Desde
muy temprana edad, tal vez cuando tenía cinco o seis años, supe que
al crecer me convertiría en escritor. Entre los dieciséis y los
veinticuatro años traté de abandonar esta idea, pero con la
conciencia de que traicionaba mi verdadera naturaleza y que, tarde o
temprano, tendría que ponerme a escribir libros. De tres hermanos,
me correspondió el lugar de en medio, pero había un espacio de
cinco años entre cada uno, y escasamente vi a mi padre antes de los
ocho. Por esta y otras razones era más bien solitario, y pronto
adquirí maneras peculiares que me hicieron antipático en mis años
escolares. Tenía el hábito del niño solitario de inventar
historias y entablar conversaciones con personas imaginarias, y
pienso que ya desde entonces mis ambiciones literarias aparecían
unidas a un sentimiento de aislamiento e inferioridad.
Tenía
conciencia de mi facilidad para el manejo de las palabras, y de tener
la fuerza para enfrentar hechos desagradables, y sentía que esto
creaba una especie de mundo privado en el que podía compensar mi
fracaso en la vida cotidiana. Sin embargo el volumen de escritura
seria –o pretendidamente seria– que produje durante mi niñez y
adolescencia no llegó a las 12 páginas. A los cuatro años, dicté
a mi madre mi primer poema. No puedo recordar nada de él a excepción
de que hablaba sobre un tigre que tenía “dientes como silla”,
una frase afortunada, aunque creo que el texto constituía un plagio
del poema de Blake que comienza “Tiger, Tiger...”
Al
estallar la guerra de 1914-1918 tenía once años. Escribí un poema
patriótico que fue publicado en el periódico local; lo mismo
ocurrió dos años más tarde con otro, que compuse en ocasión de la
muerte de Kitchener.
De
tiempo en tiempo, conforme fui creciendo, escribí malos y casi
siempre inconclusos “poemas naturales” al estilo georgiano. Unas
dos veces intenté escribir narraciones que siempre concluían en
fracasos. Tal fue el conjunto del trabajo supuestamente serio que
trasladé al papel durante esa época. Sin embargo, a lo largo de
estos años estuve ligado en cierto modo a actividades literarias.
Para empezar estaba el trabajo por encargo, que producía rápida,
fácilmente y sin que me causara gran placer. Aparte del trabajo
escolar, escribía versos de ocasión, poemas semihumorísticos que
componía con una velocidad que ahora me parece asombrosa –a los
catorce años escribí, en alrededor de una semana, una obra rimada,
a imitación de Aristófanes.
Además,
ayudaba a editar revistas estudiantiles, tanto impresas como
manuscritas. Estas revistas estudiantiles contenían el más
detestable y lastimoso material satírico que pueda imaginarse, y me
ocupaba de él con menor atención de la que ahora pongo en el
periodismo más barato. Sin embargo, paralelamente a todo esto,
desarrollaba un trabajo literario de una índole bastante distinta:
consistía en la elaboración de una “historia” continua sobre
mí, una especie de diario que existía sólo en mi cabeza. Creo que
éste es un hábito común del niño y del adolescente. Cuando muy
pequeño, acostumbraba imaginar que era, por ejemplo, Robin Hood, y
representarme como el héroe de aventuras extraordinarias, pero muy
pronto, de manera brutal, mi “historia” dejó de ser narcisista y
se convirtió cada vez más y más en una mera descripción de lo que
hacía y de lo que miraba. En ocasiones, durante varios minutos
pasaba por mi cabeza este tipo de cosas: “Empujó la puerta y entró
en el cuarto. Un rayo amarillo de sol, filtrándose al través de las
cortinas de muselina, llegaba oblicuamente hasta la mesa donde había
una caja de cerillos a medio abrir junto al tintero. Abajo, en la
calle, un gato de carey jugaba con una hoja seca”. Este hábito
continuó hasta los veinticinco años, o sea que tuvo lugar durante
el periodo que denomino de mis años no literarios. A pesar de que
debía buscar, y así lo hacía, las palabras adecuadas, parecía
hacer este esfuerzo descriptivo casi contra mi voluntad, bajo una
especie de compulsión proveniente de afuera. Creo que aquella
“historia” debía reflejar el estilo de los diversos escritores
que admiré en diferentes edades, pero recuerdo que siempre tuve la
misma cualidad de descripción meticulosa.
De
pronto, a los dieciséis años descubrí el puro placer de las
palabras, es decir, de sus sonidos y asociaciones. Los versos del
Paraíso perdido que ahora no me parecen tan
maravillosos,
So
hee with difficulty and labour hard
Moved
on: With difficulty and labour hee,
entonces me estremecían hasta los huesos; y deletrear
“hee” en lugar de “he”, agregaba un nuevo placer. Por lo que
se refiere a la descripción, ya sabía todo acerca de ella. Así, no
tenía duda sobre la clase de libros que me interesaba escribir, y
aunque en aquel entonces no pensaba que llegaría a terminar uno, mi
deseo era redactar enormes novelas naturalistas con finales trágicos,
llenas de descripciones minuciosas y parábolas impactantes, y donde
también abundaran los pasajes donde las palabras fueran utilizadas
sólo por su sonido. De hecho, Días en Birmania, mi primera novela
completa, que escribí a los treinta años pero proyecté antes,
pertenece a esta clase de libros.
Doy
toda esta información retrospectiva porque no creo que sea posible
establecer los motivos de un escritor sin conocer parte de su
desarrollo temprano. Aquello de lo que habla estará determinado por
la época que vive –al menos esto es verdad en tiempos tumultuosos
y revolucionarios como los nuestros–, pero antes de que comience a
escribir habrá adquirido una actitud emocional de la que no podrá
escapar enteramente. No cabe duda de que su trabajo consiste en
disciplinar su temperamento y evitar estancarse en una etapa
inmadura, pero si huye de todas sus primeras influencias, habrá
matado su impulso para escribir. Haciendo a un lado la necesidad de
ganarse la vida, considero que existen cuatro grandes motivos para
escribir, en todo caso para escribir prosa. Existen en cada autor en
diferentes grados y sus proporciones variarán de tiempo en tiempo,
de acuerdo con la atmósfera en que viva. Estos motivos son:
I.
Egoísmo absoluto.
Deseo
de parecer inteligente, de ser notado, de ser recordado tras la
muerte, de desquitarse de adultos que nos lastimaron en la niñez,
etc. Es un engaño pretender que éste no sea un poderoso motivo para
escribir. Los escritores comparten esta característica con
científicos, artistas, políticos, abogados, prósperos hombres de
negocios, en fin, con toda la humanidad. La gran masa de seres
humanos no es en grado extremo egoísta. Después de los treinta años
abandonan la ambición individual; de hecho, en muchos casos
abandonan incluso el sentido de ser individuales, y viven más bien
para otros o simplemente existen sofocados por un trabajo vil. Pero
existe también una minoría privilegiada, gente animosa y
determinada a vivir su propia vida hasta el fin. Los escritores
pertenecen a esta clase. Los escritores serios, hay que decirlo, son
en su conjunto más vanidosos y egocéntricos que los periodistas,
aunque menos interesados en el dinero.
II.
Entusiasmo estético.
Percepción
de la belleza del mundo externo o de las palabras y su adecuado
ordenamiento.
Placer provocado por el impacto que producen los sonidos, la firmeza
de la buena prosa o el ritmo de una historia lograda. Deseo de
compartir una experiencia que, por considerarse valiosa, no debe
perderse. Muchos escritores no consideran sólido este argumento
estético, pero incluso un autor de panfletos o de libros de texto
tendrá “palabras mascota” y frases que utilizará por razones no
utilitarias, o manifestará preocupación por la tipografía, la
medida de las márgenes, etc. De las guías de ferrocarril en
adelante, no hay libro que se mantenga apartado de consideraciones
estéticas.
III.
Impulso histórico.
Deseo
de mirar las cosas tal y como son, de investigar hechos reales y
registrarlos para conocimiento de la posteridad.
IV.
Propósito político.
