Puede
ocurrirle a alguno que, al contemplar su vida retrospectivamente,
reconozca que casi todos los vínculos fuertes que ha padecido en
ella tienen su origen en hombres sobre cuyo «carácter destructivo»
está todo el mundo de acuerdo. Un día, quizás por azar, tropezará
con este hecho, y cuanto más violento sea el choque que le cause,
mayores serán las probabilidades de que se represente el carácter
destructivo.
El
carácter destructivo sólo conoce una consigna: hacer sitio; sólo
una actividad: despejar. Su necesidad de aire fresco y espacio libre
es más fuerte que todo odio. El carácter destructivo es joven y
alegre. Porque destruir rejuvenece, ya que aparta del camino las
huellas de nuestra edad; y alegra, puesto que para el que destruye
dar de lado significa una reducción perfecta, una erradicación
incluso de la situación en que se encuentra. A esta imagen apolínea
del destructivo nos lleva por de pronto el atisbo de lo muchísimo
que se simplifica el mundo si se comprueba hasta qué punto merece la
pena su
destrucción. Este es el gran vínculo que enlaza unánimemente todo
lo que existe. Es un panorama que depara al carácter destructivo un
espectáculo de la más honda armonía.
El
carácter destructivo trabaja siempre fresco. Es la naturaleza la
que, al menos indirectamente, le prescribe el ritmo: porque tiene que
tomarle la delantera. De lo contrario será ella la que emprenda la
destrucción. Al carácter destructivo no le ronda ninguna imagen.
Tiene pocas necesidades y la mínima sería saber qué es lo que va a
ocupar el lugar de lo destruido. Por de pronto, por lo menos por un
instante, el espacio vacío, el sitio donde estuvo la cosa que ha
vivido el sacrificio. Enseguida habrá alguien que lo necesite sin
ocuparlo.
El
carácter destructivo hace su trabajo y sólo evita el creador. Así
como el que crea, busca para sí la soledad, tiene que rodearse
constantemente el que destruye de gentes que atestigüen su
eficiencia. El carácter destructivo es una señal. Así como un
punto trigonométrico está expuesto por todos lados al viento, él
está por todos lados expuesto a las habladurías. No tiene sentido
protegerle en contra. El carácter destructivo no está interesado en
absoluto en que se le entienda. Considera superficiales los empeños
en esa dirección. En nada puede dañarle ser malentendido. Al
contrario, lo provoca, igual que lo provocaron los oráculos,
instituciones destructivas del Estado. El más pequeño burgués de
todos los fenómenos, el cotilleo, tiene lugar sólo porque las
gentes no quieren ser malentendidas. El carácter destructivo deja
que se le entienda mal; no favorece el cotilleo.
El
carácter destructivo es el enemigo del hombre-estuche. El
hombre-estuche busca su comodidad y la médula de ésta es la
envoltura. El interior del estuche es la huella que aquél ha impreso
en el mundo envuelta en terciopelo. El carácter destructivo borra
incluso las huellas de la destrucción. El carácter destructivo
milita en el frente de los tradicionalistas. Algunos transmiten las
cosas en tanto que las hacen intocables y las conservan; otros las
situaciones en tanto que las hacen manejables y las liquidan. A estos se
les llama destructivos.
El
carácter destructivo tiene la consciencia del hombre histórico,
cuyo sentimiento fundamental es una de confianza invencible respecto
del curso de las cosas (y la prontitud con que siempre toma nota de
que todo puede irse a pique). De ahí que el carácter destructivo
sea la confianza misma.
El
carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve
caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con
montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes,
por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta. Y no siempre con
áspera violencia, a veces con violencia refinada. Como por todas
partes ve caminos, está siempre en la encrucijada. En ningún
instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace
escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el
camino que pasa a través de ellos. El carácter destructivo no vive
del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de
que el suicidio no merece la pena.
En
Discursos Interrumpidos I, de Walter Benjamin.
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