Bajo,
batería y voz son la base de las nuevas canciones, por momentos
autorreferenciales, con licencia para experimentos sonoros, con las
que la banda encabezada por Pedro Dalton llega al octavo álbum.
A
dos años de Nidal,
un disco más íntimo y grabado en un clima de entre casa, Buenos
Muchachos publica su octavo trabajo con 12 canciones y sin nombre.
Sin embargo, no hace falta que figure título alguno para notar que
son ellos desde el arte, a través de una creación colectiva entre
Dalton y Gustavo Antuña (las imágenes son acuarelas de ambos),
Martín Batallés y Gabriela Costoya. Acerca de la ausencia de título
para el disco, Batallés recuerda que cuando el arte de tapa fue
tomando su forma definitiva, la idea de que el álbum no llevara
nombre terminó de cerrar completamente: “Es un arte muy parco, no
hay palabras en el empaque”. Por su parte, José Nozar comparte una
mirada sobre el arte contemporáneo según Brian Eno, quien considera
que “los últimos 15 años han sido muy interesantes en el Reino
Unido. En el siglo XX hubo muchos ‘ismos’: cubismo, futurismo,
constructivismo... Ahora predomina el onelinerism
[suele traducirse como el impacto de una sola frase], en el que el
título o la explicación de la obra parecen más importantes que la
obra en sí. A mí me interesa lo contrario, la experiencia de la
obra”.
La
música también es reconocible desde el comienzo con “VeocomoTopo”
y una guitarra que orienta la primera parte climática y esa apertura
tan Buenos Muchachos, con coros que parecen repetir un mantra. Un
primer impacto que altera los sentidos y también instala la
percepción de que a continuación sucederá algo especial. Sin
embargo, más allá de lo esperable de la banda, uno de los mayores
atractivos del disco es un sonido más limpio, con referencias a
Blackstar,
de David Bowie, The
Hope Six Demolition Project
y Let
England Shake,
de PJ Harvey, entre otros.
Nozar
es uno de los músicos más involucrados en el sonido final y destaca
que fue el disco más fácil de posproducir para ellos: “Gastón
Ackermann hizo un trabajo maravilloso, vital para que sonara de este
modo. Comprendió todos los detalles, aportó otros, elevó la música
de un modo que solamente los grandes productores son capaces de
hacer, pienso en Flood, Eno o Godrich. Su trabajo fue a destajo y de
una fineza envidiable. Aprendimos muchísimo a su lado”. Nozar
participó en la posproducción junto a Marcelo Fernández
(guitarrista de la banda), aliados con Ackerman, y resalta los
aportes vitales de Antuña, Dalton y el bajista Ignacio Echeverría,
quien fue el último en integrarse.
Ackerman
también toca el saxo durante un disco en el que cada instrumento
encuentra su lugar sin sonar todos todo el tiempo sino que parecen
entrar y salir de escena. Incluso las guitarras con su habitual
transición de la calma a una distorsión furiosa, como sucede en
“Viaje lejos”, con una primera parte celestial que luego se
deforma. Aun así se trata de un disco menos centrado en las
habituales guitarras reverberantes, rasgo acentuado desde la
incorporación de Pancho Coelho en 2011. Eso no quita que sobresalgan
en varios pasajes del álbum, como en la sutileza del slide
de “Todo aquel infierno”, la melancolía acorde a sus tonos
menores y la estridencia usual de esa montaña rusa en la que entran
varias de sus canciones. Ejemplos de ello son “Dos no da tres”,
segundo corte difusión del álbum, y “Crucifijo de orillo”, con
el sonido reconocible de Fernández y Antuña que despliega
estructuras circulares, acompañadas por coros en una repetición
hipnótica. Dalton comenta que esta vez procuraron que la base de las
canciones fueran el bajo, la batería y la voz. “Las guitarras
tienen un encare más de arreglos precisos y efectivos, en lugar de
que lleven la canción, como sucedía en general en los discos
anteriores. Para mí es el disco en el que más logramos estar al
servicio de las canciones y no de lo que cada uno tocaba, algo que
venimos intentando desde Se
pule la colmena
(2011)”, explica.
Los
sonidos fluyen detrás de la voz, que está muy lejos de aquellos
años en los que se camuflaba entre las guitarras, los efectos y el
inglés flojo de papeles. “No los estaba buscando”, señala
Dalton, “más bien me encontré con esos registros. Desde hace un
tiempo que en los recitales uso auricular para escucharme la voz y
eso me llevó a cantar más suave y con más aire para mantener y
estirar las notas, entonces inconscientemente me puse a jugar con
eso”. Varias letras acompañan ese espíritu de cambio: “Hoy mi
viejo bar, una serie” canta en “Arco”. Más de eso sucede al
comienzo de “Antenas rubias”, compuesto por Diego Be y Buenos
Muchachos, que fue el corte difusión del disco y mantiene ese
espíritu de cambio, el milagro cotidiano, la rutina caracol. “Estoy
viviendo más el día que la noche, seguramente estoy componiendo de
otra manera. Las canciones las fui escribiendo de día con otra
sensibilidad, casi nueva”, comenta Dalton. Lo que no cambia es la
gravedad de su voz, que siempre parece estar diciendo algo más y
envuelve a las canciones densas en cierta bruma de misterio. Es una
de esas voces profundas y oscuras que se inscriben en la tradición
uruguaya, con exponentes que van desde Alfredo Zitarrosa hasta Jaime
Roos.
Uno
de sus mejores momentos es “Barco hermanito”, en el que Dalton
vira a Elvis y le canta a un amigo, logrando uno de los pasajes más
sorprendentes y conmovedores de toda la obra de Buenos Muchachos. Más
allá de lo emotivo y la interpretación en modo balada, este tema
tiene al menos otros dos hechos inusuales: dos bajos y la palabra
“añil”. Desde siempre, Buenos Muchachos se caracterizó por
expresarse con cierta gracia, mayormente dramática pero también con
juegos de palabras como “Sentimiento acorde”, en la que se
destacan la sutileza del bajo y los vientos de Ackerman. Hay algo de
conexión familiar en cómo se complementan las distintas piezas y
también en cierta autorreferencialidad, con pasajes que evocan otras
canciones de la banda, tanto musical como líricamente. El caso más
significativo es “Mi rincón (parte II)”, secuela de aquel tema
incluido en Se
pule la colmena
y cantado a medias por Dalton y Fernández, en el que Ignacio
Gutiérrez y su piano son protagonistas, diciendo con música.
La
expresividad de los instrumentos es otro punto fuerte del disco, con
baterías que tienen un rol fundamental a partir de la grabación del
álbum, realizado sobre registros de percusión, tal vez más que en
discos anteriores. En ese sentido, se destacan las baterías de
“Turto” –en la que también sobresale el solo de guitarra que
dialoga con el saxo– y la creatividad de la percusión de “La
miseria de tu plan”, con una primera parte que sorprende con el
efecto de sonido de las pisadas haciendo percusión sobre chapas.
También por esos experimentos sonoros este disco se instala como el
octavo pasajero de una obra intensa y sin concesiones, haciendo nada
a pedido del público y mucho a favor de la música.
En
La diaria, por Nelson
Barceló, 11 de enero de 2018.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario