«Suponiendo
que la Verdad sea mujer, ¿no es fundada la sospecha de que todos los
filósofos, en cuanto dogmáticos, entendían muy poco de mujeres, de
que el aire terriblemente grave y la torpe importunidad con que hasta
ahora solían acercarse a la verdad fueron medios tan inadecuados
como improcedentes de conquistar precisamente a una mujer?...»
Nietzsche
(…) optó en cambio por el proyecto de desmitificar la verdad.
Kant, respetuoso del valor de la verdad, nunca imaginó siquiera la
posibilidad de cuestionarla críticamente. Nietzsche se burló de
esta fidelidad ciega, y la castigó con el peyorativo adjetivo
«dogmatismo». Luego despojó a la verdad de su nobleza y dignidad,
de los adornos y embelecos con que la había vestido la tradición;
la declaró metáfora, una moneda manoseada, gastada, que ha perdido
su valor, y que debe volver a ser acuñada, y marcada con nueva
imagen. Sustituyó el verbo «descubrir», con que la tradición
positivizó el esfuerzo de los filósofos, por el de crear, pensando
que los hombres producen la verdad, condicionados por una situación
histórica concreta. Tuvo la osadía de decir que la verdad no se
opone al error, y que el fundamento sobre el que establecemos nuestro
sistema de creencias es a menudo una mentira.
Animó
a sus lectores de La Genealogía de la moral a que
reflexionaran críticamente sobre las nociones de bien y mal.
Pensemos, dijo, sin prejuicios, en las valoraciones cristianas, en la
estrategia astuta que tejieron los sacerdotes judíos para apoderarse
del poder de los romanos. Ellos decían que se trataba del bien, de
Dios, de la conciencia, pero lo que mandaba fue siempre el deseo de
poder. Los señores querían mantener sus privilegios, los siervos
deseaban apoderarse de lo que los otros defendían. ¿Dónde estuvo
la verdad en toda esta disputa? Los señores romanos estimaban
«verdad» lo que convenía a sus intereses de opresores; los
sacerdotes judíos, lo que podía invertir esta situación. Después
de soltar una carcajada homérica, desilusionada, pero vital,
Nietzsche declara que la verdad designa lo que conviene a un grupo, a
su desarrollo, o mejor, a lo que este grupo se representa como
desarrollo. Concluye que la voluntad de verdad ha estado siempre al
servicio de la voluntad de poder.
Desde
este proyecto de desmistificación de la verdad tradicional se
comprende que Nietzsche haya tomado el concepto «mujer» en su
acepción negativa, de
variabilidad, mentira, seducción, no verdad, y lo haya identificado
con la «verdad». Mediante este gesto les advirtió a los filósofos
que no podían seguir manteniendo la comedia de la justicia, del
bien, de la generosidad y de la verdad unívoca y universal. Les
señaló que la historia había impuesto una nueva representación de
verdad, y que ahora había que pensarla como una convención,
relativa a las necesidades de un grupo, de una comunidad, de un
pueblo, es decir, perspectivesca. La significatividad y rareza de
este gesto filosófico fue registrada por los estudiosos de
Nietzsche. Era muy difícil que reconocieran su importancia. La red
de creencias y supuestos desde la que pensaban y examinaban los
textos de la tradición les impedía verla. Estos supuestos eran la
univocidad de la verdad, su inmutabilidad, la identificación que
existía entre ella y la justicia. Después de Derrida la frase se
volvió visible. ¿Las lecturas que no la vieron eran mal
intencionadas y deliberadas? Probablemente fueron simplemente
reaccionarias. Sin duda que no fue Nietzsche quien hizo avanzar la
historia. El pensamiento de Nietzsche no puede entenderse sino como
una comprobación de que la verdad había cambiado su género.
Precisamente por haber devenido mujer, la historia vino a alumbrar la
frase aquella, y a ponérnosla ante los ojos a los investigadores de
este fin de siglo para afrontarla y buscarle explicaciones.
El
prefacio en que aparece comenta los prejuicios de los filósofos, su
dogmatismo, su voluntad de deificar la verdad. Nietzsche se burla de
los pensadores de la tradición, ridiculiza el esfuerzo que hicieron
por separar a la verdad del plano de la realidad, de la experiencia.
La verdad, suponían, era una entidad demasiado importante y noble
como para que habitara en este mundo cruel, injusto y aparente. Por
ello la pusieron a distancia, en un mundo suprasensible, donde
ninguna de las pasiones bajas e innobles de los hombres pudiera
alcanzarla. Le construyeron, explica Nietzsche, sólidos edificios, e
invitaron a la verdad a que habitara en ellos. Edificios
geométrico-matemáticos, sistemas morales, históricos. Nietzsche
supone que la verdad jamás se sintió a gusto en estas
construcciones, que se resintió de que la separaran del mundo de la
experiencia, y la restringieran a lo suprasensible. Lo que mandaba en
estos filósofos era el principio de causalidad. Se preguntaban,
¿cómo una entidad tan noble como la verdad puede tener su origen en
la falsedad, en la ignorancia? Las cosas de más alto valor no pueden
tener la misma raíz que las malas. Su principio debía estar en el
seno del Ser, en lo imperecedero, en
la cosa en sí, en Dios (...)
En
En torno a la frase de Nietzsche “la verdad es mujer”,
de Susana Münnich.
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