¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 28 de febrero de 2018

Sobre las relaciones entre los sexos.

En el centro de las ideas de Montseny sobre las relaciones entre los sexos está la responsabilidad individual y no las sanciones sociales. Si la unicidad individual es honrada, y si las instituciones artificiales y opresivas son en su mayoría eliminadas, dos personas naturalmente adecuadas la una para la otra acabarán encontrándose.

Lo más probable es que la unión sea para toda la vida porque su atracción estará basada en el respeto mutuo, en la igualdad, en la admiración y en el compartir (características complementarias) y en un compromiso voluntario. Con el tiempo, los dos individuos podrían desear disolver su compromiso. Si, sin embargo, ambos miembros de la pareja fueran igualmente libres para crecer, y si la elección fuera una elección responsable, entonces las dos personas deberían crecer juntas y, de esta manera, desearían estar juntas. Montseny cree en el amor libre, pero insiste en que la libertad de cualquier clase es imposible sin responsabilidad.


El anarquismo sin la emancipación de la mujer es, por consiguiente, imposible. Y, por otro lado, la emancipación de la mujer es imposible hasta que ambos, la mujer y el hombre, estén dispuestos a aceptar la responsabilidad de su propia libertad. Finalmente, la mujer está obligada a tomar la libertad si no se la dan. Como Montseny dice en diversas ocasiones, «el problema de los sexos es un problema humano, no un problema femenino». Como muchas mujeres mantienen hoy, Montseny también insiste en que la emancipación de la mujer significa libertad e independencia para ambos sexos. Sólo cuando la libertad sea ganada, el hombre y la mujer podrán seguramente estar juntos a través de «una comunicación de las almas y mediante el respeto mutuo», solamente posible entre iguales —nunca entre un maestro y un subordinado. El «verdadero feminismo», dice Montseny, «debería llamarse a sí mismo humanismo».

Sus creencias sobre la mujer emancipada son ejemplificadas en el «acuerdo» por el que se comprometió con Germinal Esgleas. Este compromiso duró toda la vida. De esta «unión natural» surgió el amor mutuo, el respeto, la independencia y la responsabilidad que trajo a Montseny tres hijos —Vida, Germinal y Blanca—; todos fueron queridos y profundamente amados.

En Federica Montseny y el Feminismo Anarquista Español, de Shirley F. Fredricks.

martes, 27 de febrero de 2018

La condena.

(…) Había también dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo: el alba y la apelación. Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar más en ellas. Me tendía, miraba al cielo y me esforzaba por interesarme. Se volvía verde: era la noche. Hacía aún un esfuerzo para desviar el curso de mis pensamientos. Oía el corazón. No podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto tiempo pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. El alba o la apelación estaban allí. Concluía por decirme que era más razonable no contenerme.

Sabía que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba. Nunca me ha gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero estar prevenido. Concluí, pues, por no dormir sino un poco de día y durante todo el transcurso de las noches esperé pacientemente que la luz naciera sobre el vidrio del cielo. Lo más difícil era la hora incierta en la que, como yo sabía, acostumbraban operar. Después de medianoche, esperaba y acechaba. Mis oídos nunca habían percibido tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo decir, por otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período pues jamás oí paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es completamente desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el cielo se coloreaba y un nuevo día deslizábase en la celda. 


Porque también hubiera podido oír pasos y mi corazón habría podido estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la puerta; aun así, con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y había ganado otra vez veinticuatro horas.

Durante el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de esta idea. Calculaba los resultados y obtenía el mayor rendimiento de mis reflexiones. Tomaba siempre la peor posibilidad: la apelación era rechazada. «Y bien, tendré que morir.» Antes que otros, es evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a los treinta años o a los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría, ahora o dentro de veinte años. En este punto, me molestaba un poco en el razonamiento el salto terrible que sentía dentro de mí pensando en veinte años de vida por venir. Pero lo reprimía imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte años, cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir, es evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo difícil era no perder de vista todo lo que éste «por consiguiente» representaba en el razonar), por consiguiente, debía aceptar el rechazo de la apelación.

En ese momento, únicamente en ese momento, tenía por así decir el derecho, me concedía en cierto modo el permiso de considerar la segunda hipótesis: me indultaban. Era fastidioso tener que dominar la fogosidad del impulso de la sangre y del cuerpo que me hacía arder los ojos con una alegría insensata. Era necesario dedicarme a ahogar el grito, a analizarlo. Era necesario mantenerme natural aun en esta hipótesis, para hacer más plausible la resignación frente a la primera. Cuando lo conseguía había ganado una hora de calma. En cualquier caso valía la pena considerarlo (…)

En El extranjero, de Albert Camus.



La misión del escritor.

Al recibir la distinción con que vuestra libre academia ha querido honrarme, mi gratitud es tanto más profunda cuanto que mido hasta qué punto esa recompensa excede mis méritos personales.

Todo hombre, y con mayor razón todo artista, desea que se reconozca lo que él es o quiere ser. Yo también lo deseo. Pero al conocer vuestra decisión me fue imposible no comparar su resonancia con lo que realmente soy. ¿Cómo un hombre casi joven, todavía rico sólo de dudas, con una obra apenas en desarrollo, habituado a vivir en la soledad del trabajo o en el retiro de la amistad, podría recibir, sin cierta especie de pánico, un galardón que le coloca de pronto, y solo, en plena luz? ¿Con qué estado de ánimo podría recibir ese honor al tiempo que, en tantas partes, otros escritores, algunos entre los más grandes, están reducidos al silencio y cuando, al mismo tiempo, su tierra natal conoce incesantes desdichas?


Sinceramente he sentido esa inquietud y ese malestar. Para recobrar mi paz interior me ha sido necesario ponerme a tono con un destino harto generoso. Y como me era imposible igualarme a él con el sólo apoyo de mis méritos, no ha llegado nada mejor, para ayudarme, que lo que me ha sostenido a lo largo de mi vida y en las circunstancias más opuestas: la idea que me he forjado de mi arte y de la misión del escritor. Permitidme que, aunque sólo sea en prueba de reconocimiemto y amistad, os diga, con la sencillez que me sea posible, cuál es esa idea.

Personalmente, no puedo vivir sin mi arte. Pero jamás he puesto ese arte por encima de toda otra cosa. Por el contrario, si él me es necesario, es porque no me separa de nadie y por que me permite vivir, tal como soy, al nivel de todos. A mi ver, el arte no es una diversión solitaria. Es un medio de emocionar al mayor número de hombres ofreciéndoles una imagen privilegiada de dolores y alegrías comunes. Obliga, pues al artista a no aislarse; muchas veces he elegido su destino más universal. Y aquellos que muchas veces han elegido su destino de artistas porque se sentían distintos, aprenden pronto que no podrán nutrir su arte ni su diferencia sino confesando su semejanza con todos.

El artista se forja en ese perpetuo ir y venir de sí mismo a los demás; equidistantes entre la belleza, sin la cual no puede vivir, y la comunidad, de la cual no puede desprenderse. Por eso los verdaderos artistas no desdeñan nada; se obligan a comprender en vez de juzgar, y sin han de tomar partido en este mundo, este sólo puede ser el de una sociedad en la que según la gran frase de Nietzsche, no ha de reinar el juez sino el creador, sea trabajador o intelectual.

Por lo mismo, el papel del escritor es inseparable de difíciles deberes. Por definición, no puede ponerse al servicio de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la sufren. Si no lo hiciera, quedaría solo, privado hasta de su arte. Todos los ejércitos de la tiranía, con sus millones de hombres, no le arrancarán de la soledad, aunque consienta en acomodarse a su paso y, sobre todo, si lo consintiera. Pero el silencio de un prisionero desconocido, basta para sacar al escritor de su soledad, cada vez, al menos, que logra, en medio de los privilegios de su libertad, no olvidar ese silencio, y trata de recogerlo y reemplazarlo para hacerlo valer mediante todos los recursos del arte.

Ninguno de nosotros es lo bastante grande para semejante vocación. Pero en todas las circunstancias de su vida, obscuro o provisionalmente célebre, aherrojado por la tiranía o libre de poder expresarse, el escritor puede encontrar el sentimiento de una comunidad viva, que le justificara a condición de que acepte, en la medida de lo posible, las dos tareas que constituyen la grandeza de su oficio: el servicio de la verdad y el servicio de la libertad. Y pues su vocación es agrupar el mayor número posible de hombres, no puede acomodarse a la mentira y a la servidumbre que, donde reinan, hacen proliferar las soledades. Cualesquiera que sean nuestras flaquezas personales, la nobleza de nuestro oficio arraigará siempre en dos imperativos difíciles de mantener: la negativa a mentir respecto de lo que se sabe y la resistencia a la opresión.

Durante más de veinte años de una historia demencial, perdido sin recurso, como todos los hombres de mi edad, en las convulsiones del tiempo, sólo me ha sostenido el sentimiento hondo de que escribir es hoy un honor, porque ese acto obliga, y obliga a algo más que a escribir. Me obligaba, esencialmente, tal como yo era y con arreglo a mis fuerzas, a compartir, con todos los que vivían mi misma historia, la desventura y la esperanza. Esos hombres -nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años a tiempo de instaurarse, a la vez, el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, y que para poder completar su educación se vieron enfrentados luego a la guerra de España, la segunda guerra mundial, el universo de los campos de concentración, la Europa de la tortura y las prisiones- se ven obligados a orientar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Supongo que nadie pretenderá pedirles que sean optimistas. Hasta que llego a pensar que debemos ser comprensivos, sin dejar de luchar contra ellos, con el error de los que, por un exceso de desesperación, han reivindicado el derecho y el deshonor y se han lanzado a los nihilismos de la época. Pero sucede que la mayoría de nosotros, en mi país y en el mundo entero, han rechazado el nihilismo y se consagran a la conquista de una legitimidad. Les ha sido preciso forjarse un arte de vivir para tiempos catastróficos, a fin de nacer una segunda vez y luchar luego, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que se agita en nuestra historia

Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podría hacerlo, pero su tarea es quizá mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga. Heredera de una historia corrompida en la que se mezclan revoluciones fracasadas, las técnicas enloquecidas, los dioses muertos y las ideologías extenuadas; en la que poderes mediocres, que pueden destruirlo todo, no saben convencer; en que la inteligencia se humilla hasta ponerse al servicio del odio y de la opresión, esa generación ha debido, en sí misma y a su alrededor, restaurar, partiendo de sus amargas inquietudes, un poco de lo que constituye la dignidad de vivir y de morir. Ante un mundo amenazado de desintegración, en el que nuestros grandes inquisidores arriesgan establecer para siempre el imperio de la muerte, sabe que debería, en una especie de carrera loca contra el tiempo, restaurar entre las naciones una paz que no sea la de la servidumbre, reconciliar de nuevo el trabajo y la cultura y reconstruir con todos los hombres una nueva Arca de la alianza. No es seguro que esta generación pueda al fin cumplir esa labor inmensa, pero lo cierto es que, por doquier en el mundo, tiene ya hecha, y la mantiene, su doble apuesta en favor de la verdad y de la libertad y que, llegado al momento, sabe morir sin odio por ella.


