¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 29 de agosto de 2016

Judith Butler: Hacer el duelo.

La pérdida y la vulnerabilidad parecen ser la consecuencia de nuestros cuerpos socialmente constituidos, sujetos a otros, amenazados por la pérdida, expuestos a otros y susceptibles de violencia a causa de esta exposición.

No estoy segura de saber cuándo se elabora un duelo, o cuándo alguien termina de hacer el duelo por otro ser humano. Freud cambia de idea al respecto: sugiere que elaborar un duelo significa ser capaz de sustituir un objeto por otro; (1) más tarde afirma que la introyección, originalmente asociada con la melancolía, es esencial para el trabajo del duelo. (2) La esperanza inicial de Freud de que el lazo con un objeto puede deshacerse y volver a rehacerse puede tomarse como un signo alentador, en tanto supone cierto carácter intercambiable del objeto -como si la perspectiva de volver a entrar a la vida aprovechara cierto carácter promiscuo de la meta libidinal -. (3)


Acaso sea verdad, pero no creo que elaborar un duelo implique olvidar a alguien o que algo más venga a ocupar su lugar, como si debiéramos aspirar a una completa sustitución. Tal vez un duelo se elabora cuando se acepta que vamos a cambiar a causa de la pérdida sufrida, probablemente para siempre. Quizás el duelo tenga que ver con aceptar sufrir un cambio (tal vez debiera decirse someterse a un cambio) cuyo resultado no puede conocerse de antemano. Sabemos que hay una pérdida, pero también hay un efecto de transformación de la pérdida que no puede medirse ni planificarse. Podemos tratar de elegirlo, pero puede ser que a cierto nivel esta experiencia de transformación desarticule la elección. No creo, por ejemplo, que tratándose de una pérdida pueda invocarse una ética protestante. No puede decirse: "Ah, voy a superar esta pérdida de este modo, y éste será el resultado, y voy a entregarme a la tarea, y voy a esforzarme por ponerle fin a la pena que tengo por delante". Pienso que uno está a merced de la corriente, y que uno comienza el día con una meta, un proyecto, un plan, pero se frustra. Nos sentimos caer, exhaustos, sin saber por qué. Hay algo más grande que lo que uno planea, que lo que uno proyecta, que lo que uno sabe y elige.

Algo se apodera de ti. ¿De dónde viene? ¿Qué sentido tiene? ¿Qué se afirma en esos momentos en que no somos dueños de nosotros mismos? ¿A qué estamos sujetos? ¿Qué es lo que nos ha atrapado? Freud nos recuerda que cuando perdemos a alguien no siempre sabemos qué es lo que perdimos en esa persona. (4) Así, al perder algo, nos enfrentamos a lo enigmático: algo se oculta en la pérdida, algo se pierde en lo más recóndito de la pérdida. Si el duelo supone saber que algo se perdió (y en cierta manera, la melancolía significa originalmente no saberlo), entonces el duelo continuaría a causa de su dimensión enigmática, a causa de la experiencia de no saber incitada por una pérdida que no terminamos de comprender.


Cuando perdemos a ciertas personas o cuando hemos sido despojados de un lugar o de una comunidad podemos simplemente sentir que estamos pasando por algo temporario, que el duelo va a terminar y que vamos a recuperar cierto equilibrio previo. Pero quizás, mientras pasamos por eso, algo acerca de lo que somos se nos revela, algo que dibuja los lazos que nos ligan a otro, que nos enseña que estos lazos constituyen lo que somos, los lazos o nudos que nos componen. No es como si un "yo" existiera independientemente por aquí y que simplemente perdiera a un "tú" por allá, especialmente si el vínculo con ese "tú" forma parte de lo que constituye mi "yo". Si bajo estas condiciones llegara a perderte, lo que me duele no es sólo la pérdida, sino volverme inescrutable para mí. ¿Qué "soy", sin ti?

Cuando perdemos algunos de estos lazos que nos constituyen, no sabemos quiénes somos ni qué hacer. En un nivel, descubro que te he perdido a "ti" sólo para descubrir que "yo" también desaparezco.

1. Sigmund Freud, "Duelo y melancolía", Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu Editores (AE), 1996, vol. XIV, pp. 241-255.
2. Sigmund Freud, "El yo y el ello", Obras completas, AE, vol. XIX.
3. Sigmund Freud, "Duelo y melancolía", ob. Cit.
4. Ibíd.
En Vida precaria, de Judith Butler.

viernes, 26 de agosto de 2016

Autorretrato. Julio Cortázar.

Las circunstancias de mi nacimiento fueron nada extraordinarias pero sí un tanto pintorescas, porque fue un nacimiento que se produjo en Bruselas como podría haberse producido en Helsinki o en Guatemala: todo dependía de la función que le hubieran dado a mi padre en ese momento. El hecho de que él acababa de casarse y llegó prácticamente de viaje de bodas de Bélgica hizo que yo naciera en Bruselas en el mismo momento en que el káiser y sus tropas se lanzaban a la conquista de Bélgica, que tomaron en los días de mi nacimiento. De modo que ese relato que me ha hecho mi madre es absolutamente cierto: mi nacimiento fue un nacimiento sumamente bélico, lo cual dio como resultado a uno de los hombres más pacifistas que hay en este planeta."


Mi casa, vista desde la perspectiva de la infancia, era también gótica, no por su arquitectura sino por la acumulación de terrores que nacía de las cosas y de las creencias, de los pasillos mal iluminados, y de las conversaciones de los grandes en la sobremesa.”

Me acuerdo de una plaza, poca cosa: un farol, un paraíso, unos malvones, y ni un banco en que estar y ni una rosa. Pero venían todos los gorriones.”


Por fortuna me escapé de lo que se suele llamar complejo de Edipo, el cual ha malogrado y malogra a tantos escritores, aunque a otros les otorgue una cierta grandeza. (…) En lo alto y flaco me parezco a mi padre. Saqué los ojos anormalmente separados de mi abuelo materno: en cambio me parezco a mi madre psicológicamente. Es muy imaginativa y novelera. Lee cuanto cae en sus manos. Desde niño, eso me permitió tener libros a mi alcance. Nunca me dio consejos literarios. Intelectualmente era incapaz de hacerlo; en cambio discutíamos nuestras lecturas comunes; por ejemplo, los dos somos unos eruditos sobre las obras de Alejandro Dumas. Las comentábamos interminablemente.”

Yo guardo el recuerdo de mi juventud con tanta tristeza ternura como vos, pero hoy en día me siento tanto o más ávido que entonces. (…) Creo que la única gran pérdida son las ilusiones, y a veces las certidumbres, por hermosas que sean, no alcanzan a reemplazarlas. De todos modos hay algo innegable: de muchacho, uno no sabe realmente lo que hace. La autocrítica se ejerce más en el orden moral que en el intelectual. (…) ¿Te acuerdas de lo que era recibir entonces un regalo de un amigo? Era como una salpicadura de divinidad. Las más pequeñas cosas, una cita, un cumpleaños, un banco de plaza, todo estaba cargado de infinito, no sé decirlo de otra manera. Uno lloraba de otra manera.”


Sobre todo camino y miro. Tengo que aprender a ver, todavía no sé”. “No tengo ideas claras, ni siquiera tengo ideas. Hay jirones, impulsos, bloques, y todo busca una forma, entonces entra en juego el ritmo y yo escribo dentro de ese ritmo, escribo por él, movido por él y no por eso que llaman pensamiento y que hace la prosa literaria u otra. Hay primero una situación confusa, que solo puede definirse en la palabra; de esa penumbra parto, y si lo que quiero decir (si lo que quiere decirse) tiene suficiente fuerza, inmediatamente se inicia el swing, un balanceo rítmico que me saca a la superficie, lo ilumina todo, conjuga esa materia confusa y el que la padece en una tercera instancia clara y como fatal: la frase, el párrafo, la página, el capítulo, el libro."


Y no esa especie de mala conciencia que, también por deformación intelectual, tengo yo, en el sentido de que si me paso más de diez minutos sin hacer algo, sea lo que sea, tengo la impresión de que soy ingrato con ese hecho maravilloso que es estar viviendo, tener ese privilegio de la vida. Y es algo que siento cada vez más, mientras mi vida se acorta y va llegando a su término ineluctable, si me permitís la palabra tan cursi.”

Todo aquel que vive bien despierto sueña mucho, tiene una carga onírica particularmente densa. ¿Por qué no creer, entonces, que la relación recíproca es también válida, y que hace falta soñar mucho – es decir, aceptar y asumir los sueños- para vivir cada vez más despiertos? (…) Creo que el hombre debería ir al encuentro de su doble nocturno, desterrado y perseguido, para traerlo fraternalmente de la mano, algún día, y hacerle franquear a su lado las puertas de la ciudad.”


"Estoy cansado, confuso, bastante angustiado por muchas cosas que pasan en el mundo, y sobre todo por mis obligaciones frente a esas cosas que pasan en el mundo. No sé todavía qué voy a hacer o en qué me voy a convertir, pero hay un Julio que se ha muerto y otro que todavía no ha terminado de nacer.”

Precisamente porque en el fondo soy alguien muy optimista y muy vital, es decir alguien que cree profundamente en la vida y que vive lo más profundamente posible, la noción de la muerte es también fuerte en mí. (…) Para mí la muerte es un escándalo. Es el gran escándalo. Es el verdadero escándalo. Yo creo que no deberíamos morir. (…) La muerte es un elemento muy muy importante y muy presente en cualquiera de las cosas que yo he escrito.”


Me molestan las sacralizaciones tipo Elvis Presley o Marilyn Monroe, porque creo que son absurdas en el campo de la literatura; creo que ahí entra en juego un fanatismo que no tiene nada que ver con la literatura. Pero, dicho esto, por otro lado no tengo ninguna falsa modestia. (…) Tengo una conciencia muy clara de lo que he hecho y sé muy bien qué significó, en el panorama de la literatura latinoamericana, la aparición de Rayuela. Y sería un imbécil o tendría una falsa modestia repugnante si no dijera esto.”

Yo también envejezco, mamita, mis ojos se cansan mucho (los usé demasiado en esta vida) y me fatigo fácilmente; hay días en que me siento rabioso de no ser ya el que fui, aunque no puedo quejarme puesto que no tengo nada realmente grave. (…) En fin, yo veo por tu letra firme y clara, que estás todo lo bien que es posible a nuestros años (qué lindo hablar como dos viejitos), y te deseo que sigas bien y aprovechando el calor bonaerense.”


Te quiero, país tirado a la vereda, caja de fósforos vacía, / te quiero, tacho de basura que se lleva sobre una cureña / envuelto en la bandera que nos legó Belgrano, / mientras las viejas lloran en el velorio, y anda el mate / con su verde consuelo, lotería del pobre, / y en cada piso hay alguien que nació haciendo discursos / para algún otro que nació para escucharlos y pelarse las manos. (…) Te quiero, país, pañuelo sucio, con tus calles / cubiertas de carteles peronistas, te quiero / sin esperanza y sin perdón, sin vuelta y sin derecho, / nada más que de lejos y amargado y de noche.”

Imágenes” autobiográficas extraídas del libro Cortázar de la A a la Z.


lunes, 22 de agosto de 2016

Kundera: El libro de los amores ridículos.



El hombre atraviesa el presente con los ojos vendados. Sólo puede intuir y adivinar lo que de verdad está viviendo. Y después, cuando le quitan la venda de los ojos, puede mirar al pasado y comprobar qué es lo que ha vivido y cuál era su sentido. Aquella noche pensé que estaba brindando por mis éxitos, sin tener la menor sospecha de que estaba celebrando la inauguración de mis fracasos”.

En El libro de los amores ridículos, de Milan Kundera.

Teoría del cuerpo enamorado.

(...) De ahí el advenimiento de la hipocresía, el engaño a sí mismo y a los otros, el embuste, de ahí también el reinado de la frustración permanente en el terreno de la expansión sexual. Fijado el modelo, todo alejamiento de él resulta culpable: monogamia, procreación, fidelidad y cohabitación proporcionan sus puntos cardinales. Sin embargo, el deseo es naturalmente polígamo, no se preocupa por la descendencia, es sistemáticamente infiel y furiosamente nómada. Adoptar el modelo dominante supone infligir violencia a su naturaleza e inaugurar una radical incompatibilidad de humor con el otro en materia de relación sexuada.


(...) El primer paso negativo de mi andadura supone la deconstrucción del ideal ascético: para llevarla a cabo, trataremos de acabar con los principios de la lógica renunciante que tradicionalmente relacionan el deseo y la falta para después definir la felicidad como lo completo o como autorrealización en, por y para el prójimo; evitaremos sacrificar la idea que la pareja fusionada propone la fórmula ideal de esta hipotética cima ontológica; cesaremos de oponer encarecidamente el cuerpo y el alma, pues este dualismo, que ha resultado un arma de guerra temible en manos de los amantes de la autoflagelación, organiza y legitima esa moral moralizadora articulada sobre una positividad espiritual y una negatividad carnal; renunciaremos a asociar hasta la confusión el amor, la procreación, la sexualidad, la monogamia, la fidelidad y la cohabitación; recusaremos la opción judeocristiana que amalgama lo femenino, el pecado, la falta, la culpabilidad y la expiación; se estigmatizará la connivencia entre el monoteísmo, la misoginia y el orden falocrático; fustigaremos las técnicas del autodesprecio puestas en circulación por las ideologías pitagóricas, platónicas y cristianas - continencia, virginidad, renuncia y matrimonio-, sobre cuyo espíritu se ha erigido nuestra civilización; subvertiremos la familia, esa célula básica primitiva de la política estructuralmente apoyada en ella. Varios siglos de judeocristianismo pueden comprenderse así y luego ser anulados.

Mi segundo paso, afirmativo, propone una alternativa al orden dominante gracias a la formulación de un materialismo hedonista: elaboraremos una teoría atomista del deseo como lógica de los flujos que llaman a la expansión y necesitan para ello una hidráulica catártica; secularizaremos la carne, desacralizaremos el cuerpo y definiremos el alma como una de las mil modalidades de la materia; propondremos un epicureismo abierto, lúdico, gozoso, dinámico y poético a partir de los posibles esbozados y ofrecidos por el epicureismo cerrado, ascético, austero, estático y autobiográfico del fundador; precisaremos las modalidades de un libertinaje solar y de un eros ligero; se invitará a una metafísica del instante presente y del puro goce de existir; tenderemos a un nomadismo de solteros promoviendo una opción de cíclopes; reactivaremos la teoría del contrato pragmático, utilitarista, deseable y dominado por la voluntad de disfrutar mutuamente; propondremos una opción radicalmente igualitarista entre los sexos y la formulación de un feminismo libertario; reivindicaremos una auténtica aspiración a la esterilidad y una práctica de las leyes de la hospitalidad redoblada por una permanente invención de sí; desembocaremos así en una verdadera estética pagana de la existencia. Algunos siglos de judeocristianismo pueden encararse de esta forma y ser rebasados.

En Teoría del cuerpo enamorado, de Michel Onfray.

viernes, 19 de agosto de 2016

Acerca de Paul Valèry.

No firmo manifiestos, no hago política. Para mí el intelectual es siempre un solitario cuya función, cualquiera que sea su oficio, es la de incrementar el capital de los negocios del espíritu.”

Declaraba así Paul Valèry en 1939 sus principios políticos en una entrevista a un periódico francés en la que se le preguntaba por su posición política como intelectual. Cinco años después le regalaría a su hijo un cuaderno escrito casi en secreto en el que se amplía y se divaga sobre su lacónica respuesta. En la pasta frontal se lee el título: Principios de an-arquía pura y aplicada.

No se trata de escritura automática sino de un lenguaje densamente íntimo escrito con el punzón del egoísmo. Para Félix de Azúa, traductor al español del cuaderno, su contenido es tan inconexo y azaroso, como los restos de un naufragio; según él, Valèry no pretendía más que guardar memoria de algunos pensamientos ocasionales cuyo posterior desarrollo podría, quizás, merecer la pena. Los cuadernos íntimos del escritor no están fuera de su obra que es una y divisible, por esa misma razón muchos de ellos se traducen y son editados. Intencionalmente o no, en este cuaderno hay una sesuda armonía entre forma y contenido; no encontramos entre sus páginas una teoría propiamente dicha, ni siquiera la ambición por una teoría: pretender teorizar la anarquía para el otro es negar, según Valèry, un principio inalienable de la anarquía: el definirla por nuestra esencia. El estilo de este cuaderno, su naturaleza, es anárquica: no hay tratado, no hay manifiesto, no está hecho para entender la anarquía sino para leerla: hay ajuste y calibración de la idea en la forma, que en este caso se sustenta en la libertad de no tener lectores, o tener uno solo, el hijo de Valèry, que decidió publicarlos.


La libertad ajena amplía mi libertad al infinito”, diría Bakunin en la teoría: en la práctica Valèry disloca al lector, en cuanto se vuelve hacia sí mismo para contemplarse en la soledad de cada anotación; haciéndole justicia al título se nos presenta en un estado cercano a la pureza llevando, paradójicamente, la anarquía a la forma. Las palabras que Claudio Magris dice de la obra de Hermann Broch son aplicables a este cuaderno: “El arte moderno es de hecho heterogéneo e inorgánico, anarquía que refleja la anarquía, el gran estilo contemporáneo ha de asumir en sus formas esa condición caótica para ser fiel a la verdad; la verdad de la ausencia o de la ocultación del sentido, que aún así no implican jamás para Broch la renuncia a la exigencia y la búsqueda del sentido mismo.”

Para Valèry, un anarquista es un observador que ve lo que ve y no lo que es costumbre que se vea; el anarquista ejercita lo visto en la razón para poder así rechazar la sumisión a imposiciones fundadas en lo inverificable. La democracia es impracticable y el control total imposible, o posible en una esfera muy reducida y fútil: toda política, sintetiza Valèry, se funda en que los que tienen el poder, o supuestamente tienen el poder, pueden hacer lo que se les venga en gana; por ello el espíritu libre tiene una tarea capital: exterminar las causas imaginarias de los males reales sin exterminar los bienes reales que producen causas imaginarias; en el tránsito de las opiniones e ideales particulares hacia el otro, se encuentran resquicios de esos males reales que nos atañen a todos; el país más dividido –afirma Valèry– es el menos estúpido por cabeza y el más estúpido en masa. En soledad podemos evadir la estupidez, congregándonos la potencializamos, a la vez que ahí reunidos y atados por los vínculos de la necesidad, las convenciones y obligaciones sociales, nos empequeñecemos como individuos. La necesidad del diploma o certificación se vuelve un cáncer que según Valèry funciona en el individuo de la siguiente manera: obtenido tal resultado escolar, el sujeto ya no tiene nada que desear en materia de conocimiento, nada que aprender, salvo por lujo, la curiosidad queda suprimida; la pobreza del espíritu se acrecienta a medida que el individuo se hace masivamente libre, masivamente instruido, lo cual sólo genera que se hagan más similares, más imitadores, mas obligados al mismo régimen de vida. 

 
Valèry detestaba las opiniones y aborrecía las convicciones, hay en ellas una seria dosis de estupidez, que Valèry relaciona con hacer o soportar cosas que disgustan o disgustarán sin recompensa, ya sea por imitación, idiotez del espíritu o del cuerpo. El efecto óptico del yo se potencializa en los ojos del otro; el individuo agoniza ante el número de individuos: la soledad se vuelve un baluarte para la libertad de espíritu, incompatible con cualquier tradición.

Nuestro encuentro con la anarquía será en los suburbios de la automarginación social e histórica, tal como enseña el banquero anarquista de Pessoa: “El anarquista, ¿qué quiere? La libertad para sí mismo y para los demás: libertad para la humanidad entera. Quiere liberarse de la influencia o la presión de las ficciones sociales; quiere ser libre tal como lo era al venir al mundo, que es lo justo; y quiere esa libertad para él y para todos.”

Las ficciones sociales no son destructibles sino sustituibles: la tarea del anarquista se reduce a sojuzgarlas; vencerlas sojuzgándolas, reduciéndolas a la inactividad. Toda sociedad funciona sobre una base mítica, que proviene del lenguaje. “La palabra primitiva –dice Bruno Schulz– era divagación girando en torno al sentido de la luz. En su acepción corriente, hoy la palabra es solo un fragmento, un rudimento de una antigua omnímoda e integral mitología […] no hay ni un átomo en nuestras ideas que no provenga de ahí, que no sea una mitología transformada, mutilada o cambiada.” No hay historia sin palabra y no hay palabra sin naufragio de la palabra. La historia es descomposición de la historia, provocada por el germen de las impresiones del individuo y su consecuente necesidad de lenguaje para plasmarlas, lenguaje que condensa y falsifica: es la ignominia de los hombres de letras es el abuso del lenguaje: el pensamiento convertido en mosca de la mierda. Valèry propone una anarquía en soledad guiada por el conocimiento autodidacta, para adiestrar la libertad considerando las opiniones de los otros en su justa medida y teniendo siempre presente la función básica del espíritu: poner todo en tela de juicio: ningún color político, dice Valèry, sólo la luz blanca me gusta.

Sobre Principios de an-arquía pura y aplicada, de Paul Valèry.

jueves, 18 de agosto de 2016

¿Que es un pueblo? La pregunta por su ontología.

Nada es más incierto ni menos necesario que el pueblo para los Estados y gobiernos que lo toman como objeto de sus funciones y base de su legitimación. La pregunta por su ontología, “¿qué es un pueblo?”, señala la tensión con la que el discurso político tiene que luchar para superar un vacío de significación. De esta manera, aceptando la artificialidad, su existencia discursiva, se proponen nuevas definiciones que expanden el problema conceptual hacia otros territorios buscando sus atributos –los pueblos autóctonos, los pueblos originarios, los pueblos americanos–, una cualidad que los devuelve al origen también ficticio de las identidades colectivas, o a su aspecto geográfico –el pueblo catalán, el pueblo español, el pueblo argentino– enfatizando el conflicto económico-social de las independencias. 

 
Estas desviaciones esconden, en realidad, la fuerza individual del pueblo, la que tiene por sí mismo, la que le permite ubicarse como sujeto político y como productor de su propio espacio discursivo. La tensión entre el carácter individual (la agencia del pueblo en tanto promotor de la acción) y la sujeción que el pueblo padece frente al poder hegemónico del Estado. En esta disyuntiva, la dimensión social (la potencia que recibe del estar en común, del reconocimiento de una identificación que lo vuelve colectivo, múltiple) propone un pueblo capaz de oponerse a la uniformidad que la ley le impone y de construirse como sujeto político fuera de la Nación. Mientras que los estados modernos continúan acosando al pueblo, decidiendo por sus límites, la politización de ese pueblo excluido, que se independiza de la forma otorgada por la ley, responde con la lucha permanente, en el terreno de la significación política y en el de la liberación nacional. 
 

Desde la semántica, Alan Badiou puntualiza el contenido revolucionario del adjetivo popular que siempre politiza al sustantivo regresando al origen de la opresión. De este modo, el pueblo recupera su carga política oponiéndose a la masa pasiva que el Estado configura, haciendo de esta exclusión subyacente una virtud que lo exime de la inercia constitucional del Estado. Este pueblo, el verdadero, únicamente tiene sentido en el contexto de la liberación nacional, ya sea en la coyuntura histórica que lo llevó a enfrentarse con el colonialismo y que, aún hoy, resiste las formas más variadas del imperialismo global, o en la oposición interna que le devuelve al Estado su propia negación. En esta acción que recupera para el pueblo la virtud revolucionaria se juega la recuperación del adjetivo nacional que el imperio solo admitía para el pueblo conquistador. “La época de las guerras de liberación nacional canonizó la palabra ‘pueblo + adjetivo nacional’ debido a la imposición de la palabra ‘pueblo’, que a menudo exigió la lucha armada, por parte de aquellos a quienes los colonizadores, considerando ser los únicos ‘verdaderos’ pueblos, le negaban su uso”.

 
Jacques Rancière se refiere a la adulteración que el populismo parece imponerle al pueblo verdadero de la democracia y de la soberanía popular. En la época de los gobiernos neo-socialistas, el filósofo francés nos advierte acerca de la falsa ideología que la amalgama de fuerzas políticas contrarias convergentes en el populismo sostiene como parte de una legitimidad absurda. No existe el pueblo sino a través de las figuras diversas que privilegian ciertos rasgos distintivos, ciertas formas de reunión o ciertas capacidades o incapacidades. Esta ambigüedad esencial contribuye a que el populismo trabaje sobre la construcción del pueblo liberal, aquel que se convierte en el interlocutor del Estado, sobre la caracterización de una elite que gobierna en beneficio de sus propios intereses y sobre la justificación de la explotación bajo la premisa de la inseguridad. “La noción de populismo construye efectivamente un pueblo caracterizado por la temible aleación de una capacidad –la potencia bruta del gran número– y una incapacidad, la ignorancia que se le atribuye a ese mismo gran número”. De esta manera, el populismo justifica la corrupción de las elites gobernantes, su arbitrariedad, el racismo y las distintas formas de discriminación laboral. 

 
De este elemento discursivo, Pierre Bourdieu retoma la cuestión práctica del lenguaje para profundizar en las condiciones sociales de producción. El lenguaje popular es aquel que está excluido de una lengua legítima pero, al mismo tiempo, es un territorio en el que la lengua trabaja desde el propio delito para consolidar una identidad contestataria. Las divisiones aristócratas entre la lengua culta y la popular, entre lo alto y lo bajo, se tensionan para poner en evidencia la lucha ideológica de los estilos, la búsqueda de lo diferente, ya sea para distinguirse de lo común o para reivindicar el estigma como principio de identidad y de transgresión. “La transgresión entre las formas oficiales, lingüísticas u otras, está dirigida al menos tanto contra los dominados ‘ordinarios’, que se someten a ellas, como contra los dominantes o, a fortiori, contra la dominación en cuanto tal”. 

 
La impronta lingüística también prevalece en la aproximación que Judith Butler propone al enigma del pueblo. Un pueblo que construye el “nosotros” desde lo corporal, cuando sale a la calle y cuando se reúne en asamblea para realizar y “actuar” su estar en común. Esta cualidad física, que se une al acto de habla performativo, excede el poder instituido por los discursos y resalta cierta energía anarquista o principio de revolución latente que “depende de un conjunto de cuerpos aglutinados y aglutinantes cuyas acciones los constituyen afectivamente como pueblo”. De esta manera, el pueblo no ocurre únicamente en el lenguaje sino en un antes orgánico que incluye la performance de los cuerpos, la convergencia de acciones en común y una forma de sociabilidad política que no puede ser reducida a la conformidad. 

 
Georges Didi-Huberman se detiene en las representaciones del pueblo para analizar las imágenes a través de las cuales se sintetiza la multiplicidad. Es necesario volver a pensar las relaciones entre estética y política, esta vez desde la partición de lo sensible para reencontrarse con su sentido dialéctico. En términos de una nueva filosofía estética, hacer sensible no es solo volver inteligible, sino impulsar una dialéctica de las imágenes forjada en la dinámica de las apariencias y de las apariciones que tienen los acontecimientos. Esto significa que lo sensible no solo afecta al mundo fenomenológico sino también al sujeto que se deja afectar por él. Aquello que revela una fractura en el sentido y vuelve accesible incluso lo que parece no tenerlo regresa conmoviendo al individuo que ahora quiere saber, que se involucra y siente que algo de ese sentido le concierne. “Nuestros sentidos pero también nuestras producciones significantes sobre el mundo histórico se emocionan por obra de ese volver sensible: emocionar en el doble sentido de la emoción y de la moción o puesta en marcha del pensamiento”. Desde esta perspectiva es posible hallar en lo sensible el síntoma que lo afecta, hacerlo visible para encontrar la imagen de los pueblos destruidos por el trauma, atravesados por la memoria y reconstruidos a través de sus fallas y deseos. 

 
El ensayo de Sadri Khiari se ubica claramente en los relatos de fundación al plantearse la pregunta: ¿contra quién se construye un pueblo? La identidad creada a partir de la Nación no se consolida mediante rasgos internos sino que está siempre anclada en una amenaza externa. El poder siempre se conquista frente a un enemigo y la historia de los pueblos se mide siempre mediante una relación de fuerzas. En esta misma contienda identitaria se hallan mezclados los conceptos de Nación, ciudadanía y soberanía, a través de los cuales se explican y justifican los discursos hegemónicos. Así, se denuncia el pacto republicano que funda la democracia y legitima el colonialismo, la discriminación racial que esconde la perpetuidad de un sistema de privilegios falsamente legitimados y la hipocresía de un enfoque asimilacionista que propone la inclusión a partir de la estigmatización de la religión en función de un pretendido humanismo laico. Los problemas de las clases subalternas en los países imperiales siguen enfrentando la cuestión racial, en el seno de una sociedad capitalista que las oprime.

Hasta aquí, el conjunto de trabajos que reflexionan sobre las distintas dimensiones del problema político encarnado en la definición de “pueblo” (la construcción de identidades colectivas, la discusión sobre la pertenencia y los territorios culturales, la lucha ideológica por delimitar el adentro y el afuera del Estado-Nación). La complejidad del pueblo como concepto político-cultural resalta la necesidad de abordarlo desde múltiples disciplinas y a través de diferentes voces críticas.

Breve reseña de ¿Qué es un pueblo?, Ensayos de Alain Badiou, Pierre Bourdieu, Judith Butler, Georges Didi-Huberman, Sadri Khiari y Jacques Rancière; por Carina González.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Por qué escribo. George Orwell.

Desde muy temprana edad, tal vez cuando tenía cinco o seis años, supe que al crecer me convertiría en escritor. Entre los dieciséis y los veinticuatro años traté de abandonar esta idea, pero con la conciencia de que traicionaba mi verdadera naturaleza y que, tarde o temprano, tendría que ponerme a escribir libros. De tres hermanos, me correspondió el lugar de en medio, pero había un espacio de cinco años entre cada uno, y escasamente vi a mi padre antes de los ocho. Por esta y otras razones era más bien solitario, y pronto adquirí maneras peculiares que me hicieron antipático en mis años escolares. Tenía el hábito del niño solitario de inventar historias y entablar conversaciones con personas imaginarias, y pienso que ya desde entonces mis ambiciones literarias aparecían unidas a un sentimiento de aislamiento e inferioridad.


Tenía conciencia de mi facilidad para el manejo de las palabras, y de tener la fuerza para enfrentar hechos desagradables, y sentía que esto creaba una especie de mundo privado en el que podía compensar mi fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo el volumen de escritura seria –o pretendidamente seria– que produje durante mi niñez y adolescencia no llegó a las 12 páginas. A los cuatro años, dicté a mi madre mi primer poema. No puedo recordar nada de él a excepción de que hablaba sobre un tigre que tenía “dientes como silla”, una frase afortunada, aunque creo que el texto constituía un plagio del poema de Blake que comienza “Tiger, Tiger...”

Al estallar la guerra de 1914-1918 tenía once años. Escribí un poema patriótico que fue publicado en el periódico local; lo mismo ocurrió dos años más tarde con otro, que compuse en ocasión de la muerte de Kitchener.

De tiempo en tiempo, conforme fui creciendo, escribí malos y casi siempre inconclusos “poemas naturales” al estilo georgiano. Unas dos veces intenté escribir narraciones que siempre concluían en fracasos. Tal fue el conjunto del trabajo supuestamente serio que trasladé al papel durante esa época. Sin embargo, a lo largo de estos años estuve ligado en cierto modo a actividades literarias. Para empezar estaba el trabajo por encargo, que producía rápida, fácilmente y sin que me causara gran placer. Aparte del trabajo escolar, escribía versos de ocasión, poemas semihumorísticos que componía con una velocidad que ahora me parece asombrosa –a los catorce años escribí, en alrededor de una semana, una obra rimada, a imitación de Aristófanes.

Además, ayudaba a editar revistas estudiantiles, tanto impresas como manuscritas. Estas revistas estudiantiles contenían el más detestable y lastimoso material satírico que pueda imaginarse, y me ocupaba de él con menor atención de la que ahora pongo en el periodismo más barato. Sin embargo, paralelamente a todo esto, desarrollaba un trabajo literario de una índole bastante distinta: consistía en la elaboración de una “historia” continua sobre mí, una especie de diario que existía sólo en mi cabeza. Creo que éste es un hábito común del niño y del adolescente. Cuando muy pequeño, acostumbraba imaginar que era, por ejemplo, Robin Hood, y representarme como el héroe de aventuras extraordinarias, pero muy pronto, de manera brutal, mi “historia” dejó de ser narcisista y se convirtió cada vez más y más en una mera descripción de lo que hacía y de lo que miraba. En ocasiones, durante varios minutos pasaba por mi cabeza este tipo de cosas: “Empujó la puerta y entró en el cuarto. Un rayo amarillo de sol, filtrándose al través de las cortinas de muselina, llegaba oblicuamente hasta la mesa donde había una caja de cerillos a medio abrir junto al tintero. Abajo, en la calle, un gato de carey jugaba con una hoja seca”. Este hábito continuó hasta los veinticinco años, o sea que tuvo lugar durante el periodo que denomino de mis años no literarios. A pesar de que debía buscar, y así lo hacía, las palabras adecuadas, parecía hacer este esfuerzo descriptivo casi contra mi voluntad, bajo una especie de compulsión proveniente de afuera. Creo que aquella “historia” debía reflejar el estilo de los diversos escritores que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la misma cualidad de descripción meticulosa.

De pronto, a los dieciséis años descubrí el puro placer de las palabras, es decir, de sus sonidos y asociaciones. Los versos del Paraíso perdido que ahora no me parecen tan maravillosos,
 
So hee with difficulty and labour hard
Moved on: With difficulty and labour hee,

entonces me estremecían hasta los huesos; y deletrear “hee” en lugar de “he”, agregaba un nuevo placer. Por lo que se refiere a la descripción, ya sabía todo acerca de ella. Así, no tenía duda sobre la clase de libros que me interesaba escribir, y aunque en aquel entonces no pensaba que llegaría a terminar uno, mi deseo era redactar enormes novelas naturalistas con finales trágicos, llenas de descripciones minuciosas y parábolas impactantes, y donde también abundaran los pasajes donde las palabras fueran utilizadas sólo por su sonido. De hecho, Días en Birmania, mi primera novela completa, que escribí a los treinta años pero proyecté antes, pertenece a esta clase de libros.


Doy toda esta información retrospectiva porque no creo que sea posible establecer los motivos de un escritor sin conocer parte de su desarrollo temprano. Aquello de lo que habla estará determinado por la época que vive –al menos esto es verdad en tiempos tumultuosos y revolucionarios como los nuestros–, pero antes de que comience a escribir habrá adquirido una actitud emocional de la que no podrá escapar enteramente. No cabe duda de que su trabajo consiste en disciplinar su temperamento y evitar estancarse en una etapa inmadura, pero si huye de todas sus primeras influencias, habrá matado su impulso para escribir. Haciendo a un lado la necesidad de ganarse la vida, considero que existen cuatro grandes motivos para escribir, en todo caso para escribir prosa. Existen en cada autor en diferentes grados y sus proporciones variarán de tiempo en tiempo, de acuerdo con la atmósfera en que viva. Estos motivos son:

I. Egoísmo absoluto.
Deseo de parecer inteligente, de ser notado, de ser recordado tras la muerte, de desquitarse de adultos que nos lastimaron en la niñez, etc. Es un engaño pretender que éste no sea un poderoso motivo para escribir. Los escritores comparten esta característica con científicos, artistas, políticos, abogados, prósperos hombres de negocios, en fin, con toda la humanidad. La gran masa de seres humanos no es en grado extremo egoísta. Después de los treinta años abandonan la ambición individual; de hecho, en muchos casos abandonan incluso el sentido de ser individuales, y viven más bien para otros o simplemente existen sofocados por un trabajo vil. Pero existe también una minoría privilegiada, gente animosa y determinada a vivir su propia vida hasta el fin. Los escritores pertenecen a esta clase. Los escritores serios, hay que decirlo, son en su conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas, aunque menos interesados en el dinero.

II. Entusiasmo estético.
Percepción de la belleza del mundo externo o de las palabras y su adecuado ordenamiento. Placer provocado por el impacto que producen los sonidos, la firmeza de la buena prosa o el ritmo de una historia lograda. Deseo de compartir una experiencia que, por considerarse valiosa, no debe perderse. Muchos escritores no consideran sólido este argumento estético, pero incluso un autor de panfletos o de libros de texto tendrá “palabras mascota” y frases que utilizará por razones no utilitarias, o manifestará preocupación por la tipografía, la medida de las márgenes, etc. De las guías de ferrocarril en adelante, no hay libro que se mantenga apartado de consideraciones estéticas.

III. Impulso histórico.
Deseo de mirar las cosas tal y como son, de investigar hechos reales y registrarlos para conocimiento de la posteridad.

IV. Propósito político.
Utilizando la palabra político en el más amplio sentido posible. Deseo de orientar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea de otra persona sobre la clase de sociedad por la cual hay que luchar. Una vez más, ningún libro puede mantenerse apartado de preocupaciones políticas. La opinión de que el arte no debe tener relación con la política constituye en sí una actitud política. Puede verse cómo estos impulsos variados se combaten entre sí, y cómo fluctúan de persona a persona y entre una época y otra. Por naturaleza –entendiendo por “naturaleza” la etapa a la que se llega en el periodo de la primera edad adulta– soy una persona en la cual los tres primeros motivos deberían exceder en valor al cuarto. En una época pacífica podía haber escrito libros esteticistas o meramente descriptivos, y haber permanecido casi indiferente a mis inclinaciones políticas. Pero me he visto forzado a convertirme en una especie de autor de panfletos. Primero pasé cinco años en una profesión que no me satisfacía (la Policía Imperial India, en Birmania), y luego experimenté la pobreza y el sentido del fracaso.

Esto incrementó mi repudio natural a la autoridad y por primera vez me hizo plenamente consciente de la existencia de las clases trabajadoras; mi estancia en Birmania me había permitido ya comprender la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no bastaban para proporcionarme una orientación política definida. Sobrevinieron después Hitler, la guerra civil española. A fines de 1935 aún no lograba tener una decisión firme. Recuerdo un breve poema, escrito en esos años, donde expresaba mi dilema:

Un vicario feliz hubiera sido
hace doscientos años,
que predicara sobre el juicio final
y mientras crecieran mis nogales.

Pero nacido, ay, en un mal tiempo,
he perdido ese cielo placentero,
pues el pelo crece encima de mis labios
y los clérigos van siempre rasurados.

Y más tarde aún hubo tiempos buenos,
era fácil complacernos,
arrullábamos nuestros malos pensamientos
en el seno de los árboles.

Ignorantes de todo, osamos poseer
las alegrías que hoy disimulamos;
el verderol en la rama del manzano
podía hacer temblar a mis enemigos.

Pero los vientres de las muchachas y los chabacanos,
el pez dorado en el arroyo en sombras,
los caballos, los patos volando en el crepúsculo,
todos son sueños.

De nuevo está prohibido soñar;
mutilamos o escondemos nuestros gozos;
los caballos están hechos de acero cromado
y pequeños hombres gordos habrán de conducirlos.

Soy el gusano que jamás volvió,
el eunuco sin harem;
entre el sacerdote y el comisario
camino como Eugene Aram;

Y el comisario dice mi fortuna
mientras el radio suena,
pero el padre ha prometido un Austin Seven,
pues Duggie siempre paga.

Soné y viví en salas de mármol
y desperté sabiendo que era cierto.
No nací para un tiempo como éste:
¿Nació Smith? ¿Nació Jones? ¿Naciste tú?


La guerra civil española y otros acontecimientos de los años 1936-1937 cambiaron la situación y de ahí en adelante supe dónde estaba mi lugar. Cada línea de trabajo serio que he redactado desde 1936 ha sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y en favor del socialismo democrático, como lo entiendo. Me parece absurdo, en una época como la nuestra, creer que es posible dejar de escribir sobre estos temas. De una u otra manera todos hablan de ellos. Simplemente se trata de elegir la postura que se desea y la manera de aproximarse a los hechos. Por otra parte, mientras más conscientes seamos de una tendencia política, más oportunidad tendremos de actuar políticamente sin sacrificar nuestra integridad estética e intelectual.

Lo que más he tratado de lograr durante los últimos diez años es hacer de la escritura política un arte. Mi punto de partida es siempre un sentimiento de camaradería, un sentido de la injusticia. Cuando me siento a escribir un libro, no me digo: “Voy a producir una obra de arte”. Lo escribo porque deseo exponer alguna mentira, o algún hecho sobre el que quiero llamar la atención, y lo que me preocupa es ser escuchado. Pero no podría emprender la labor de escribir un libro ni un extenso artículo periodístico, si no fuera también una experiencia estética. 

Quienquiera que se interese en examinar mi obra, podrá ver que aunque contiene de manera muy clara propaganda, también hay en ella gran parte que un político de tiempo completo consideraría irrelevante. No quiero, ni es mi deseo, abandonar por completo la visión del mundo que adquirí cuando niño. Mientras viva y tenga salud continuaré sintiéndome fuertemente atraído por el estilo de la prosa, amando la superficie de la tierra, y obteniendo placer de los objetos sólidos, y sobras de la información inútil. No tiene caso querer eliminar esa parte mía. La tarea consiste en reconciliar mis simpatías y diferencias indelebles con el público esencial, actividades no individuales a las que nuestro tiempo nos fuerza a todos.


No es fácil. Hacerlo trae consigo problemas de construcción y de lenguaje, y en cierta manera revive el problema verdad-plenitud. Déjenme dar sólo un ejemplo sobre la clase de dificultad que esto provoca. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a Cataluña, es, por supuesto, un libro abiertamente político, pero está escrito, de manera fundamental, con cierto detalle y cuidado en la forma. Me esforcé realmente por decir toda la verdad sin violar mis instintos literarios. Pero entre otras cosas el libro incluye un extenso capítulo integrado por recortes de periódicos y material semejante en el que se defendía a los trotskistas acusados de conspirar al lado de Franco. Evidentemente este capítulo, que después de uno o dos años perdería interés para cualquier lector ordinario, estropea el libro. Un crítico al cual respeto me leyó una conferencia sobre la obra. “¿Por qué incluiste todas estas bagatelas? –dijo–; has convertido lo que podía haber sido un buen libro en periodismo.” En España tuve la oportunidad de saber, como poca gente supo en Inglaterra, que se acusaba falsamente a personas que no eran culpables. Si eso no me hubiera provocado indignación, jamás hubiera escrito el libro.

De una u otra manera, el problema siempre retorna. La cuestión del lenguaje es más delicada y tomaría largo tiempo discutirla. De los últimos años sólo diré que he tratado de escribir de manera menos pintoresca y con mayor exactitud. En todo caso, considero que una vez que hemos perfeccionado un estilo de escritura, es porque ya lo hemos superado. Animal Farm fue el primer libro en que traté, con plena conciencia de lo que estaba haciendo, de unir en un todo mis propósitos políticos y mis objetivos artísticos. En siete años no he escrito una novela, pero espero hacerlo pronto. Está destinada a ser un fracaso, todo libro es un fracaso, pero sé con cierta claridad la clase de obra que deseo escribir.

Al retroceder una o dos páginas atrás, me doy cuenta de que pareciera que mis motivos para escribir están completamente inspirados por el público. No quiero que eso quede como impresión final. Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en lo más profundo de sus motivos yace un misterio. Escribir un libro es una lucha horrible, exhaustiva, semejante al prolongado padecimiento de una dolorosa enfermedad. No se debiera emprender jamás una tarea así si no se siente estar dominado por un demonio al que no es posible resistir ni comprender. Porque lo único que podemos saber es que ese demonio es simplemente igual al instinto que lleva al bebé a llorar en demanda de atención.

Y sin embargo también es verdad que no es posible escribir nada legible a menos que se luche constantemente para borrar nuestra propia personalidad. La buena prosa es como el vidrio de una ventana. No puedo afirmar con certeza cuáles de mis motivos son los más sólidos, pero sé cuáles merecen ser seguidos. Y al mirar retrospectivamente mi trabajo, me doy cuenta de que, invariablemente, cuando no tuve un propósito político, escribí libros carentes de vida y fui traicionado por todo tipo de embustes como pasajes rosas, adjetivos de ornato, oraciones que no tenían significado.

Por qué escribo, George Orwell. Traducción de Vicente Quirarte.