Cuando
los burgueses fueron arrodillados a la derecha del socialismo, en el
sagrado templo de la democracia, se acomodaron tranquilamente sobre
el lecho de la espera para dormir su absurdo sueño de paz. Pero los
proletarios, que bebiendo el veneno socialista habían perdido su
inocencia feliz, gritaron desde la parte izquierda, turbando el sueño
tranquilo de la idiota burguesía criminal.
Mientras
tanto, en las más altas montañas del pensamiento los vagabundos de
la idea vencían la náusea, anunciando que algo parecido a la risa
fragorosa de Zaratustra había siniestramente producido su eco . . .
El
viento del espíritu, igual al huracán, habría tenido que
compenetrar el alma humana
y levantarla impetuosamente en el torbellino de ideas para arrollar a
todos los viejos valores en la tiniebla del tiempo, realzando en el
sol la vida del instinto
sublimado por el nuevo pensamiento.
Pero
los sapos burgueses comprendieron, despertándose, que algo
incomprensible gritaba en lo alto, amenazando su baja existencia. Sí:
comprendieron que desde lo alto venía algo como una piedra, un
estrépito, una amenaza. Comprendieron que la voz satánica de los
frenéticos precursores del tiempo anunciaba una furibunda tormenta
que, partiendo de la voluntad renovadora de unos pocos solitarios,
explotaba en las vísceras de la sociedad para empezar de cero.
Pero
no comprendieron (y no lo comprenderán hasta que no sean aplastados)
que eso que pasaba sobre el mundo era el ala potente de una libre
vida, en el batido de la cual estaba la muerte del “hombre burgués”
y del “hombre proletario”, para que todos los hombres fuesen
“únicos” y “universales” al mismo tiempo. Y este fue el
motivo por el cual todas las burguesías del mundo sonaron al unísono
sus campanas, acuñadas de falso metal idealístico, llamando a una
gran reunión. Y la reunión fue general . . .
Todas
las burguesías se refugiaron juntas. Acurrucadas juntas entre los
viscosos juncos crecidos en el pantano de sus mentiras comunes y
allí, en el silencio del fango, decidieron el exterminio de las
ranas proletarias, sus siervas y amigas . . .
Del
feroz complot formaron parte todos los sacerdotes de Cristo y de la
democracia. Presenciaban también todos los ex-apóstoles de las
ranas. La guerra se decidió y el príncipe de las víboras negras
bendijo las armas fratricidas en nombre de aquel dios que dijo “no
matarás”, mientras el simbólico vicario de la muerte imploró a
su idea que viniese a bailar sobre el mundo.
Entonces
el socialismo —como hábil acróbata y práctico saltimbanqui—
dio un salto adelante. Saltó sobre el filo extendido de la
sentimental especulación política, se ciñó de negro la frente; y,
doloriéndose y llorando, así más o menos, habló:
“Yo
soy el verdadero enemigo de la violencia. Soy enemigo de la guerra, y
más enemigo de la revolución. Soy el enemigo de la sangre”.
Y
después de haber hablado nuevamente de “paz” y de “igualdad”,
de “fe” y de “martirio”, de “humanidad” y de “advenir”,
entonó una canción sobre motivos del “sí” y del “no”,
plegó la cabeza y lloró. Lloró lágrimas de Judas, ¡que no son ni
siquiera el “me lavo las manos” de Pilatos!
Y
las ranas partieron . . .
Partieron
hacia el reino de la suprema vileza humana.
Partieron
hacia el fango de todas las trincheras.
Partieron.
¡Y
la muerte vino!
Vino
ebria de sangre y danzó macabramente sobre el mundo.
Por
cinco largos años . . .
Fue
entonces que los grandes vagabundos del espíritu, aquejados de una
nueva náusea, cabalgaron otra vez sobre sus libres águilas para
librarse vertiginosamente en la soledad de sus lejanos glaciares
riendo y maldiciendo.
También
el espíritu de Zaratustra —el más auténtico amante de la guerra
y el más sincero amigo de los guerreros— tuvo que permanecer
bastante asqueado e indignado puesto que alguno lo sintió exclamar:
“Vosotros deberéis ser para mí aquellos que tienden sus miradas
en busca del enemigo de vuestro enemigo. Y en algunos de vosotros el
odio se manifiesta en la primera mirada. Vosotros deberéis buscar a
vuestro enemigo, combatir vuestra guerra, ¡y eso por vuestras ideas!
Y si vuestra idea sucumbe, ¡que vuestra rectitud grite al triunfo!”.
Pero,
¡ay! La predicación heroica del bárbaro liberador ¡no valió de
nada! Las ranas humanas no supieron distinguir a su enemigo, ni
combatir por las propias ideas. (¡Las ranas no tienen ideas!).
Y
no conociendo a su enemigo, ni teniendo ideas propias, combatieron
por el vientre de sus hermanos en Cristo, por sus iguales en
democracia. Combatieron contra sí mismos por su enemigo.
Abel,
renacido, moría por Caín una segunda vez.
¡Pero
esta vez por sí mismo!
Voluntariamente
. . .
Voluntariamente,
porque podía revolverse y no lo ha hecho . . .
Porque
podía decir: ¡no!
O
¡sí!
Porque
diciendo: “no”, ¡habría sido fuerte!
Porque
diciendo: “sí”, habría demostrado “creer” en la “causa”
por la que combatía.
Pero
no ha dicho ni “sí” ni “no”.
¡Ha
partido!
¡Sin
luchar!
¡Como
siempre!
Ha
partido . . .
¡Se
ha dirigido hacia la muerte! . . .
Sin
saber el porqué.
Como
siempre.
Y
la muerte ha venido . . .
Ha
venido a bailar sobre el mundo: ¡por cinco largos años!
Y
danzó macabramente sobre las cenagosas trincheras de todas las
partes del mundo.
Danzó
con pies fulgurantes . . .
Danzó
y rió . . .
Rió
y danzó . . .
¡Por
cinco largos años!
¡Ah!
Cuan vulgar es la muerte que danza sin tener sobre el dorso las alas
de una idea . . .
Qué
cosa más idiota el morir sin saber el porqué . . .
Nosotros
la hemos visto —cuando bailaba— a la Muerte.
Era
una Muerte negra, sin transparencias de luz.
¡Era
una muerte sin alas!
Cuan
fea y vulgar . . .
Cuan
torpe era la danza.
¡Pero
aun así bailaba!
Y
como iba segando las vidas —danzando— de todos los superfluos, y
todos aquellos que estaban de más. Todos aquellos por los que —dice
el gran liberador— fue inventado el Estado.
Pero
¡ay! No solamente a aquellos se llevaba . . .
La
muerte —para vengar al Estado— ha eliminado también a los no
inútiles, ¡incluso a los necesarios! . . .
Pero
aquellos que no eran inútiles, aquellos que no estaban de más,
aquellos que cayeron diciendo “¡no!”
Serán
vengados.
Nosotros
los vengaremos.
¡Los
vengaremos porque eran hermanos nuestros!
Los
vengaremos porque cayeron con las estrellas sobre los ojos.
Porque
muriendo han bebido del sol.
El
sol de la vida, el sol de la lucha, el sol de una Idea.
En
Hacia la nada creadora, de Renzo Novatore.
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