Es esta generación la que debe ser saludada y alentada donde quiera que se halla y, sobre todo, donde se sacrifica. En ella, seguro de vuestra segura aprobación, quisiera yo declinar hoy el honor que acabáis de hacerme. Al mismo tiempo, después de expresar la nobleza del oficio de escribir, querría yo situar al escritor en su verdadero lugar, sin otros títulos que los que comparte con sus compañeros de lucha, vulnerable pero tenaz, injusto pero apasionado de justicia, realizando su obra sin vergüenza ni orgullo, a la vista de todos; atento siempre al dolor y la belleza; consagrado, en fin, a sacar de su ser complejo las creaciones que intenta levantar, obstinadamente, entre el movimiento destructor de la historia.

¿Quién, después de esos, podrá esperar que el presente soluciones ya hechas y bellas lecciones de moral? La verdad es misteriosa, huidiza, y siempre hay que tratar de conquistarla. La libertad es peligrosa, tan dura de vivir como exaltante. Debemos avanzar hacia esos dos fines, penosa pero resueltamente, descontando por anticipado nuestros desfallecimientos a lo largo de tan dilatado camino. ¿Qué escritor osaría, en conciencia, proclamarse predicador de virtud? En cuanto a mí, necesito decir una vez más que no soy nada de eso. Jamás he podido renunciar a la luz, a la dicha de ser, a la vida libre en que he crecido. Pero aunque esa nostalgia explique muchos de mis errores y de mis faltas, indudablemente me ha ayudado a comprender mejor mi oficio y también a mantenerme, decididamente, al lado de todos esos hombres silenciosos, que no soportan en el mundo la vida que les toca vivir más que por el recuerdo de breves y libres momentos de felicidad y esperanza de volverlos a vivir.

Reducido así a lo que realmente soy, a mis verdaderos límites, a mis deudas y también a mi fe difícil, me siento más libre para destacar, al concluir, la magnitud y generosidad de la distinción que acabáis de hacerme. Más libre también para deciros que quisiera recibirla como homenaje rendido a todos los que, participando en el mismo combate, no han recibido privilegio alguno y, en cambio, han conocido desgracias y persecuciones. Sólo me resta daros las gracias, desde el fondo de mi corazón, y haceros públicamente, en prenda de personal gratitud, la misma y vieja promesa de felicidad que cada verdadero artista se hace a sí mismo, silenciosamente, todos los días.

Discurso pronunciado por Albert Camus al recibir el Premio Nóbel de Literatura. Estocolmo, en 1958.

lunes, 26 de febrero de 2018

Lo que podemos aprender de los artistas.

¿De qué medios disponemos para que nos resulten bellas, atractivas y deseables las cosas que no lo son?, ¡aunque opino que nunca lo serán en sí mismas! En esto podríamos aprender mucho de los médicos cuando mezclan, por ejemplo, un remedio amargo con vino y azúcar; pero nos pueden enseñar aún más los artistas, quienes continuamente se dedican a estas invenciones y habilidades.


Distanciarse de las cosas hasta que se desvanezcan muchos de sus detalles, y tener que forzar mucho la vista para seguir viéndola; ver las cosas desde la perspectiva de un determinado ángulo; disponerlas de tal forma que sólo puedan captarse con un golpe de vista y queden parcialmente disimuladas; mirarlas por un cristal de color o al resplandor del sol poniente; darles, en fin, una superficie, una epidermis que no sean totalmente transparentes; todo esto tendríamos que aprenderlo de los artistas, a reservas de ser más lúcidos que ellos en cuanto al resto. Pues en ellos esa fuerza sutil termina generalmente donde acaba el arte y empieza la vida; pero en cuanto a nosotros, ¡seamos poetas de nuestra vida, sobre todo en los detalles menudos y triviales!

En La gaya ciencia, de Friedrich Nietzsche.

Cuarto movimiento: La realidad.


Agazapado espero como un "arraclán",
bajo las piedras escondido.
Porque a la vida era lo único que le da sentido.


Acostumbrado a escapar de la realidad,
perdí el sentido del camino,
y envejecí cien años mas de tanto andar
perdido.
Y me busco en la memoria el rincón
donde perdí la razon,
y la encuentro donde se me perdió
cuando dijiste que no.

Me hice un barquito de papel para irte a ver,
se hundió por culpa del rocío.
No me preguntes cómo vamos a cruzar el río.

Y rebusco en la memoria el rincón
donde perdí la razon,
y la encuentro donde se me perdió
cuando dijiste que no.

Sin ser, me vuelvo duro como una roca
si no puedo acercarme ni oír
los versos que me dicta esa boca.
Y ahora que ya no hay nada, ni dar
la parte de dar que a mí me toca,
por eso no he dejado de andar.

Buscando mi destino,
viviendo en diferido
sin ser, ni oír, ni dar.
Y a cobro revertido
quisiera hablar contigo,
y así sintonizar.

Para contarte
que quisiera ser un perro y "oliscarte".
Vivir como animal que no se altera
tumbado al sol lamiéndose la breva.
Sin la necesidad de preguntarse
si vengativos dioses nos condenarán.
Si por Tutatis
el cielo sobre nuestras cabezas caerá.

Buscando mi destino,
viviendo en diferido
sin ser, ni oír, ni dar.
Y a cobro revertido
quisiera hablar contigo,
y así sintonizar.
                              
                                                                                       Extremoduro.

viernes, 23 de febrero de 2018

Balada de la bicicleta con alas.

I
A los cincuenta años, hoy, tengo una bicicleta.
Muchos tienen un yate
y muchos más un automóvil
y hay muchos que también tienen ya un avión.
Pero yo,
a mis cincuenta años justos, tengo sólo una bicicleta.

He escrito y publicado innumerables versos.
Casi todos hablan del mar
y también de los bosques, los ángeles y las llanuras.
He cantado las guerras justificadas,
la paz y las revoluciones.
Ahora soy nada más que un desterrado.
Y a miles de kilómetros de mi hermoso país,
con una pipa curva entre los labios,
un cuadernillo de hojas blancas y un lápiz
corro en mi bicicleta por los bosques urbanos,
por los caminos ruidosos y calles asfaltadas
y me detengo siempre junto a un río,
a ver cómo se acuesta la tarde y con la noche
se le pierden al agua las primeras estrellas. 

II
Es morada mi bicicleta
y alegre y plateada como cualquiera otra.
Mas cuando gira el sol en sus ruedas veloces,
de cada uno de sus radios llueven chispas
y entonces es como un antílope,
como un macho cabrío, largo de llamas blancas,
o un novillo de fuego que embistiera los azules del día.
 

III 
¿Qué nombre le pondría hoy, en esta mañana,
después que me ha traído,
que me ha dejado sin decírmelo apenas
al pie de estas orillas de bambúes y sauces
y la miro dormida, abrazada de yerbas dulcemente,
sobre un tronco caído?

Carlanco de los bosques.
Estrella voladora de las hadas.
Telaraña encendida de los silfos.
Rosa doble del viento.
Margarita bicorne de los prados.
Cabra feliz de las pendientes.
Eral de las cañadas.
Niña escapada de la aurora.
Luna perdida.
Gabriel arcángel.
La llamaré con este frágil nombre.
Porque son sus dos alas blancas las que me llevan,
Anunciándome el aire de todos los caminos. 


IV 

Yo sé que tiene alas.
Que por las noches sueña
en alta voz la brisa
de plata de sus ruedas.

Yo sé que tiene alas.
Que canta cuando vuela
dormida, abriendo al sueño
una celeste senda.

Yo sé que tiene alas.
Que volando me lleva
por prados que no acaban
y mares que no empiezan.

Yo sé que tiene alas.
Que el día que ella quiera,
los cielos de la ida
ya nunca tendrán vuelta.

                                                     Rafael Alberti. 

 

Aire limpio.

Bajo, batería y voz son la base de las nuevas canciones, por momentos autorreferenciales, con licencia para experimentos sonoros, con las que la banda encabezada por Pedro Dalton llega al octavo álbum.


A dos años de Nidal, un disco más íntimo y grabado en un clima de entre casa, Buenos Muchachos publica su octavo trabajo con 12 canciones y sin nombre. Sin embargo, no hace falta que figure título alguno para notar que son ellos desde el arte, a través de una creación colectiva entre Dalton y Gustavo Antuña (las imágenes son acuarelas de ambos), Martín Batallés y Gabriela Costoya. Acerca de la ausencia de título para el disco, Batallés recuerda que cuando el arte de tapa fue tomando su forma definitiva, la idea de que el álbum no llevara nombre terminó de cerrar completamente: “Es un arte muy parco, no hay palabras en el empaque”. Por su parte, José Nozar comparte una mirada sobre el arte contemporáneo según Brian Eno, quien considera que “los últimos 15 años han sido muy interesantes en el Reino Unido. En el siglo XX hubo muchos ‘ismos’: cubismo, futurismo, constructivismo... Ahora predomina el onelinerism [suele traducirse como el impacto de una sola frase], en el que el título o la explicación de la obra parecen más importantes que la obra en sí. A mí me interesa lo contrario, la experiencia de la obra”.

La música también es reconocible desde el comienzo con “VeocomoTopo” y una guitarra que orienta la primera parte climática y esa apertura tan Buenos Muchachos, con coros que parecen repetir un mantra. Un primer impacto que altera los sentidos y también instala la percepción de que a continuación sucederá algo especial. Sin embargo, más allá de lo esperable de la banda, uno de los mayores atractivos del disco es un sonido más limpio, con referencias a Blackstar, de David Bowie, The Hope Six Demolition Project y Let England Shake, de PJ Harvey, entre otros.

Nozar es uno de los músicos más involucrados en el sonido final y destaca que fue el disco más fácil de posproducir para ellos: “Gastón Ackermann hizo un trabajo maravilloso, vital para que sonara de este modo. Comprendió todos los detalles, aportó otros, elevó la música de un modo que solamente los grandes productores son capaces de hacer, pienso en Flood, Eno o Godrich. Su trabajo fue a destajo y de una fineza envidiable. Aprendimos muchísimo a su lado”. Nozar participó en la posproducción junto a Marcelo Fernández (guitarrista de la banda), aliados con Ackerman, y resalta los aportes vitales de Antuña, Dalton y el bajista Ignacio Echeverría, quien fue el último en integrarse.

Ackerman también toca el saxo durante un disco en el que cada instrumento encuentra su lugar sin sonar todos todo el tiempo sino que parecen entrar y salir de escena. Incluso las guitarras con su habitual transición de la calma a una distorsión furiosa, como sucede en “Viaje lejos”, con una primera parte celestial que luego se deforma. Aun así se trata de un disco menos centrado en las habituales guitarras reverberantes, rasgo acentuado desde la incorporación de Pancho Coelho en 2011. Eso no quita que sobresalgan en varios pasajes del álbum, como en la sutileza del slide de “Todo aquel infierno”, la melancolía acorde a sus tonos menores y la estridencia usual de esa montaña rusa en la que entran varias de sus canciones. Ejemplos de ello son “Dos no da tres”, segundo corte difusión del álbum, y “Crucifijo de orillo”, con el sonido reconocible de Fernández y Antuña que despliega estructuras circulares, acompañadas por coros en una repetición hipnótica. Dalton comenta que esta vez procuraron que la base de las canciones fueran el bajo, la batería y la voz. “Las guitarras tienen un encare más de arreglos precisos y efectivos, en lugar de que lleven la canción, como sucedía en general en los discos anteriores. Para mí es el disco en el que más logramos estar al servicio de las canciones y no de lo que cada uno tocaba, algo que venimos intentando desde Se pule la colmena (2011)”, explica.

Los sonidos fluyen detrás de la voz, que está muy lejos de aquellos años en los que se camuflaba entre las guitarras, los efectos y el inglés flojo de papeles. “No los estaba buscando”, señala Dalton, “más bien me encontré con esos registros. Desde hace un tiempo que en los recitales uso auricular para escucharme la voz y eso me llevó a cantar más suave y con más aire para mantener y estirar las notas, entonces inconscientemente me puse a jugar con eso”. Varias letras acompañan ese espíritu de cambio: “Hoy mi viejo bar, una serie” canta en “Arco”. Más de eso sucede al comienzo de “Antenas rubias”, compuesto por Diego Be y Buenos Muchachos, que fue el corte difusión del disco y mantiene ese espíritu de cambio, el milagro cotidiano, la rutina caracol. “Estoy viviendo más el día que la noche, seguramente estoy componiendo de otra manera. Las canciones las fui escribiendo de día con otra sensibilidad, casi nueva”, comenta Dalton. Lo que no cambia es la gravedad de su voz, que siempre parece estar diciendo algo más y envuelve a las canciones densas en cierta bruma de misterio. Es una de esas voces profundas y oscuras que se inscriben en la tradición uruguaya, con exponentes que van desde Alfredo Zitarrosa hasta Jaime Roos.

Uno de sus mejores momentos es “Barco hermanito”, en el que Dalton vira a Elvis y le canta a un amigo, logrando uno de los pasajes más sorprendentes y conmovedores de toda la obra de Buenos Muchachos. Más allá de lo emotivo y la interpretación en modo balada, este tema tiene al menos otros dos hechos inusuales: dos bajos y la palabra “añil”. Desde siempre, Buenos Muchachos se caracterizó por expresarse con cierta gracia, mayormente dramática pero también con juegos de palabras como “Sentimiento acorde”, en la que se destacan la sutileza del bajo y los vientos de Ackerman. Hay algo de conexión familiar en cómo se complementan las distintas piezas y también en cierta autorreferencialidad, con pasajes que evocan otras canciones de la banda, tanto musical como líricamente. El caso más significativo es “Mi rincón (parte II)”, secuela de aquel tema incluido en Se pule la colmena y cantado a medias por Dalton y Fernández, en el que Ignacio Gutiérrez y su piano son protagonistas, diciendo con música.

La expresividad de los instrumentos es otro punto fuerte del disco, con baterías que tienen un rol fundamental a partir de la grabación del álbum, realizado sobre registros de percusión, tal vez más que en discos anteriores. En ese sentido, se destacan las baterías de “Turto” –en la que también sobresale el solo de guitarra que dialoga con el saxo– y la creatividad de la percusión de “La miseria de tu plan”, con una primera parte que sorprende con el efecto de sonido de las pisadas haciendo percusión sobre chapas. También por esos experimentos sonoros este disco se instala como el octavo pasajero de una obra intensa y sin concesiones, haciendo nada a pedido del público y mucho a favor de la música.

En La diaria, por Nelson Barceló, 11 de enero de 2018.


miércoles, 21 de febrero de 2018

La canción del baile.

Un atardecer caminaba Zaratustra con sus discípulos por el bosque; y estando buscando una fuente he aquí que llegó a un verde prado a quien árboles y malezas silenciosamente rodeaban: en él bailaban, unas con otras, unas muchachas. Tan pronto como las muchachas reconocieron a Zaratustra dejaron de bailar; mas Zaratustra se acercó a ellas con gesto amistoso y dijo estas palabras.


«¡No dejéis de bailar, encantadoras muchachas! No ha llegado a vosotras, con mirada malvada, ningún aguafiestas, ningún enemigo de muchachas. Abogado de Dios soy yo ante el diablo: mas éste es el espíritu de la pesadez. ¿Cómo habría yo de ser, oh ligeras, hostil a bailes divinos? ¿O a pies de muchacha de hermosos tobillos? Sin duda soy yo un bosque y una noche de árboles oscuros: sin embargo, quien no tenga miedo de mi oscuridad encontrará también taludes de rosas debajo de mis cipreses (...)

En Así habló Zaratustra, de Friedrich Nietzsche.


martes, 20 de febrero de 2018

La verdad es mujer.

«Suponiendo que la Verdad sea mujer, ¿no es fundada la sospecha de que todos los filósofos, en cuanto dogmáticos, entendían muy poco de mujeres, de que el aire terriblemente grave y la torpe importunidad con que hasta ahora solían acercarse a la verdad fueron medios tan inadecuados como improcedentes de conquistar precisamente a una mujer?...»


Nietzsche (…) optó en cambio por el proyecto de desmitificar la verdad. Kant, respetuoso del valor de la verdad, nunca imaginó siquiera la posibilidad de cuestionarla críticamente. Nietzsche se burló de esta fidelidad ciega, y la castigó con el peyorativo adjetivo «dogmatismo». Luego despojó a la verdad de su nobleza y dignidad, de los adornos y embelecos con que la había vestido la tradición; la declaró metáfora, una moneda manoseada, gastada, que ha perdido su valor, y que debe volver a ser acuñada, y marcada con nueva imagen. Sustituyó el verbo «descubrir», con que la tradición positivizó el esfuerzo de los filósofos, por el de crear, pensando que los hombres producen la verdad, condicionados por una situación histórica concreta. Tuvo la osadía de decir que la verdad no se opone al error, y que el fundamento sobre el que establecemos nuestro sistema de creencias es a menudo una mentira. 


Animó a sus lectores de La Genealogía de la moral a que reflexionaran críticamente sobre las nociones de bien y mal. Pensemos, dijo, sin prejuicios, en las valoraciones cristianas, en la estrategia astuta que tejieron los sacerdotes judíos para apoderarse del poder de los romanos. Ellos decían que se trataba del bien, de Dios, de la conciencia, pero lo que mandaba fue siempre el deseo de poder. Los señores querían mantener sus privilegios, los siervos deseaban apoderarse de lo que los otros defendían. ¿Dónde estuvo la verdad en toda esta disputa? Los señores romanos estimaban «verdad» lo que convenía a sus intereses de opresores; los sacerdotes judíos, lo que podía invertir esta situación. Después de soltar una carcajada homérica, desilusionada, pero vital, Nietzsche declara que la verdad designa lo que conviene a un grupo, a su desarrollo, o mejor, a lo que este grupo se representa como desarrollo. Concluye que la voluntad de verdad ha estado siempre al servicio de la voluntad de poder.

Desde este proyecto de desmistificación de la verdad tradicional se comprende que Nietzsche haya tomado el concepto «mujer» en su acepción negativa, de variabilidad, mentira, seducción, no verdad, y lo haya identificado con la «verdad». Mediante este gesto les advirtió a los filósofos que no podían seguir manteniendo la comedia de la justicia, del bien, de la generosidad y de la verdad unívoca y universal. Les señaló que la historia había impuesto una nueva representación de verdad, y que ahora había que pensarla como una convención, relativa a las necesidades de un grupo, de una comunidad, de un pueblo, es decir, perspectivesca. La significatividad y rareza de este gesto filosófico fue registrada por los estudiosos de Nietzsche. Era muy difícil que reconocieran su importancia. La red de creencias y supuestos desde la que pensaban y examinaban los textos de la tradición les impedía verla. Estos supuestos eran la univocidad de la verdad, su inmutabilidad, la identificación que existía entre ella y la justicia. Después de Derrida la frase se volvió visible. ¿Las lecturas que no la vieron eran mal intencionadas y deliberadas? Probablemente fueron simplemente reaccionarias. Sin duda que no fue Nietzsche quien hizo avanzar la historia. El pensamiento de Nietzsche no puede entenderse sino como una comprobación de que la verdad había cambiado su género. Precisamente por haber devenido mujer, la historia vino a alumbrar la frase aquella, y a ponérnosla ante los ojos a los investigadores de este fin de siglo para afrontarla y buscarle explicaciones.

El prefacio en que aparece comenta los prejuicios de los filósofos, su dogmatismo, su voluntad de deificar la verdad. Nietzsche se burla de los pensadores de la tradición, ridiculiza el esfuerzo que hicieron por separar a la verdad del plano de la realidad, de la experiencia. La verdad, suponían, era una entidad demasiado importante y noble como para que habitara en este mundo cruel, injusto y aparente. Por ello la pusieron a distancia, en un mundo suprasensible, donde ninguna de las pasiones bajas e innobles de los hombres pudiera alcanzarla. Le construyeron, explica Nietzsche, sólidos edificios, e invitaron a la verdad a que habitara en ellos. Edificios geométrico-matemáticos, sistemas morales, históricos. Nietzsche supone que la verdad jamás se sintió a gusto en estas construcciones, que se resintió de que la separaran del mundo de la experiencia, y la restringieran a lo suprasensible. Lo que mandaba en estos filósofos era el principio de causalidad. Se preguntaban, ¿cómo una entidad tan noble como la verdad puede tener su origen en la falsedad, en la ignorancia? Las cosas de más alto valor no pueden tener la misma raíz que las malas. Su principio debía estar en el seno del Ser, en lo imperecedero, en la cosa en sí, en Dios (...)

En En torno a la frase de Nietzsche “la verdad es mujer”, de Susana Münnich.


El carácter destructivo.

Puede ocurrirle a alguno que, al contemplar su vida retrospectivamente, reconozca que casi todos los vínculos fuertes que ha padecido en ella tienen su origen en hombres sobre cuyo «carácter destructivo» está todo el mundo de acuerdo. Un día, quizás por azar, tropezará con este hecho, y cuanto más violento sea el choque que le cause, mayores serán las probabilidades de que se represente el carácter destructivo.

El carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo una actividad: despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre es más fuerte que todo odio. El carácter destructivo es joven y alegre. Porque destruir rejuvenece, ya que aparta del camino las huellas de nuestra edad; y alegra, puesto que para el que destruye dar de lado significa una reducción perfecta, una erradicación incluso de la situación en que se encuentra. A esta imagen apolínea del destructivo nos lleva por de pronto el atisbo de lo muchísimo que se simplifica el mundo si se comprueba hasta qué punto merece la pena su destrucción. Este es el gran vínculo que enlaza unánimemente todo lo que existe. Es un panorama que depara al carácter destructivo un espectáculo de la más honda armonía.


El carácter destructivo trabaja siempre fresco. Es la naturaleza la que, al menos indirectamente, le prescribe el ritmo: porque tiene que tomarle la delantera. De lo contrario será ella la que emprenda la destrucción. Al carácter destructivo no le ronda ninguna imagen. Tiene pocas necesidades y la mínima sería saber qué es lo que va a ocupar el lugar de lo destruido. Por de pronto, por lo menos por un instante, el espacio vacío, el sitio donde estuvo la cosa que ha vivido el sacrificio. Enseguida habrá alguien que lo necesite sin ocuparlo.

El carácter destructivo hace su trabajo y sólo evita el creador. Así como el que crea, busca para sí la soledad, tiene que rodearse constantemente el que destruye de gentes que atestigüen su eficiencia. El carácter destructivo es una señal. Así como un punto trigonométrico está expuesto por todos lados al viento, él está por todos lados expuesto a las habladurías. No tiene sentido protegerle en contra. El carácter destructivo no está interesado en absoluto en que se le entienda. Considera superficiales los empeños en esa dirección. En nada puede dañarle ser malentendido. Al contrario, lo provoca, igual que lo provocaron los oráculos, instituciones destructivas del Estado. El más pequeño burgués de todos los fenómenos, el cotilleo, tiene lugar sólo porque las gentes no quieren ser malentendidas. El carácter destructivo deja que se le entienda mal; no favorece el cotilleo.

El carácter destructivo es el enemigo del hombre-estuche. El hombre-estuche busca su comodidad y la médula de ésta es la envoltura. El interior del estuche es la huella que aquél ha impreso en el mundo envuelta en terciopelo. El carácter destructivo borra incluso las huellas de la destrucción. El carácter destructivo milita en el frente de los tradicionalistas. Algunos transmiten las cosas en tanto que las hacen intocables y las conservan; otros las situaciones en tanto que las hacen manejables y las liquidan. A estos se les llama destructivos.

El carácter destructivo tiene la consciencia del hombre histórico, cuyo sentimiento fundamental es una de confianza invencible respecto del curso de las cosas (y la prontitud con que siempre toma nota de que todo puede irse a pique). De ahí que el carácter destructivo sea la confianza misma.

El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta. Y no siempre con áspera violencia, a veces con violencia refinada. Como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos. El carácter destructivo no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio no merece la pena.


En Discursos Interrumpidos I, de Walter Benjamin.



lunes, 19 de febrero de 2018

Giordano Bruno.

De la espléndida serie de filósofos renacentistas que comenzaron a sacar al pensamiento europeo moderno fuera del predominio de la todopoderosa escolástica cristiana sobresale impresionante la silueta calcinada de Giordano Bruno. Desde su muerte en la hoguera en Roma en febrero del año 1600, su nombre, rodeado de rumores de infamia panteísta y de audacia cosmológica, consta en las actas martirológicas del librepensamiento moderno. Su destino póstumo ha conservado algo del esplendor del fuego fatuo y de la mala fortuna de su biografía. Da la impresión de que sus partidarios e intérpretes han hurgado más en sus cenizas que en sus escritos.


Verdaderamente, la historia espiritual conoce pocos autores cuya memoria esté determinada en semejante medida por proyecciones y acaparamientos debidos a los intereses de sus simpatizantes soñadores. Así pues, la historia de la recepción de Giordano Bruno es, con escasas excepciones, la de una deficiencia en la lectura, con buenas intenciones; algún que otro descendiente de Giordano Bruno necesitado de apoyo puso en su boca lo que éste habría dicho si hubiera sido aquel por el que se le pretendía tener. Así, trabajaron para su causa buscadores de alianzas de todos los colores, grupos pacifistas, anticlericales y panteístas principalmente; en tiempos más recientes ha echado mano de él hasta un cierto pietismo católico.

Se siente uno apremiado a aparecer quemado junto a él para aprovecharse de su aureola de víctima. Puede ser que tales impertinencias sean un mecanismo típico en la historia de los filósofos disidentes. En tanto se fundamentan en la carencia de un saber de calidad, se explican en buena parte por la circunstancia de que, desde el siglo XIX, el latín pasó a ser una lengua muerta entre los eruditos europeos, de manera que los escritos más decisivos de Giordano Bruno, redactados en latín, permanecieron durante mucho tiempo como enterrados en una cripta.

Quien quiera exponerse a la energía y a la grandeza del pensamiento de Giordano Bruno en sus manifestaciones más impresionantes tiene que preocuparse en primer lugar por liberar de su cripta latina al «mago» Bruno, al artista de la memoria, al materiósofo, al ontólogo de las imágenes y al maestro de las ágiles transformaciones, para meditar sus sugerencias a la luz de las lenguas modernas.

Es mérito de Elisabeth von Samsonow -estimulada no en última instancia por los trabajos de la gran dama de la investigación sobre el Renacimiento, Francés A. Yatesel- haber comenzado a abrir a los lectores alemanes el acceso a los escritos latinos de Bruno, olvidados durante tanto tiempo. Su obra da testimonio de un aspecto ignorado en este mito de la Edad Moderna: ilustra el nacimiento de la modernidad a partir del espíritu de una filosofía de la imaginación. 


Tras el redescubrimiento de las teorías de Bruno acerca de los logros de la «fantasía» como constituyente del mundo, la inclinación indolente de los historiadores de las ideas a construir todo el pensamiento moderno a partir de Descartes se vuelve más dudosa que nunca. Hay que retroceder hasta el universo de Bruno, Shakespeare y Bacon, para encontrar las claves de los tesoros incipientes de la modernidad, desconocidos todavía en gran medida.

Como casi ningún otro pensador antes que él, Giordano Bruno se sumergió en la cosmodinámica de los recuerdos. Con sus penetraciones reflexivas en la naturaleza y la función de la memoria, Giordano Bruno podría ser contemporáneo de aquellos que se inclinan en la actualidad sobre el cerebro humano como si se tratara del refugio de los enigmas del universo.

Al enfatizar en el carácter de ars del recuerdo y de la memoria, Giordano Bruno es el primer filósofo del «arte» de la Edad Moderna. Ya va siendo hora de soplar sobre las cenizas de los manuscritos de Bruno para liberar lo que solamente honra a este pensador que fue un maestro de la prosa italiana y latina: la brillante textualidad de sus pensamientos reales.


En Temperamentos filosóficos, de Peter Sloterdijk.



Ricoeur: Derrida y la escuela de la sospecha.

El proyecto de Derrida tiene su origen sobretodo en la tradición nietzscheana; tradición que finalmente se enmarca en lo que Ricoeur, agudamente, ha denominado “escuela de la sospecha” (Nietzsche – Freud – Marx). Lo determinante de esta “escuela” reside en el intento programático de “desenmascar” los motivos ocultos que subyacen tras la aparente neutralidad o positividad de la filosofía, la cultura y los signos en general. Pero no sólo la filosofía y las diversas formas culturales están afectadas a un engaño esencial, constitutivo, sino incluso la propia verdad no es más que otra forma de estratificación y mistificación histórica. Según la sugerencia de Nietzsche, finalmente, “las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son”. Uno de los méritos indudables de Derrida consiste precisamente no sólo en una inmersión excepcionalmente solvente en esta tradición de la “escuela de la sospecha”, sino sobre todo en haber llevado, en cierto sentido, a culminación sus tendencias más profundas. 


Y es que para Derrida la tarea de desmontaje de la tradición “logocentrica” y “presentista” de la historia de la filosofía no consiste simplemente en develar un engaño o una ilusión para dar cuenta así de un “sentido originario” –como en la “genealogía” de Nietzsche–, sino en dar cuenta de las cesuras o las discontinuidades que afectan a toda traditio. La interpretación no nos entrega nunca los objetos en su verdadera presencia, sino como “huellas” que nunca se podrán hacer plenamente presentes. En toda interpretación, el sentido último queda pues perfectamente diferenciado, diferido (différence), desplazado, distanciado. Y ello a tal punto que ni siquiera se puede saber dónde termina un “texto” y comienza otro: “Il n'y a pas de hors-texte”, llega a afirmar Derrida. La hermenéutica de Derrida constituye sin duda una culminación de las tendencias más profundas de la denominada “escuela de la sospecha”.

Pero toda culminación, como todo límite, es un Janus bifrons: por una parte puede mirar hacia la serie del cual forma parte como una especie de cúspide, pero por otra también puede mirar hacia el “otro lado del muro”, hacia el silencio y la disolución. Cabe aquí la pregunta que el propio Foucault ha propuesto respecto de la hipertrofia de la interpretación: la intensificación de la sospecha y el “desenmascaramiento” suponen el paso constante de una máscara a otra hasta el infinito, sin jamás poder alcanzar un terminus ad quem. En tal caso, en estricto sentido, el proceso hermenéutico se agota en sí mismo y ya “no hay nada” que interpretar…


En Derrida: Deconstrucción, Différance y Diseminación. Una historia de parásitos, huellas y espectros, de Adolfo Vásquez Rocca.


Žižek.




viernes, 16 de febrero de 2018

Soledad.

Seis metros cúbicos de aire.
Un colchón para dormir.
Tal vez un libro en el estante
y el retrato de alguien que no ha de venir.
Eso eres tú, soledad,
cuando estoy yo en el centro.

Pero… ¿Qué harás, soledad,
cuando yo, simplemente
siguiendo la metamorfosis natural,
me haya convertido en nada?
¿Qué será de ti, soledad?
¿Qué harás cuando te quedes sola?














¿Qué harás cuando tus palabras,
cuchillos de mil hojas
para las fibras sensibles de un alma,
lancen tajos de silencio a la nada?
¿Qué harás cuando grites al mundo
y tu mundo sea un cuarto vacío?

Qué pena me das, soledad.
Soledad de apenas
seis metros cúbicos de aire.
Un colchón para dormir.
Un libro ya leído en el estante.
Y en la pared el retrato
de alguien que acaba de partir.

¿Quién te hará compañía, soledad?
¿Quién beberá tus verdes lágrimas?
Cuán sola estarás entonces, soledad,
sobre tu cama amortajada.
Porque desaparecido yo, soledad,
tú te convertirás en nada.
                                                                 Helenio Campos Ocaña.


jueves, 15 de febrero de 2018

Nietzsche y el olvido.

Cerrar temporalmente las puertas y ventanas de la conciencia; no dejar que nos molesten el ruido y la lucha con lo que el mundo subterráneo de órganos que están a nuestro servicio trabajan unos para otros, y también unos en contra de otros; un poco de calma, un poco de tabula rasa de la conciencia, a fin de que vuelva a haber sitio para lo nuevo, sobre todo para las funciones y los funcionarios más nobles, para gobernar, prever, predeterminar (pues nuestro organismo está dispuesto oligárquicamente): esta es la utilidad del, como hemos dicho, olvido activo, semejante a un guardián de la puerta, a alguien que mantuviese en el alma el orden, la tranquilidad, la etiqueta: se ve así enseguida hasta qué punto no podría haber felicidad, jovialidad, esperanza, orgullo, presente, sin el olvido.


El hombre en el que este aparato inhibitorio está dañado y deja de cumplir su función es comparable a un dispéptico (y no solo comparable), no “acaba” con nada… Precisamente este animal necesariamente olvidadizo, en el que el olvido representa una fuerza, una forma de salud fuerte, ha criado en sí mismo una facultad contraria, una memoria, mediante la cual en determinados casos se suspende el olvido, a saber, en los casos en los que se ha de prometer: por tanto de ningún modo meramente un pasivo librarse de la impresión que se haya quedado grabada, no solo la indigestión con una palabra otrora empeñada y de la que ya no podemos librarnos, sino un activo no querer librarse, un seguir y seguir queriendo lo otrora querido, una autentica memoria de la voluntad: de manera que entre el original “quiero”, “lo haré”, y la auténtica descarga de la voluntad, su acto, puede introducirse lícitamente sin ningún problema en un mundo de cosas, circunstancias e incluso actos de voluntad, nuevos y ajenos, sin que se rompa esta larga cadena de la voluntad.

En La genealogía de la moral, de Friedrich Nietzsche.


Empédocles.

Tú buscas la vida, la buscas y del fondo
de la tierra brota y flamea un fuego divino,
y tú, estremecido de deseos,
te arrojas en la hoguera del Etna.


Así el orgullo de una reina derretía
perlas en el vino; ¡no tiene importancia!
Mas, ¿por qué, oh poeta, sacrificaste
tu riqueza en el cráter bullente?

¡Sin embargo te venero, víctima intrépida,
como al poder de la Tierra que te arrebatará!
Y si no fuese porque el amor me retiene
al héroe seguiría en el abismo.

                                                                                               Friedrich Hölderlin.