Utilizando
la palabra político en el más amplio sentido posible. Deseo de
orientar al mundo en cierta dirección, de alterar la idea de otra
persona sobre la clase de sociedad por la cual hay que luchar. Una
vez más, ningún libro puede mantenerse apartado de preocupaciones
políticas. La opinión de que el arte no debe tener relación con la
política constituye en sí una actitud política. Puede verse cómo
estos impulsos variados se combaten entre sí, y cómo fluctúan de
persona a persona y entre una época y otra. Por naturaleza
–entendiendo por “naturaleza” la etapa a la que se llega en el
periodo de la primera edad adulta– soy una persona en la cual los
tres primeros motivos deberían exceder en valor al cuarto. En una
época pacífica podía haber escrito libros esteticistas o meramente
descriptivos, y haber permanecido casi indiferente a mis
inclinaciones políticas. Pero me he visto forzado a convertirme en
una especie de autor de panfletos. Primero pasé cinco años en una
profesión que no me satisfacía (la Policía Imperial India, en
Birmania), y luego experimenté la pobreza y el sentido del fracaso.
Esto
incrementó mi repudio natural a la autoridad y por primera vez me
hizo plenamente consciente de la existencia de las clases
trabajadoras; mi estancia en Birmania me había permitido ya
comprender la naturaleza del imperialismo: pero estas experiencias no
bastaban para proporcionarme una orientación política definida.
Sobrevinieron después Hitler, la guerra civil española. A fines de
1935 aún no lograba tener una decisión firme. Recuerdo un breve
poema, escrito en esos años, donde expresaba mi dilema:
Un
vicario feliz hubiera sido
hace
doscientos años,
que
predicara sobre el juicio final
y
mientras crecieran mis nogales.
Pero
nacido, ay, en un mal tiempo,
he
perdido ese cielo placentero,
pues
el pelo crece encima de mis labios
y
los clérigos van siempre rasurados.
Y
más tarde aún hubo tiempos buenos,
era
fácil complacernos,
arrullábamos
nuestros malos pensamientos
en
el seno de los árboles.
Ignorantes
de todo, osamos poseer
las
alegrías que hoy disimulamos;
el
verderol en la rama del manzano
podía
hacer temblar a mis enemigos.
Pero
los vientres de las muchachas y los chabacanos,
el
pez dorado en el arroyo en sombras,
los
caballos, los patos volando en el crepúsculo,
todos
son sueños.
De
nuevo está prohibido soñar;
mutilamos
o escondemos nuestros gozos;
los
caballos están hechos de acero cromado
y
pequeños hombres gordos habrán de conducirlos.
Soy
el gusano que jamás volvió,
el
eunuco sin harem;
entre
el sacerdote y el comisario
camino
como Eugene Aram;
Y
el comisario dice mi fortuna
mientras
el radio suena,
pero
el padre ha prometido un Austin Seven,
pues
Duggie siempre paga.
Soné
y viví en salas de mármol
y
desperté sabiendo que era cierto.
No
nací para un tiempo como éste:
¿Nació
Smith? ¿Nació Jones? ¿Naciste tú?
La
guerra civil española y otros acontecimientos de los años 1936-1937
cambiaron la situación y de ahí en adelante supe dónde estaba mi
lugar. Cada línea de trabajo serio que he redactado desde 1936 ha
sido escrita, directa o indirectamente, contra el totalitarismo y en
favor del socialismo democrático, como lo entiendo. Me parece
absurdo, en una época como la nuestra, creer que es posible dejar de
escribir sobre estos temas. De una u otra manera todos hablan de
ellos. Simplemente se trata de elegir la postura que se desea y la
manera de aproximarse a los hechos. Por otra parte, mientras más
conscientes seamos de una tendencia política, más oportunidad
tendremos de actuar políticamente sin sacrificar nuestra integridad
estética e intelectual.
Lo
que más he tratado de lograr durante los últimos diez años es
hacer de la escritura política un arte. Mi punto de partida es
siempre un sentimiento de camaradería, un sentido de la injusticia.
Cuando me siento a escribir un libro, no me digo: “Voy a producir
una obra de arte”. Lo escribo porque deseo exponer alguna mentira,
o algún hecho sobre el que quiero llamar la atención, y lo que me
preocupa es ser escuchado. Pero no podría emprender la labor de
escribir un libro ni un extenso artículo periodístico, si no fuera
también una experiencia estética.
