El
tiempo: sin preocuparme por adoptar un enfoque trascendental, al que
siempre preferiría sustituir por el enfoque empírico, puedo
proponer una definición del tiempo, es verdad, pero ¿para qué? En
«Las formas líquidas del tiempo» prefiero partir en busca de un
tiempo perdido, el de un champán del año en que nació mi padre,
por ejemplo, «1921», a fin de mostrar que nunca hay tiempo perdido.
Uno lo cree perdido, pero es posible volver a hallarlo, basta con
partir en su busca y saber que uno lo alcanza no tanto de manera
cerebral y conceptual como movilizando una inteligencia sensual, una
memoria afectiva, una reflexión transversal que convoca las
sinestesias y las correspondencias caras a los poetas.
Bergson
es magnífico, por supuesto, pero Proust el bergsoniano lo es aún
más cuando cuenta de manera novelesca el tiempo perdido y después
recobrado antes que disecarlo a la manera de un filósofo
institucional. Nunca la filosofía es tan grande como cuando quien la
practica no es un profesional de la disciplina. El Bachelard de La
intuición del instante es grandioso, por supuesto, pero, en mi
opinión, es más grandioso aún el que diserta sobre el tiempo a
partir de una poética del granero o de una fenomenología de la
bodega, de la vacilación de la llama de una vela o del aroma
dominical de un pollo asado.
En
«Las Geórgicas del alma» busco el tiempo, no a partir de
las definiciones dadas por autores de renombre, sino recordando mi
propio descubrimiento de los tiempos, el de la infancia, de los
juegos en el bosque, de las cabañas en la espesura, de las caminatas
solitarias en el campo, de los paseos por las sendas arboladas bajo
la bóveda de camafeos de otoño, de las salpicaduras en el agua del
lavadero, de las anguilas jóvenes pescadas con la mano. Tiempo de la
adolescencia, también, que permitía a ese joven que era yo devorar
libros, tomar lecciones de trabajo observando a mi padre cultivar su
huerta. Nunca fue tan bien impartido un curso de metodología sin que
nadie en realidad lo impartiera. Las hileras limpias y perfectas, las
amelgas claramente dibujadas, el alineamiento de las verduras, las
plantas aromáticas en el lugar más conveniente, las flores en el
suyo.
El
gusto por el trabajo bien hecho me fue transmitido de ese modo. Me ha
quedado asociado al sabor intenso de la cebolleta, al de la fresa que
un día me transfiguró en sazón (he contado esta experiencia en el
prefacio de La razón del gourmet), al perfume embriagador de
las clavelinas cuando se apaga el ardiente calor de las tardes de
verano, al olor de la tierra cuando se espera la lluvia, al olor a
desierto que recobré un día en el Sahara, o después de la
tormenta, a aquel aroma de jungla experimentado un día en Brasil. La
naturaleza fue para mí la primera cultura y me llevó mucho tiempo
distinguir entre la cultura mala, la que nos aleja de la naturaleza,
y la buena, aquella que nos acerca a ella.
Son
muchos los libros que nos privan del mundo cuando pretenden
describírnoslo. Cada uno de los textos fundadores de las tres
grandes religiones pretende abolir a los demás para quedar ellos
solos. Estos tres relatos generaron una amplia plétora de libros que
los comentan, obras igualmente inútiles para comprender lo real. El
jardín es una biblioteca, mientras que hay muy pocas bibliotecas que
sean jardines. Mirar trabajar a un jardinero día tras día a veces
nos enseña mucho más que leer interminables libros de filosofía.
El libro solo es bueno cuando uno aprende a prescindir de él, a
levantar la cabeza, a apartar la nariz del volumen para mirar el
detalle del mundo que no espera sino nuestra atención.
Mi
padre, en su jardín, obedecía al ritmo de la naturaleza. Conocía
el tiempo genealógico. Vivía sin preocuparse por el tiempo
contemporáneo, que es el tiempo de instantes disociados del pasado y
del futuro, tiempo muerto que no procede de ningún recuerdo y que no
prepara ningún futuro, tiempo nihilista hecho de jirones de momentos
arrancados al caos, tiempo reconstruido por las máquinas de producir
virtualidad y de presentárnosla como la única realidad, tiempo
desmaterializado de las pantallas que sustituyen al mundo, tiempo de
las ciudades contra los campos, tiempo sin vida, sin savia, sin
sabor... El olvido de aquel tiempo virgiliano es causa y consecuencia
del nihilismo de nuestra época. Ignorar los ciclos de la naturaleza,
no conocer los movimientos de las estaciones y no vivir sino en el
cemento y el asfalto de las ciudades, el acero y el vidrio, no haber
visto nunca una pradera, un campo, un bosque, una selva, un monte
bajo, una viña, un pastizal, un arroyo, es vivir ya en el nicho de
cemento que acogerá un día un cuerpo que no habrá conocido nada
del mundo. ¿Cómo hallar entonces el lugar que uno ocupa en el
cosmos, en la naturaleza, en la vida, en su vida, si uno vive en un
mundo de motores contaminantes, de luces eléctricas, de ondas
solapadas, de sistemas de vídeos de vigilancia, de calles
alquitranadas, de aceras sembradas de deyecciones de animales? Sin
otra relación con el mundo que la de objeto en un mundo de objetos,
es imposible salir del nihilismo.
El
pueblo gitano, pueblo de la oralidad, de la naturaleza, del silencio,
de los ciclos de las estaciones, ese pueblo tiene el sentido del
cosmos, al menos para aquellos que aún se resistan a las sirenas de
lo que se presenta como la civilización; en otras palabras: el
sedentarismo confinado al hormigón. En «Pasado mañana, mañana
será ayer», interrogo a ese pueblo que gusta del silencio y de la
tribu. Habla a los erizos y los erizos le responden. Los gitanos no
tienen el sentido de la condenación cristiana, ignoran el pecado
original, por lo tanto no están sometidos a la dictadura del trabajo
productivista. Los gitanos viven según el tiempo de los astros y no
según el tiempo de los cronómetros. Su vida natural parece un
insulto a la vida mutilada de los gadjé, los no gitanos.
Porque, fieles a sus tradiciones, quienes se resistieron a la
cristianización triunfan como pueblo fósil, son el testimonio vivo
de lo que fuimos antes de la sedentarización: personas de viaje,
tribus en movimiento, pueblos que toman la ruta en primavera o que se
instalan en campamentos para hibernar, muestran que también
nosotros, hace miles de años, preferíamos meditar frente a un fuego
antes que perder tiempo en los transportes públicos, que queríamos
vivir con los animales y comiéndolos para vivir en vez de vivir
lejos de los animales a los que sacrificamos industrialmente para
comer su carne insípida.
Como
la huerta, el campamento gitano en la campiña siempre ha sido para
mí una lección de sabiduría. El odio vengativo contra ese pueblo
se vindica contra lo que ya no somos y que lamentamos haber perdido:
la libertad. La eterna persecución que los acompaña, hasta en las
cámaras de gas nazis, nos dice que esto que se presenta como
civilización se asemeja con frecuencia a la barbarie, y que lo que
los civilizados llaman barbarie es con gran frecuencia una
civilización cuyos códigos han perdido, exactamente como hemos
perdido los de las ruinas sumerias o acadianas, hititas o nabateas.
En
«El plegado de las fuerzas en formas» propongo la hipótesis de que
el tiempo no está en ninguna otra parte, sino en cada célula de lo
que existe. La estrella colapsada de la que procede todo lo que
existe lleva en sí una cadencia: la obsidiana y el helecho, el
papilio machaon y el ginkgo, la cresa y el tábano, el león y
el cordero, la jirafa y el toro de lidia, o también y mejor aún, el
trigo encontrado en las pirámides que puede germinar cuarenta siglos
más tarde si dispone de las condiciones para la germinación o las
palmeras que solo florecen una vez en la vida, cada ochenta años y
luego mueren; pero también, por supuesto, los seres humanos,
portadores de un reloj interno de resortes desigualmente tendidos por
el cosmos.
Finalmente,
en «La construcción de un contratiempo», examino los efectos de la
abolición del largo tiempo que rigió desde la Antigüedad romana
hasta la invención del motor en el siglo xix: el tiempo del paso de
caballo. La aparición de las máquinas de fabricar tiempo virtual
(teléfono, radio, televisión, pantallas de vídeo) dio muerte a
aquel tiempo cósmico y produjo un tiempo muerto, el de nuestros
tiempos nihilistas. Nuestras vidas, congeladas en el instante, están
desconectadas de sus lazos con el pasado y con el futuro. Para no ser
un punto muerto de nada en la nada, nos hace falta inventar un
contratiempo hedonista, a fin de crearnos libertad; dicho de
otro modo, lección nietzscheana infiel a Nietzsche, nos hace falta
elegir en nuestra vida y para nuestra vida lo que querríamos ver
repetirse sin cesar.
El
alma humana, que es material, lleva pues en ella la memoria de una
duración que se despliega más allá del bien y del mal. La duración
vivida no se percibe naturalmente, se mide culturalmente. Nuestro
cuerpo la vive sin saberlo; nuestra civilización la mide para
enjaularla, para domarla, para domesticarla. La civilización es el
arte de transformar en tiempo mensurable, por lo tanto rentable, una
duración corporal escrita que da testimonio de la permanencia en
nosotros del ritmo cósmico que se nos hace necesario conocer. El
tiempo es una fuerza estelar a priori plegada a posteriori en todo lo
que ha adquirido forma. Es la velocidad de la materia, y esa
velocidad es susceptible de una multiplicidad de variaciones. Esas
variaciones definen lo vivo, la vida.
En
Cosmos. Una ontología materialista, de Michel Onfray.
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