional. De quienes no cumplieron con la cuota económica o política, da cuenta una enorme lista de autores y gente de cine de primer orden, a la que Hollywood, RKO o Mosfilm pasaron la factura. Obras mutiladas, proyectos frustrados, filmes suspendidos, muertes políticas, carreras segadas, conforman varios de los parajes de la historia cinematográfica.

Sin embargo, no han sido pocos aquellos cineastas que se han ocupado en buscar, en construir, dentro y fuera de los canales predominantes, un lenguaje específico para el cine. Estos intentos, generalmente, han encontrado resistencia a lo largo del ciclo constitutivo del cine, que más allá de esos diligentes esfuerzos, se suscribe a una abrumadora realidad: ser presa cautiva de la lógica de producción.

La obra de Andréi Tarkovski es una presencia tensa frente a la parafernalia comercial y burocrática que rodea al cine, un caso de lúcida intransigencia moral y estética.


Concebido casi místicamente como un devoto oficio, el cine tarkovskiano reintegra al mundo de lo sagrado, aquello que persiste tras la desolación y el horror cotidianos. Cine incompatible con designios y corrientes. Ni funcionarios ni colegas se lo perdonaron: Tarkovski sólo dirigió siete películas en un extenso periodo de 25 años.

Guerassimov, Bondarchiuk, Naumov, Chujrai y otros corifeos del Hermano Mayor limitan, hasta donde es posible, la producción y distribución de su obra; su trabajo es acusado de hermético, antisocialista, vanguardista, elitista. Hoy, vistas con el tiempo, esas acusaciones se han convertido casi en un homenaje.

Andréi Tarkovski nace en 1932 en el pequeño poblado rural ruso de Savrashye; hijo de Maya Vishniakova, correctora de galeras en una imprenta y del poeta Arseni Tarkovski, quienes se separan siendo Andrei un niño. Crece en el campo apegado a tres mujeres, su abuela, su madre y su hermana. Realiza durante su adolescencia estudios de pintura y música, seguramente importantes en su formación. Hacia 1954 inicia sus estudios de cine en la escuela oficial de cine de Moscú, la VGIK, donde es alumno de Mijail Romm, gran conocedor del proceso fílmico, quien le aporta el dominio de los recursos técnicos del cine. Tarkovski adquiere un sólido respeto por el oficio.

De la estancia en la VGIK, resultan sus dos primeras obras. En 1959 realiza un trabajo escolar, el cortometraje Hoy no hay recreo y en 1960 filma su tesis, un mediometraje de 52 minutos, con el titulo El violín y la compresora, donde muestra ya un estilo inquietante. A partir de ahí, Tarkovski dirigirá entre 1962 y 1979 cinco películas en la Unión Soviética, una en Italia (Nostalgia) en 1982, y su último filme en Suecia {Sacrificio) entre 1985 y 1986.


La hostilidad hacia su cine no es gratuita, en él convergen voces, imágenes, pensamientos que nadie se atreve a convocar, y que en su interior encuentran una armoniosa promiscuidad: el misticismo paneslavista, la iconografía religiosa, la sensualidad pagana, la sabiduría trágica, cierta sabiduría romántica. Nietzsche, Cervantes, Bruegel, Leonardo, Bach, Pergolese, algo de Dovjenko. La propuesta de Tarkovski es inasible, inclasificable. Representa, en todo caso, un complejo viaje a la naturaleza de la imagen y el sonido, a lo que el cine tiene de específico, y por tanto, de irreductible; un juego hierofánico para atrapar al tiempo y devolverlo en imágenes insólitas: el despertar en un bosque arcaico; el agua que invade todo, techos trasminados por su presencia ubicua y animada la cálida luz del verano sobre el campo; paisajes tensos cargados de pasiones, de pacíficas y absolutas plenitudes, de soledades; sueños que se rompen y nos llevan a la oscuridad de otro sueño; patrias nebulosas habitadas por el silencio.

Se trata de una obra concebida de un modo apasionadamente personal, de la que resulta sumamente difícil encontrar referencias en el ámbito cinematográfico, acaso algunos asideros se localicen en la poesía y la música.