Quienquiera que se interese en
examinar mi obra, podrá ver que aunque contiene de manera muy clara
propaganda, también hay en ella gran parte que un político de
tiempo completo consideraría irrelevante. No quiero, ni es mi deseo,
abandonar por completo la visión del mundo que adquirí cuando niño.
Mientras viva y tenga salud continuaré sintiéndome fuertemente
atraído por el estilo de la prosa, amando la superficie de la
tierra, y obteniendo placer de los objetos sólidos, y sobras de la
información inútil. No tiene caso querer eliminar esa parte mía.
La tarea consiste en reconciliar mis simpatías y diferencias
indelebles con el público esencial, actividades no individuales a
las que nuestro tiempo nos fuerza a todos.
No
es fácil. Hacerlo trae consigo problemas de construcción y de
lenguaje, y en cierta manera revive el problema verdad-plenitud.
Déjenme dar sólo un ejemplo sobre la clase de dificultad que esto
provoca. Mi libro sobre la guerra civil española, Homenaje a
Cataluña, es, por supuesto, un libro abiertamente político,
pero está escrito, de manera fundamental, con cierto detalle y
cuidado en la forma. Me esforcé realmente por decir toda la verdad
sin violar mis instintos literarios. Pero entre otras cosas el libro
incluye un extenso
capítulo integrado por recortes de periódicos y material semejante
en el que se defendía a los trotskistas acusados de conspirar al
lado de Franco. Evidentemente este capítulo, que después de uno o
dos años perdería interés para cualquier lector ordinario,
estropea el libro. Un crítico al cual respeto me leyó una
conferencia sobre la obra. “¿Por qué incluiste todas estas
bagatelas? –dijo–; has convertido lo que podía haber sido un
buen libro en periodismo.” En España tuve la oportunidad de saber,
como poca gente supo en Inglaterra, que se acusaba falsamente a
personas que no eran culpables. Si eso no me hubiera provocado
indignación, jamás hubiera escrito el libro.
De
una u otra manera, el problema siempre retorna. La cuestión del
lenguaje es más delicada y tomaría largo tiempo discutirla. De los
últimos años sólo diré que he tratado de escribir de manera menos
pintoresca y con mayor exactitud. En todo caso, considero que una vez
que hemos perfeccionado un estilo de escritura, es porque ya lo hemos
superado. Animal
Farm fue el primer libro en que traté, con plena conciencia de lo
que estaba haciendo, de unir en un todo mis propósitos políticos y
mis objetivos artísticos. En siete años no he escrito una novela,
pero espero hacerlo pronto. Está destinada a ser un fracaso, todo
libro es un fracaso, pero sé con cierta claridad la clase de obra
que deseo escribir.
Al
retroceder una o dos páginas atrás, me doy cuenta de que pareciera
que mis motivos para escribir están completamente inspirados por el
público. No quiero que eso quede como impresión final. Todos los
escritores son vanidosos, egoístas y perezosos, y en lo más
profundo de sus motivos yace un misterio. Escribir un libro es una
lucha horrible, exhaustiva, semejante al prolongado padecimiento de
una dolorosa enfermedad. No se debiera emprender jamás una tarea así
si no se siente estar dominado por un demonio al que no es posible
resistir ni comprender. Porque lo único que podemos saber es que ese
demonio es simplemente igual al instinto que lleva al bebé a llorar
en demanda de atención.
Y
sin embargo también es verdad que no es posible escribir nada
legible a menos que se luche constantemente para borrar nuestra
propia personalidad. La buena prosa es como el vidrio de una ventana.
No puedo afirmar con certeza cuáles de mis motivos son los más
sólidos, pero sé cuáles merecen ser seguidos. Y al mirar
retrospectivamente mi trabajo, me doy cuenta de que, invariablemente,
cuando no tuve un propósito político, escribí libros carentes de
vida y fui traicionado por todo tipo de embustes como pasajes rosas,
adjetivos de ornato, oraciones que no tenían significado.
Por
qué escribo, George Orwell. Traducción de Vicente Quirarte.