De
la espléndida serie de filósofos renacentistas que comenzaron a
sacar al pensamiento europeo moderno fuera del predominio de la
todopoderosa escolástica cristiana sobresale impresionante la
silueta calcinada de Giordano Bruno. Desde su muerte en la hoguera en
Roma en febrero del año 1600, su nombre, rodeado de rumores de
infamia panteísta y de audacia cosmológica, consta en las actas
martirológicas del librepensamiento moderno. Su destino póstumo ha
conservado algo del esplendor del fuego fatuo y de la mala fortuna de
su biografía. Da la impresión de que sus partidarios e intérpretes
han hurgado más en sus cenizas que en sus escritos.
Verdaderamente,
la historia espiritual conoce pocos autores cuya memoria esté
determinada en semejante medida por proyecciones y acaparamientos
debidos a los intereses de sus simpatizantes soñadores. Así pues,
la historia de la recepción de Giordano Bruno es, con escasas
excepciones, la de una deficiencia en la lectura, con buenas
intenciones; algún que otro descendiente de Giordano Bruno
necesitado de apoyo puso en su boca lo que éste habría dicho si
hubiera sido aquel por el que se le pretendía tener. Así,
trabajaron para su causa buscadores de alianzas de todos los colores,
grupos pacifistas, anticlericales y panteístas principalmente; en
tiempos más recientes ha echado mano de él hasta un cierto pietismo
católico.
Se
siente uno apremiado a aparecer quemado junto a él para aprovecharse
de su aureola de víctima. Puede ser que tales impertinencias sean un
mecanismo típico en la historia de los filósofos disidentes. En
tanto se fundamentan en la carencia de un saber de calidad, se
explican en buena parte por la circunstancia de que, desde el siglo
XIX, el latín pasó a ser una lengua muerta entre los eruditos
europeos, de manera que los escritos más decisivos de Giordano
Bruno, redactados en latín, permanecieron durante mucho tiempo como
enterrados en una cripta.
Quien
quiera exponerse a la energía y a la grandeza del pensamiento de
Giordano Bruno en sus manifestaciones más impresionantes tiene que
preocuparse en primer lugar por liberar de su cripta latina al «mago»
Bruno, al artista de la memoria, al materiósofo, al ontólogo de las
imágenes y al maestro de las ágiles transformaciones, para meditar
sus sugerencias a la luz de las lenguas modernas.
Es
mérito de Elisabeth von Samsonow -estimulada no en última instancia
por los trabajos de la gran dama de la investigación sobre el
Renacimiento, Francés A. Yatesel- haber comenzado a abrir a los
lectores alemanes el acceso a los escritos latinos de Bruno,
olvidados durante tanto tiempo. Su obra da testimonio de un aspecto
ignorado en este mito de la Edad Moderna: ilustra el nacimiento de la
modernidad a partir del espíritu de una filosofía de la
imaginación.
Tras
el redescubrimiento de las teorías de Bruno acerca de los logros de
la «fantasía» como constituyente del mundo, la inclinación
indolente de los historiadores de las ideas a construir todo el
pensamiento moderno a partir de Descartes se vuelve más dudosa que
nunca. Hay que retroceder hasta el universo de Bruno, Shakespeare y
Bacon, para encontrar las claves de los tesoros incipientes de la
modernidad, desconocidos todavía en gran medida.
Como
casi ningún otro pensador antes que él, Giordano Bruno se sumergió
en la cosmodinámica de los recuerdos. Con sus penetraciones
reflexivas en la naturaleza y la función de la memoria, Giordano
Bruno podría ser contemporáneo de aquellos que se inclinan en la
actualidad sobre el cerebro humano como si se tratara del refugio de
los enigmas del universo.
Al
enfatizar en el carácter de ars del recuerdo y de la memoria,
Giordano Bruno es el primer filósofo del «arte» de la Edad
Moderna. Ya va siendo hora de soplar sobre las cenizas de los
manuscritos de Bruno para liberar lo que solamente honra a este
pensador que fue un maestro de la prosa italiana y latina: la
brillante textualidad de sus pensamientos reales.
En
Temperamentos filosóficos, de Peter Sloterdijk.
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