Todo
me fue dilucidado, aquel día. Los trogloditas eran los Inmortales;
el riacho de aguas arenosas, el Río que buscaba el jinete. En cuanto
a la ciudad cuyo nombre se había dilatado hasta el Ganges, nueve
siglos haría que los Inmortales la habían asolado. Con las
reliquias de su ruina erigieron, en el mismo lugar, la desatinada
ciudad que yo recorrí: suerte de parodia o reverso y también templo
de los dioses irracionales que manejan el mundo y de los que nada
sabemos, salvo que no se parecen al hombre. Aquella fundación fue el
último símbolo a que condescendieron los Inmortales; marca una
etapa en que, juzgando que toda empresa es vana, determinaron vivir
en el pensamiento, en la pura especulación. Erigieron la fábrica,
la olvidaron y fueron a morar en las cuevas. Absortos, casi no
percibían el mundo físico.
Esas
cosas Homero las refirió, como quien habla con un niño. También me
refirió su vejez y el postrer viaje que emprendió, movido, como
Ulises, por el propósito de llegar a los hombres que no saben lo que
es el mar ni comen carne sazonada con sal ni sospechan lo que es un
remo.
Habitó
un siglo en la Ciudad de los Inmortales. Cuando la derribaron,
aconsejó la fundación de la otra. Ello no debe sorprendernos; es
fama que después de cantar la guerra de Ilión, cantó la guerra de
las ranas y los ratones. Fue como un dios que creara el cosmos y
luego el caos.
Ser
inmortal es baladí; menos el hombre, todas las criaturas lo son,
pues ignoran la muerte; lo divino, lo terrible, lo incomprensible, es
saberse inmortal. He notado que, pese a las religiones, esa
convicción es rarísima. Israelitas, cristianos y musulmanes
profesan la inmortalidad, pero la veneración que tributan al primer
siglo prueba que sólo creen en él, ya que destinan todos los demás,
en número infinito, a premiarlo o a castigarlo. Más razonable me
parece la rueda de ciertas religiones del Indostán; en esa rueda,
que no tiene principio ni fin, cada vida es efecto de la anterior y
engendra la siguiente, pero ninguna determina el conjunto...
Adoctrinada por un ejercicio de siglos, la república de hombres
inmortales había logrado la perfección de la tolerancia
y casi del desdén. Sabía que en un plazo infinito le ocurren a todo
hombre todas las cosas. Por sus pasadas o futuras virtudes, todo
hombre es acreedor a toda bondad, pero también a toda traición, por
sus infamias del pasado o del porvenir. Así como en los juegos de
azar las cifras pares y las cifras impares tienden al equilibrio, así
también se anulan y se corrigen el ingenio y la estolidez, y acaso
el rústico poema del Cid es el contrapeso exigido por un solo
epíteto de las Églogas o por una sentencia de Heráclito.
El
pensamiento más fugaz obedece a un dibujo invisible y puede coronar,
o inaugurar, una forma secreta. Sé de quienes obraban el mal para
que en los siglos futuros resultara el bien, o hubiera resultado en
los ya pretéritos...
Encarados
así, todos nuestros actos son justos, pero también son
indiferentes. No hay méritos morales o intelectuales. Homero compuso
la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias
y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.
Nadie es alguien, un solo hombre inmortal es todos los hombres. Como
Cornelio Agrippa, soy dios, soy héroe, soy filósofo, soy demonio y
soy mundo, lo cual es una fatigosa manera de decir que no soy.
El
concepto del mundo como sistema de precisas compensaciones influyó
vastamente en los Inmortales. En primer término, los hizo
invulnerables a la piedad. He mencionado las antiguas canteras que
rompían los campos de la otra margen; un hombre se despeñó en la
más honda, no podía lastimarse ni morir, pero lo abrasaba la sed;
antes que le arrojaran una cuerda pasaron setenta años. Tampoco
interesaba el propio destino. El cuerpo era un sumiso animal
doméstico y le bastaba, cada mes, la limosna de unas horas de sueño,
de un poco de agua y de una piltrafa de carne. Que nadie quiera
rebajarnos a ascetas. No hay placer más complejo que el pensamiento
y a él nos entregábamos. A veces, un estímulo extraordinario nos
restituía al mundo físico. Por ejemplo, aquella mañana, el viejo
goce elemental de la lluvia. Esos lapsos eran rarísimos; todos los
Inmortales eran capaces de perfecta quietud; recuerdo alguno a quien
jamás he visto de pie: un pájaro anidaba en su pecho.
Entre
los corolarios de la doctrina de que no hay cosa que no esté
compensada por otra, hay uno de muy poca importancia teórica, pero
que nos indujo, a fines o a principios del siglo X, a dispersarnos
por la faz de la tierra. Cabe en estas palabras: Existe un río cuyas
aguas dan la inmortalidad; en alguna región habrá otro río cuyas
aguas la borren. El número de ríos no es infinito; un viajero
inmortal que recorra el mundo acabará, algún día, por haber bebido
de todos. Nos propusimos descubrir ese río. La muerte (o su alusión)
hace preciosos y patéticos a los hombres. Éstos conmueven por su
condición de fantasmas; cada acto que ejecutan puede ser último; no
hay rostro que no esté por desdibujarse como el rostro de un sueño.
Todo, entre los mortales, tiene el valor de lo irrecuperable y de lo
azaroso. Entre los Inmortales, en cambio, cada acto (y cada
pensamiento) es el eco de otros que en el pasado lo antecedieron, sin
principio visible, o el fiel presagio de otros que en el futuro lo
repetirán hasta el vértigo.
No
hay cosa que no esté como perdida entre infatigables espejos. Nada
puede ocurrir una sola vez, nada es preciosamente precario. Lo
elegíaco, lo grave, lo ceremonial, no rigen para los Inmortales.
Homero y yo nos separamos en las puertas de Tánger; creo que no nos
dijimos adiós.
En
El Inmortal, de Jorge Luis Borges.
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