“No
firmo manifiestos, no hago política. Para mí el intelectual es
siempre un solitario cuya función, cualquiera que sea su oficio, es
la de incrementar el capital de los negocios del espíritu.”
Declaraba
así Paul Valèry en 1939 sus principios políticos en una entrevista
a un periódico francés en la que se le preguntaba por su posición
política como intelectual. Cinco años después le regalaría a su
hijo un cuaderno escrito casi en secreto en el que se amplía y se
divaga sobre su lacónica respuesta. En la pasta frontal se lee el
título: Principios
de an-arquía pura y aplicada.
No
se trata de escritura automática sino de un lenguaje densamente
íntimo escrito con el punzón del egoísmo. Para Félix de Azúa,
traductor al español del cuaderno, su contenido es tan inconexo y
azaroso, como los restos de un naufragio; según él, Valèry no
pretendía más que
guardar memoria de algunos pensamientos ocasionales cuyo posterior
desarrollo podría, quizás, merecer la pena. Los
cuadernos íntimos del escritor no están fuera de su obra que es una
y divisible,
por esa misma razón muchos de ellos se traducen y son editados.
Intencionalmente o no, en este cuaderno hay una sesuda armonía entre
forma y contenido; no encontramos entre sus páginas una teoría
propiamente dicha, ni siquiera la ambición por una teoría:
pretender teorizar la anarquía para
el otro es
negar, según Valèry, un principio inalienable
de la anarquía: el definirla por nuestra esencia. El estilo de este
cuaderno, su naturaleza, es anárquica: no hay tratado, no hay
manifiesto, no está hecho para entender la anarquía sino para
leerla: hay ajuste y calibración de la idea en la forma, que en este
caso se sustenta en la libertad de no tener lectores, o tener uno
solo, el hijo de Valèry, que decidió publicarlos.
“La
libertad ajena amplía mi libertad al infinito”,
diría Bakunin en la teoría: en la práctica Valèry disloca al
lector, en cuanto se vuelve hacia sí mismo para contemplarse en la
soledad de cada anotación; haciéndole justicia al título se nos
presenta en un estado cercano a la pureza llevando, paradójicamente,
la anarquía a la forma. Las palabras que Claudio Magris dice de la
obra de Hermann Broch son aplicables a este cuaderno: “El
arte moderno es de hecho heterogéneo e inorgánico, anarquía que
refleja la anarquía, el gran estilo contemporáneo ha de asumir en
sus formas esa condición caótica para ser fiel a la verdad; la
verdad de la ausencia o de la ocultación del sentido, que aún así
no implican jamás para Broch la renuncia a la exigencia y la
búsqueda del sentido mismo.”
Para
Valèry, un anarquista es un observador
que ve lo que ve y no lo que es costumbre que se vea; el
anarquista ejercita lo visto
en la razón para poder así rechazar la sumisión a imposiciones
fundadas en lo inverificable. La
democracia es impracticable y el control
total
imposible, o posible en una esfera muy reducida y fútil: toda
política, sintetiza
Valèry, se funda en que los que tienen el poder, o supuestamente
tienen el poder, pueden hacer lo que se les venga en gana; por ello
el espíritu libre tiene una tarea capital: exterminar
las causas imaginarias de los males reales sin exterminar los bienes
reales que producen causas imaginarias;
en el tránsito de las opiniones e ideales particulares
hacia el
otro, se encuentran resquicios de esos males reales que nos atañen a
todos; el país más dividido –afirma Valèry– es el menos
estúpido por cabeza y el más estúpido en masa. En soledad podemos
evadir la estupidez, congregándonos la potencializamos, a la vez que
ahí reunidos y atados
por los vínculos de la necesidad, las convenciones y obligaciones
sociales,
nos empequeñecemos como individuos. La necesidad del diploma o
certificación se vuelve un cáncer que según Valèry funciona en el
individuo de la siguiente manera: obtenido
tal resultado escolar, el sujeto ya no tiene nada que desear en
materia de conocimiento, nada que aprender, salvo por lujo, la
curiosidad queda suprimida;
la pobreza del espíritu se acrecienta a medida que el individuo se
hace masivamente
libre, masivamente instruido,
lo cual sólo genera que se hagan más
similares, más imitadores, mas obligados al mismo régimen de vida.
Valèry
detestaba las opiniones y aborrecía las convicciones, hay en ellas
una seria dosis de estupidez, que Valèry relaciona con hacer
o soportar cosas que disgustan o disgustarán sin recompensa, ya sea
por imitación, idiotez del espíritu o del cuerpo. El
efecto óptico del yo
se potencializa en los ojos del otro; el individuo agoniza ante el
número de individuos: la soledad se vuelve un baluarte para la
libertad de espíritu, incompatible
con cualquier tradición.
Nuestro
encuentro con la anarquía será en los suburbios de la
automarginación
social e histórica, tal como enseña el banquero anarquista de
Pessoa: “El
anarquista, ¿qué quiere? La libertad para sí mismo y para los
demás: libertad para la humanidad entera. Quiere liberarse de la
influencia o la presión de las ficciones sociales; quiere ser libre
tal como lo era al venir al mundo, que es lo justo; y quiere esa
libertad para él y para todos.”
Las
ficciones sociales no son destructibles sino sustituibles: la tarea
del anarquista se reduce a sojuzgarlas;
vencerlas sojuzgándolas, reduciéndolas a la inactividad. Toda
sociedad funciona sobre una base mítica, que proviene del lenguaje.
“La
palabra primitiva
–dice Bruno Schulz– era
divagación girando en torno al sentido de la luz. En su acepción
corriente, hoy la palabra es solo un fragmento, un rudimento de una
antigua omnímoda e integral mitología […] no hay ni un átomo en
nuestras ideas que no provenga de ahí, que no sea una mitología
transformada, mutilada o cambiada.”
No hay historia sin palabra y no hay palabra sin naufragio de la
palabra. La historia es descomposición de la historia, provocada por
el germen de las impresiones del individuo y su consecuente necesidad
de lenguaje para plasmarlas, lenguaje que condensa y falsifica: es la
ignominia de los hombres de letras es el abuso del lenguaje: el
pensamiento convertido en mosca de la mierda.
Valèry propone una anarquía en soledad guiada por el conocimiento
autodidacta, para adiestrar la libertad considerando las opiniones de
los otros en su justa medida y teniendo siempre presente la función
básica del espíritu: poner todo en tela de juicio: ningún color
político, dice Valèry, sólo la luz blanca me gusta.
Sobre
Principios
de an-arquía pura y aplicada, de
Paul
Valèry.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario