(...)
El hombre es un parásito de la vaca, así definiría probablemente
un no-hombre al hombre en su zoología.
Podemos
considerar esta definición como una simple broma y reírnos
amablemente de ella. Pero cuando Teresa se ocupa seriamente de ella,
se encuentra en una situación comprometida: sus ideas son peligrosas
y la alejan de la humanidad. Ya en el Génesis, Dios le confió al
hombre el dominio sobre animales, pero esto podemos entenderlo en el
sentido de que sólo le cedió ese dominio. El hombre no era el
propietario, sino un administrador del planeta que, algún día,
debería rendir cuentas de esa administración.
Descartes
dio un paso decisivo: hizo del hombre el «señor y propietario de la
naturaleza». Pero existe sin duda cierta profunda coincidencia en
que haya sido precisamente él quien negó definitivamente que los
animales tuvieran alma: el hombre es el propietario y el señor
mientras que el animal, dice Descartes, es sólo un autómata, una
máquina viviente, «machina animata». Si el animal se queja, no se
trata de un quejido, es el chirrido de un mecanismo que funciona mal.
Cuando chirría la rueda de un carro, no significa que el eje sufra,
sino que no está engrasado. Del mismo modo hemos de entender el
llanto de un animal y no entristecernos cuando en un laboratorio
experimentan con un perro y lo trocean vivo.
Las
terneras pastan en el prado, Teresa está sentada sobre un tocón y
Karenin se apretuja contra ella con la cabeza sobre sus rodillas. Y
Teresa se acuerda de que una vez, quizás hace diez años, leyó una
noticia de dos líneas en el periódico: decía que en una ciudad
rusa habían matado a tiros a todos los perros del lugar. Aquella
noticia, poco llamativa y aparentemente insignificante, le hizo
sentir por primera vez miedo de ese país vecino, excesivamente
grande. Aquella noticia fue una anticipación de todo lo que sucedió
después: durante los primeros años que siguieron a la invasión
rusa, no se podía hablar aún de terror. Dado que casi todo el país
estaba en contra del régimen de ocupación, los rusos tuvieron que
buscar a personas nuevas entre la población checa y auparlas al
poder. ¿Pero dónde iban a buscarlas si tanto la fe en el comunismo
como el amor hacia Rusia habían muerto? Las buscaron entre quienes
deseaban vengarse de la vida por algún motivo. Hacía falta
unificar, cultivar y mantener alerta su agresividad. Hacía falta
ejercitarlas primero en objetivos provisionales. Esos objetivos
fueron los animales.
Los
periódicos empezaron entonces a publicar series de artículos y a
organizar la recepción de cartas de los lectores. Se pedía, por
ejemplo, que se eliminasen las palomas en las ciudades. Y se las
eliminó. Pero la campaña principal se orientaba contra los perros.
La gente aún estaba desesperada por la catástrofe de la ocupación,
pero los periódicos, la radio y la televisión no hablaban más que
de los perros, que ensucian las aceras y los parques, ponen en
peligro la salud de los niños, no tienen utilidad alguna y sin
embargo se los alimenta. Se creó tal psicosis que Teresa tenía
miedo de que la chusma azuzada le hiciera daño a Karenin. La maldad
acumulada (y entrenada en los animales) tardó un año en dirigirse a
su verdadero objetivo: la gente.
Empezaron
a echar a la gente de sus trabajos, a detener, a montar procesos
judiciales. Los animales ya podían respirar tranquilos. Teresa
acaricia constantemente la cabeza de Karenin, que descansa
tranquilamente sobre sus rodillas. Para sus adentros dice
aproximadamente esto: No tiene ningún mérito portarse bien con otra
persona. Teresa tiene que ser amable con los demás aldeanos porque
de otro modo no podría vivir en la aldea. Y hasta con Tomás tiene
que comportarse amorosamente, porque a Tomás lo necesita.
Nunca
seremos capaces de establecer con seguridad en qué medida nuestras
relaciones con los demás son producto de nuestros sentimientos, de
nuestro amor, de nuestro desamor, bondad o maldad, y hasta qué punto
son el resultado de la relación de fuerzas existente entre ellos y
nosotros.
La
verdadera bondad del hombre sólo puede manifestarse con absoluta
limpieza y libertad en relación con quien no representa fuerza
alguna. La verdadera prueba de la moralidad de la humanidad, la más
honda (situada a tal profundidad que escapa a nuestra percepción),
radica en su relación con aquellos que están a su merced: los
animales. Y aquí fue donde se produjo la debacle fundamental del
hombre, tan fundamental que de ella se derivan todas las demás.
Una
de las terneras se acercó a Teresa, se detuvo y la miró largamente
con sus grandes ojos castaños. Teresa la conocía. Le llamaba
Marqueta. Le hubiera gustado ponerle nombre a todas sus terneras,
pero no podía. Eran demasiadas. Antes, y seguro que hasta hace
cuarenta años, todas las vacas de este pueblo tenían nombre. (Y
dado que el nombre es el signo del alma, puedo afirmar que la tenían,
a pesar de Descartes.) Pero luego se hiz0 cargo del pueblo una gran
fábrica cooperativa y las vacas pasaron a llevar su vida en dos
metros cuadrados, en el establo. Desde entonces no tienen nombres y
se han vuelto «machinae animatae». El mundo le ha dado la razón a
Descartes. Sigo teniendo ante mis ojos a Teresa, sentada en un tocón,
acariciando la cabeza de Karenin y pensando en la debacle de la
humanidad.
En
ese momento recuerdo otra imagen: Nietzsche sale de su hotel en
Turín. Ve frente a él un caballo y al cochero que lo castiga con el
látigo. Nietzsche va hacia el caballo y, ante los ojos del cochero,
se abraza a su cuello y llora. Esto sucedió en 1889, cuando
Nietzsche se había alejado ya de la gente. Dicho de otro modo: fue
precisamente entonces cuando apareció su enfermedad mental. Pero
precisamente por eso me parece que su gesto tiene un sentido más
amplio. Nietzsche fue a pedirle disculpas al caballo por Descartes.
Su locura (es decir, su ruptura con la humanidad) empieza en el
momento en que llora por el caballo. Y ése es el Nietzsche al que yo
quiero, igual que quiero a Teresa, sobre cuyas rodillas descansa la
cabeza de un perro mortalmente enfermo. Los veo a los dos juntos:
ambos se apartan de la carretera por la que la humanidad, «ama y
propietaria de la naturaleza», marcha hacia adelante.
En
La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario