(…)
Había también dos cosas sobre las que reflexionaba todo el tiempo:
el alba y la apelación. Sin embargo, razonaba y trataba de no pensar
más en ellas. Me tendía, miraba al cielo y me esforzaba por
interesarme. Se volvía verde: era la noche. Hacía aún un esfuerzo
para desviar el curso de mis pensamientos. Oía el corazón. No podía
imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto
tiempo pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación.
Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el
latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en
vano. El alba o la apelación estaban allí. Concluía por decirme
que era más razonable no contenerme.
Sabía
que vendrían al alba. En suma, pasé las noches esperando el alba.
Nunca me ha gustado ser sorprendido. Cuando me sucede algo, prefiero
estar prevenido. Concluí, pues, por no dormir sino un poco de día y
durante todo el transcurso de las noches esperé pacientemente que la
luz naciera sobre el vidrio del cielo. Lo más difícil era la hora
incierta en la que, como yo sabía, acostumbraban operar. Después de
medianoche, esperaba y acechaba. Mis oídos nunca habían percibido
tantos ruidos, ni distinguido sonidos tan tenues. Puedo decir, por
otra parte, que en cierto modo tuve suerte durante este período pues
jamás oí paso alguno. Mamá decía a menudo que nunca se es
completamente desgraciado. Yo le daba razón en la cárcel, cuando el
cielo se coloreaba y un nuevo día deslizábase en la celda.
Porque
también hubiera podido oír pasos y mi corazón habría podido
estallar. Aun si el menor roce me arrojaba contra la puerta; aun así,
con el oído pegado a la madera, esperaba desesperadamente hasta oír
mi propia respiración, espantado de encontrarla ronca y tan parecida
al estertor de un perro, al fin de cuentas el corazón no estallaba y
había ganado otra vez veinticuatro horas.
Durante
el día tenía la apelación. Creo que saqué el mejor partido de
esta idea. Calculaba los resultados y obtenía el mayor rendimiento
de mis reflexiones. Tomaba siempre la peor posibilidad: la apelación
era rechazada. «Y bien, tendré que morir.» Antes que otros, es
evidente. Pero todo el mundo sabe que la vida no vale la pena de ser
vivida. En el fondo, no ignoraba que morir a los treinta años o a
los setenta importa poco, pues, naturalmente, en ambos casos, otros
hombres y otras mujeres vivían y así durante miles de años. En
suma, nada podía ser más claro. Era siempre yo quien moriría,
ahora o dentro de veinte años. En este punto, me molestaba un poco
en el razonamiento el salto terrible que sentía dentro de mí
pensando en veinte años de vida por venir. Pero lo reprimía
imaginando cómo serían mis pensamientos dentro de veinte años,
cuando a pesar de todo llegase el momento. Desde que uno debe morir,
es evidente que no importa cómo ni cuándo. Por consiguiente (y lo
difícil era no perder de vista todo lo que éste «por consiguiente»
representaba en el razonar), por consiguiente, debía aceptar el
rechazo de la apelación.
En
ese momento, únicamente en ese momento, tenía por así decir el
derecho, me concedía en cierto modo el permiso de considerar la
segunda hipótesis: me indultaban. Era fastidioso tener que dominar
la fogosidad del impulso de la sangre y del cuerpo que me hacía
arder los ojos con una alegría insensata. Era necesario dedicarme a
ahogar el grito, a analizarlo. Era necesario mantenerme natural aun
en esta hipótesis, para hacer más plausible la resignación frente
a la primera. Cuando lo conseguía había ganado una hora de calma.
En cualquier caso valía la pena considerarlo (…)
En
El extranjero, de Albert Camus.
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