Es un cine que repele tanto los esquemas comerciales como los requerimientos burocráticos. Tarkovski sitúa su obra dentro del alma rusa, en una suerte de intimidad secular, lejos del mundo moderno. Para Tarkovski la sede de la creación artística es un espacio ritual en el que participan las voces de la identidad, el recuerdo, la patria-apatriedad y la naturaleza, asumida como una dimensión dramática en la que el bosque, el agua, la luz, la nieve, la noche, son formas vivas.

Pero también su trabajo enfrenta algunos dogmas canónicos. Tarkovski mantuvo una olímpica indiferencia por el montaje einsensteniano, al que consideró maniqueista, ya que de acuerdo con un principio dialéctico, aceptado por la totalidad de la academia soviética, el impacto generado por dos secuencias, debe dar como resultado una tercera, un tercer sentido explícito y evidente, que sirve de resolución a una escena. Así se desenvuelve el cine eisensteniano. Para Tarkovski este llevar de la mano al espectador, dirigirlo a conclusiones visuales e ideológicas, representa cancelar el pensamiento, negar la posibilidad de crear sensaciones abiertas. Su propuesta es radical: una película debe ser emocional y no racional.


Tarkovski compara una película con un río. El montaje debe tener una naturaleza espontánea. El paso de un plano a otro por el montaje no debe ser un medio para obligar al espectador a tener una visión más o menos veloz de los acontecimientos. Aumentar el ritmo no significa acortar las secuencias, porque el despliegue, la movilidad de los acontecimientos mismos puede acelerarse y crear un ritmo nuevo, del mismo modo que un plano general puede dar cuenta de un detalle, según se filme. Lo que obligue a un cineasta a pasar de un plano a otro no debe ser el deseo de ver las cosas más lejos o cerca. Tarkovski rechaza la concepción que ve en el montaje el arte del cine, porque no da a la película la posibilidad de permanecer más allá de la pantalla, no permite al espectador conectar su experiencia personal con lo que ve ante sí. El cine de montaje pone ante el espectador acertijos, lo fuerza a descifrar símbolos, a complacerse con alegorías recurriendo a su intelecto. Pero lamentablemente, cada uno de esos acertijos posee su solución formulada previamente con precisión. Este tipo de cine es un ataque contra el espectador, le impone su propia actitud frente a los acontecimientos.

En el cine de Tarkovski el plano aislado no tiene sentido, por deslumbrante que sea, sino como parte de una totalidad. Sus películas son como una especie de suma de planos donde cada plano es consecuencia del precedente, digamos que no tiene en el recurso del montaje la significación de su estructura central. Tal como sucede en la vida, debe darse a cada quien la posibilidad de interpretar y sentir cada instante a su manera. Para Tarkovski el cine, el arte verdadero, sale de los límites del plano y vive en el tiempo, como el tiempo vive en él. Atendiendo a esa idea, el ritmo de un filme debe componerse por la tensión temporal dentro de los planos, lo que le convierte en el elemento constituyente del cine. El ritmo debe crearse de manera orgánica conforme a la percepción y dimensión del tiempo del propio autor, desenvolviendo una corriente meramente individual de su densidad, de su curso.

Ahí no acaban las divergencias, la expulsión de los mercaderes del templo es implacable. La obra de Tarkovski es una finísima negación de dos azotes que petrificaron hasta el último resquicio del cine soviético durante las últimas décadas: el clasicismo y el formalismo.

Frente al parco humanismo heroista del realismo socialista, Tarkovski introduce a personajes ambiguos, figuras polisémicas que potencian permanentemente su significación. Su cine es un canto a lo que él llama "el hombre débil": seres que no logran adaptarse de manera pragmática a la existencia, aquellos que en una actitud irrealista "se parecen frecuentemente a los niños con gravedad de adultos". Para Tarkovski esta polivalencia de la figura cinematográfica corresponde a la imagen de la figura de la vida misma. Personajes que habitan el mundo de la duda, que viajen interiormente remitiéndonos a interrogaciones filosóficas esenciales, en el marco de una unidad temática que es el vaso comunicante de toda su obra: hombres que tienen algo que vencer, sostenidos por una idea, buscan compulsivamente la respuesta a una pregunta, van hasta el final de su búsqueda para comprender la realidad. Obtienen la mayor comprensión gracias a sus conflictos, a su experiencia individual.

