¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

miércoles, 18 de enero de 2017

Hacia la nada creadora.

Cuando los burgueses fueron arrodillados a la derecha del socialismo, en el sagrado templo de la democracia, se acomodaron tranquilamente sobre el lecho de la espera para dormir su absurdo sueño de paz. Pero los proletarios, que bebiendo el veneno socialista habían perdido su inocencia feliz, gritaron desde la parte izquierda, turbando el sueño tranquilo de la idiota burguesía criminal.

Mientras tanto, en las más altas montañas del pensamiento los vagabundos de la idea vencían la náusea, anunciando que algo parecido a la risa fragorosa de Zaratustra había siniestramente producido su eco . . .


El viento del espíritu, igual al huracán, habría tenido que compenetrar el alma humana y levantarla impetuosamente en el torbellino de ideas para arrollar a todos los viejos valores en la tiniebla del tiempo, realzando en el sol la vida del instinto sublimado por el nuevo pensamiento.

Pero los sapos burgueses comprendieron, despertándose, que algo incomprensible gritaba en lo alto, amenazando su baja existencia. Sí: comprendieron que desde lo alto venía algo como una piedra, un estrépito, una amenaza. Comprendieron que la voz satánica de los frenéticos precursores del tiempo anunciaba una furibunda tormenta que, partiendo de la voluntad renovadora de unos pocos solitarios, explotaba en las vísceras de la sociedad para empezar de cero.

Pero no comprendieron (y no lo comprenderán hasta que no sean aplastados) que eso que pasaba sobre el mundo era el ala potente de una libre vida, en el batido de la cual estaba la muerte del “hombre burgués” y del “hombre proletario”, para que todos los hombres fuesen “únicos” y “universales” al mismo tiempo. Y este fue el motivo por el cual todas las burguesías del mundo sonaron al unísono sus campanas, acuñadas de falso metal idealístico, llamando a una gran reunión. Y la reunión fue general . . .


Todas las burguesías se refugiaron juntas. Acurrucadas juntas entre los viscosos juncos crecidos en el pantano de sus mentiras comunes y allí, en el silencio del fango, decidieron el exterminio de las ranas proletarias, sus siervas y amigas . . .

Del feroz complot formaron parte todos los sacerdotes de Cristo y de la democracia. Presenciaban también todos los ex-apóstoles de las ranas. La guerra se decidió y el príncipe de las víboras negras bendijo las armas fratricidas en nombre de aquel dios que dijo “no matarás”, mientras el simbólico vicario de la muerte imploró a su idea que viniese a bailar sobre el mundo.

Entonces el socialismo —como hábil acróbata y práctico saltimbanqui— dio un salto adelante. Saltó sobre el filo extendido de la sentimental especulación política, se ciñó de negro la frente; y, doloriéndose y llorando, así más o menos, habló:

Yo soy el verdadero enemigo de la violencia. Soy enemigo de la guerra, y más enemigo de la revolución. Soy el enemigo de la sangre”.

Y después de haber hablado nuevamente de “paz” y de “igualdad”, de “fe” y de “martirio”, de “humanidad” y de “advenir”, entonó una canción sobre motivos del “sí” y del “no”, plegó la cabeza y lloró. Lloró lágrimas de Judas, ¡que no son ni siquiera el “me lavo las manos” de Pilatos!

Y las ranas partieron . . .
Partieron hacia el reino de la suprema vileza humana.
Partieron hacia el fango de todas las trincheras.
Partieron.
¡Y la muerte vino!
Vino ebria de sangre y danzó macabramente sobre el mundo.
Por cinco largos años . . .


Fue entonces que los grandes vagabundos del espíritu, aquejados de una nueva náusea, cabalgaron otra vez sobre sus libres águilas para librarse vertiginosamente en la soledad de sus lejanos glaciares riendo y maldiciendo.

También el espíritu de Zaratustra —el más auténtico amante de la guerra y el más sincero amigo de los guerreros— tuvo que permanecer bastante asqueado e indignado puesto que alguno lo sintió exclamar: “Vosotros deberéis ser para mí aquellos que tienden sus miradas en busca del enemigo de vuestro enemigo. Y en algunos de vosotros el odio se manifiesta en la primera mirada. Vosotros deberéis buscar a vuestro enemigo, combatir vuestra guerra, ¡y eso por vuestras ideas! Y si vuestra idea sucumbe, ¡que vuestra rectitud grite al triunfo!”.

Pero, ¡ay! La predicación heroica del bárbaro liberador ¡no valió de nada! Las ranas humanas no supieron distinguir a su enemigo, ni combatir por las propias ideas. (¡Las ranas no tienen ideas!).

Y no conociendo a su enemigo, ni teniendo ideas propias, combatieron por el vientre de sus hermanos en Cristo, por sus iguales en democracia. Combatieron contra sí mismos por su enemigo.
Abel, renacido, moría por Caín una segunda vez.
¡Pero esta vez por sí mismo!
Voluntariamente . . .
Voluntariamente, porque podía revolverse y no lo ha hecho . . .
Porque podía decir: ¡no!
O ¡sí!
Porque diciendo: “no”, ¡habría sido fuerte!
Porque diciendo: “sí”, habría demostrado “creer” en la “causa” por la que combatía.
Pero no ha dicho ni “sí” ni “no”.
¡Ha partido!
¡Sin luchar!
¡Como siempre!
Ha partido . . .


¡Se ha dirigido hacia la muerte! . . .
Sin saber el porqué.
Como siempre.
Y la muerte ha venido . . .
Ha venido a bailar sobre el mundo: ¡por cinco largos años!
Y danzó macabramente sobre las cenagosas trincheras de todas las partes del mundo.
Danzó con pies fulgurantes . . .
Danzó y rió . . .
Rió y danzó . . .
¡Por cinco largos años!
¡Ah! Cuan vulgar es la muerte que danza sin tener sobre el dorso las alas de una idea . . .
Qué cosa más idiota el morir sin saber el porqué . . .

Nosotros la hemos visto —cuando bailaba— a la Muerte.
Era una Muerte negra, sin transparencias de luz.
¡Era una muerte sin alas!
Cuan fea y vulgar . . .
Cuan torpe era la danza.
¡Pero aun así bailaba!
Y como iba segando las vidas —danzando— de todos los superfluos, y todos aquellos que estaban de más. Todos aquellos por los que —dice el gran liberador— fue inventado el Estado.

Pero ¡ay! No solamente a aquellos se llevaba . . .
La muerte —para vengar al Estado— ha eliminado también a los no inútiles, ¡incluso a los necesarios! . . .
Pero aquellos que no eran inútiles, aquellos que no estaban de más, aquellos que cayeron diciendo “¡no!”
Serán vengados.
Nosotros los vengaremos.
¡Los vengaremos porque eran hermanos nuestros!
Los vengaremos porque cayeron con las estrellas sobre los ojos.
Porque muriendo han bebido del sol.
El sol de la vida, el sol de la lucha, el sol de una Idea.

En Hacia la nada creadora, de Renzo Novatore.

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