¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

martes, 20 de junio de 2017

El tiempo. Una forma a priori de lo vivo.

El tiempo: sin preocuparme por adoptar un enfoque trascendental, al que siempre preferiría sustituir por el enfoque empírico, puedo proponer una definición del tiempo, es verdad, pero ¿para qué? En «Las formas líquidas del tiempo» prefiero partir en busca de un tiempo perdido, el de un champán del año en que nació mi padre, por ejemplo, «1921», a fin de mostrar que nunca hay tiempo perdido. Uno lo cree perdido, pero es posible volver a hallarlo, basta con partir en su busca y saber que uno lo alcanza no tanto de manera cerebral y conceptual como movilizando una inteligencia sensual, una memoria afectiva, una reflexión transversal que convoca las sinestesias y las correspondencias caras a los poetas.

Bergson es magnífico, por supuesto, pero Proust el bergsoniano lo es aún más cuando cuenta de manera novelesca el tiempo perdido y después recobrado antes que disecarlo a la manera de un filósofo institucional. Nunca la filosofía es tan grande como cuando quien la practica no es un profesional de la disciplina. El Bachelard de La intuición del instante es grandioso, por supuesto, pero, en mi opinión, es más grandioso aún el que diserta sobre el tiempo a partir de una poética del granero o de una fenomenología de la bodega, de la vacilación de la llama de una vela o del aroma dominical de un pollo asado.


En «Las Geórgicas del alma» busco el tiempo, no a partir de las definiciones dadas por autores de renombre, sino recordando mi propio descubrimiento de los tiempos, el de la infancia, de los juegos en el bosque, de las cabañas en la espesura, de las caminatas solitarias en el campo, de los paseos por las sendas arboladas bajo la bóveda de camafeos de otoño, de las salpicaduras en el agua del lavadero, de las anguilas jóvenes pescadas con la mano. Tiempo de la adolescencia, también, que permitía a ese joven que era yo devorar libros, tomar lecciones de trabajo observando a mi padre cultivar su huerta. Nunca fue tan bien impartido un curso de metodología sin que nadie en realidad lo impartiera. Las hileras limpias y perfectas, las amelgas claramente dibujadas, el alineamiento de las verduras, las plantas aromáticas en el lugar más conveniente, las flores en el suyo.

El gusto por el trabajo bien hecho me fue transmitido de ese modo. Me ha quedado asociado al sabor intenso de la cebolleta, al de la fresa que un día me transfiguró en sazón (he contado esta experiencia en el prefacio de La razón del gourmet), al perfume embriagador de las clavelinas cuando se apaga el ardiente calor de las tardes de verano, al olor de la tierra cuando se espera la lluvia, al olor a desierto que recobré un día en el Sahara, o después de la tormenta, a aquel aroma de jungla experimentado un día en Brasil. La naturaleza fue para mí la primera cultura y me llevó mucho tiempo distinguir entre la cultura mala, la que nos aleja de la naturaleza, y la buena, aquella que nos acerca a ella.

Son muchos los libros que nos privan del mundo cuando pretenden describírnoslo. Cada uno de los textos fundadores de las tres grandes religiones pretende abolir a los demás para quedar ellos solos. Estos tres relatos generaron una amplia plétora de libros que los comentan, obras igualmente inútiles para comprender lo real. El jardín es una biblioteca, mientras que hay muy pocas bibliotecas que sean jardines. Mirar trabajar a un jardinero día tras día a veces nos enseña mucho más que leer interminables libros de filosofía. El libro solo es bueno cuando uno aprende a prescindir de él, a levantar la cabeza, a apartar la nariz del volumen para mirar el detalle del mundo que no espera sino nuestra atención.

Mi padre, en su jardín, obedecía al ritmo de la naturaleza. Conocía el tiempo genealógico. Vivía sin preocuparse por el tiempo contemporáneo, que es el tiempo de instantes disociados del pasado y del futuro, tiempo muerto que no procede de ningún recuerdo y que no prepara ningún futuro, tiempo nihilista hecho de jirones de momentos arrancados al caos, tiempo reconstruido por las máquinas de producir virtualidad y de presentárnosla como la única realidad, tiempo desmaterializado de las pantallas que sustituyen al mundo, tiempo de las ciudades contra los campos, tiempo sin vida, sin savia, sin sabor... El olvido de aquel tiempo virgiliano es causa y consecuencia del nihilismo de nuestra época. Ignorar los ciclos de la naturaleza, no conocer los movimientos de las estaciones y no vivir sino en el cemento y el asfalto de las ciudades, el acero y el vidrio, no haber visto nunca una pradera, un campo, un bosque, una selva, un monte bajo, una viña, un pastizal, un arroyo, es vivir ya en el nicho de cemento que acogerá un día un cuerpo que no habrá conocido nada del mundo. ¿Cómo hallar entonces el lugar que uno ocupa en el cosmos, en la naturaleza, en la vida, en su vida, si uno vive en un mundo de motores contaminantes, de luces eléctricas, de ondas solapadas, de sistemas de vídeos de vigilancia, de calles alquitranadas, de aceras sembradas de deyecciones de animales? Sin otra relación con el mundo que la de objeto en un mundo de objetos, es imposible salir del nihilismo.

El pueblo gitano, pueblo de la oralidad, de la naturaleza, del silencio, de los ciclos de las estaciones, ese pueblo tiene el sentido del cosmos, al menos para aquellos que aún se resistan a las sirenas de lo que se presenta como la civilización; en otras palabras: el sedentarismo confinado al hormigón. En «Pasado mañana, mañana será ayer», interrogo a ese pueblo que gusta del silencio y de la tribu. Habla a los erizos y los erizos le responden. Los gitanos no tienen el sentido de la condenación cristiana, ignoran el pecado original, por lo tanto no están sometidos a la dictadura del trabajo productivista. Los gitanos viven según el tiempo de los astros y no según el tiempo de los cronómetros. Su vida natural parece un insulto a la vida mutilada de los gadjé, los no gitanos. Porque, fieles a sus tradiciones, quienes se resistieron a la cristianización triunfan como pueblo fósil, son el testimonio vivo de lo que fuimos antes de la sedentarización: personas de viaje, tribus en movimiento, pueblos que toman la ruta en primavera o que se instalan en campamentos para hibernar, muestran que también nosotros, hace miles de años, preferíamos meditar frente a un fuego antes que perder tiempo en los transportes públicos, que queríamos vivir con los animales y comiéndolos para vivir en vez de vivir lejos de los animales a los que sacrificamos industrialmente para comer su carne insípida.

Como la huerta, el campamento gitano en la campiña siempre ha sido para mí una lección de sabiduría. El odio vengativo contra ese pueblo se vindica contra lo que ya no somos y que lamentamos haber perdido: la libertad. La eterna persecución que los acompaña, hasta en las cámaras de gas nazis, nos dice que esto que se presenta como civilización se asemeja con frecuencia a la barbarie, y que lo que los civilizados llaman barbarie es con gran frecuencia una civilización cuyos códigos han perdido, exactamente como hemos perdido los de las ruinas sumerias o acadianas, hititas o nabateas.


En «El plegado de las fuerzas en formas» propongo la hipótesis de que el tiempo no está en ninguna otra parte, sino en cada célula de lo que existe. La estrella colapsada de la que procede todo lo que existe lleva en sí una cadencia: la obsidiana y el helecho, el papilio machaon y el ginkgo, la cresa y el tábano, el león y el cordero, la jirafa y el toro de lidia, o también y mejor aún, el trigo encontrado en las pirámides que puede germinar cuarenta siglos más tarde si dispone de las condiciones para la germinación o las palmeras que solo florecen una vez en la vida, cada ochenta años y luego mueren; pero también, por supuesto, los seres humanos, portadores de un reloj interno de resortes desigualmente tendidos por el cosmos.

Finalmente, en «La construcción de un contratiempo», examino los efectos de la abolición del largo tiempo que rigió desde la Antigüedad romana hasta la invención del motor en el siglo xix: el tiempo del paso de caballo. La aparición de las máquinas de fabricar tiempo virtual (teléfono, radio, televisión, pantallas de vídeo) dio muerte a aquel tiempo cósmico y produjo un tiempo muerto, el de nuestros tiempos nihilistas. Nuestras vidas, congeladas en el instante, están desconectadas de sus lazos con el pasado y con el futuro. Para no ser un punto muerto de nada en la nada, nos hace falta inventar un contratiempo hedonista, a fin de crearnos libertad; dicho de otro modo, lección nietzscheana infiel a Nietzsche, nos hace falta elegir en nuestra vida y para nuestra vida lo que querríamos ver repetirse sin cesar.

El alma humana, que es material, lleva pues en ella la memoria de una duración que se despliega más allá del bien y del mal. La duración vivida no se percibe naturalmente, se mide culturalmente. Nuestro cuerpo la vive sin saberlo; nuestra civilización la mide para enjaularla, para domarla, para domesticarla. La civilización es el arte de transformar en tiempo mensurable, por lo tanto rentable, una duración corporal escrita que da testimonio de la permanencia en nosotros del ritmo cósmico que se nos hace necesario conocer. El tiempo es una fuerza estelar a priori plegada a posteriori en todo lo que ha adquirido forma. Es la velocidad de la materia, y esa velocidad es susceptible de una multiplicidad de variaciones. Esas variaciones definen lo vivo, la vida.

En Cosmos. Una ontología materialista, de Michel Onfray.

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