Otro elemento paralelo que disloca las convenciones formales es la persistencia del sueño (filmes invariablemente poblados de imágenes oníricas) y la discontinuidad del tiempo (reminiscencia del pasado) incorporando al subjetivismo como un factor que trastoca la linealidad.

Contra las concepciones brechtianas de participación-distanciamiento, Tarkovski propone un cine de participación-contemplación, entendiendo ese ejercicio como un acto poético profundo, capaz de transformar la vida de los hombres, subsanando lo que sería el problema axial del mundo moderno, la desarmonía que existe entre materialismo y espiritualidad. La mirada pierde la naturaleza neutra que se le confería.


Frente a la mirada canina que desea abarcar, dominar y delimitar lo que le sale al paso, existe otra mirada que celebra y recrea para sí el mundo sin apropiarlo. Hay en Tarkovski una delicada filosofía práctica que ve como esencia del cine la oficiosa tarea de fijar el tiempo, la impresión directa del tiempo. El tiempo impreso en sus formas, en sus manifestaciones formales, es la idea fundamental de la cinematografía, del arte cinematográfico. El tiempo se convierte en una unidad de medida estética que se puede reproducir al infinito. Baste tomar un bloque de tiempo que contiene un conjunto desmesurado de hechos. El cineasta esculpe el tiempo, quita lo accesorio, funda una nueva corporalidad.

El cine tarkovskiano es un llamado a mirar y penetrar el mundo sobre los bordes que el pensamiento racional ilustrado ha forjado, sobre el campo mismo de batalla del nihilismo. Es parte de un pensar sobre la responsabilidad del artista, la creación y el mundo. Sus concepciones tienden a trastocar los códigos modernos de las formas y los géneros. Así, recupera el pasado como una fuente viva en Andrei Ryblev o La infancia de Iván desmontando los rutinarios preceptos de una historicidad heroica y epopéyica que carcomía al cine; en Solaris y Stalker, más que una reflexión a partir de la ciencia ficción, la apuesta es a participar en una experiencia abierta que ve en el antropocentrismo, en la voluntad de dominio, la ruina de la existencia; o el desmontaje de lo biográfico-lineal a través de ese caleidoscopio-collage que es El espejo; o el empleo de altos niveles de abstracción en esos poemas ideográficos sobre la muerte de Dios que son Nostalgia y Sacrificio, sin que unos y otros problemas dejen de comunicarse interna y externamente en cada filme.

Hacia 1982 Tarkovski sale de la Unión Soviética, es autorizado para viajar a Italia, donde realiza Nostalgia. En 1984 hace pública su decisión de permanecer en occidente. La impresión que causa es la de alguien extraviado, su personalidad jamás se adaptaría a otro lugar que no fuera al que pertenecía. Las restricciones a su cine, con otras vestiduras, probablemente serían las mismas. Ya en Nostalgia hay una profunda decepción de occidente: "¿Para qué quieren la libertad? ¿Para comprarse un par de zapatos cada semana?".


Después de la filmación de Sacrificio había decidido volver a su país, buscando el apoyo de la nueva dirigencia del Goskino (Ministerio del Cine) que parecía traer vientos de cambio.

Tarkovski no volverá nunca más a Rusia. Durante el invierno de 1986 muere en París, pero los últimos filmes realizados fuera de su país dan cuenta de un hombre que vive profundamente el recuerdo de su patria, esa patria holderliniana construida en la lengua, en el sueño, en las imágenes imborrables del agua, en la presencia lumínica de los elementos y los seres extraños, esa patria fundida enigmáticamente en la identidad.


Extraído de Andréi Tarkovski: devolver a la naturaleza sus enigmas, de Sergio Raúl Arroyo García.

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