Esa noche no durmió. Estaba
sumamente cansado. Tampoco pensaba en nada. Pretendió darme una
definición de aquel estado con estos términos:
El alma está como si se
hubiera salido medio metro del cuerpo. Un aniquilamiento muscular
extraordinario, una ansiedad que no termina nunca. Usted cierra los
ojos y parece que el cuerpo se disuelve en la nada, de pronto se
recuerda un detalle perdido, entre los millares de días que ha
vivido; no cometa usted nunca un crimen, porque eso más que horrible
es triste.
Usted siente que va cortando
una tras otra las amarras que lo ataban a la civilización, que va a
entrar en el oscuro mundo de la barbarie, que perderá el timón, se
dice y eso también se lo dije al Astrólogo, que provenía de una
falta de training en la delincuencia, pero no es eso, no. En
realidad, usted quisiera vivir como los demás, ser honrado como los
demás, tener un hogar, una mujer, asomarse a la ventana para mirar
los transeúntes que pasan, y sin embargo, ya no hay una sola célula
de su organismo que no esté impregnada de la fatalidad que encierran
esas palabras: tengo que matarlo.
Usted dirá que razono mi
odio. Cómo no razonarlo. Si tengo la impresión de que vivo soñando.
Hasta me doy cuenta de que hablo tanto para convencerme de que no
estoy muerto, no por lo sucedido sino por el estado en que lo deja un
hecho así. Es igual que la piel después de una quemadura. Se cura,
¿pero vio usted cómo queda?, arrugada, seca, tensa, brillante. Así
le queda el alma a uno. Y el brillo que a momentos se refleja le
quema los ojos. Y las arrugas que tiene le repugnan. Usted sabe que
lleva en su interior un monstruo que en cualquier momento se desatará
y no sabe en qué dirección.
¡Un monstruo! Muchas veces
me quedé pensando en eso. Un monstruo calmoso, elástico,
indescifrable, que lo sorprenderá a usted mismo con la violencia de
sus impulsos, con las oblicuas satánicas que descubre en los
recovecos de la vida y que le permiten discernir infamias desde todos
los ángulos. ¡Cuántas veces me he detenido en mí mismo, en el
misterio de mí mismo y envidiaba la vida del hombre más humilde!
¡Ah!, no cometa nunca un crimen. Véame a mí cómo estoy. Y me
confieso con usted porque sí, quizá porque usted me comprende...
¿Y la noche?... Llegué
tarde a casa. Me tiré vestido encima de la cama. La emoción que
puede experimentar un jugador la sentía yo en los afanosos latidos
de mi corazón. En realidad no pensaba en los sucesos posteriores al
delito, sino que mantenía al borde del mismo la curiosidad de saber
cómo me comportaría, qué es lo que haría Barsut, de qué forma lo
secuestraría el Astrólogo, y el crimen que en algunas novelas había
leído se presentaba interesante; veía yo ahora que era algo
mecánico, que cometer un crimen es sencillo, y que nos parece
complicado a nosotros debido a que carecemos de la costumbre de él.
Tan es así que recuerdo que
me quedé acostado con la mirada fija en un ángulo de la pieza a
oscuras. Pedazos de antigua existencia, pero inconexos, pasaban como
empujados por un viento, ante mis ojos. Nunca llegué a explicarme el
misterioso mecanismo del recuerdo, que hace que en las circunstancias
excepcionales de nuestra vida, de pronto adquiera una importancia
casi extraordinaria el detalle insignificante y la imagen que durante
años y años ha estado cubierta en nuestra memoria por el presente
de la vida.
Ignorábamos que
existían aquellas fotografías interiores y de pronto el espeso velo
que las cubre se rompe, y así, esa noche, en vez de pensar en Barsut
me dejé estar allí, en ese triste cuarto de pensión, en la actitud
de un hombre que espera la llegada de algo, de ese algo de que he
hablado tantas veces, y que a mi modo de ver debía darle un giro
inesperado a mi vida, destruir por completo el pasado, revelarme a mí
mismo un hombre absolutamente distinto de lo que yo era.
En
Los siete locos, de Roberto Arlt.
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