Lejos
del Harar donde Rimbaud expiaba su genio visionario, un barco ebrio
descendió por ríos impasibles en los que, entre juncos que se
descomponían en las enormes marismas, se pudría un Leviatán que, a
cincuenta leguas, acompañaba el resoplido de los Behemots en celo.
He vuelto a encontrar estos voraces y crueles animales bajo la pluma
de Thomas Hobbes, cuando habla del cuerpo social y de la mejor teoría
política, según sus deseos. Leviatán es el nombre del autómata al
que se asimila esta máquina política, semejante a un mecanismo
animado por resortes, cuerdas y engranajes a modo de corazones,
nervios y articulaciones de un gran animal obsesionado por el
alimento y totalmente dedicado a lo que puede satisfacer su apetito
de ogro.
El
Leviatán es un monstruo del caos primitivo, una especie de serpiente
capaz de zamparse el sol de una sola vez y provocar de esa manera
eclipses en cuyo transcurso las brujas lanzan sus hechizos. Abandona
el mar, donde no obstante reposa cuando se lo deja en paz, para
imponer el terror entre la mayor parte de los hombres que, en la
actualidad, viven bajo su régimen y su poder, en su temor y según
sus caprichos. En cuanto a Behemot, es un devastador fantástico, un
herbívoro hambriento que engulle la vegetación de mil montañas,
razón por la cual se ha convertido en emblema de la fuerza bruta.
Acertadamente
evoca Hobbes este bestiario fantástico para referirse a la
omnipotencia del cuerpo político, el cuerpo social y las máquinas
para someter al individuo al registro de lo comunitario, que se
presenta como la máxima virtud. Animales devoradores, totalmente
ignorantes de la matanza que llevan a cabo, bestias hambrientas que
destruyen a su paso toda subjetividad, Leviatán y Behemot
constituyen la zoología política en virtud de la cual el hombre
representa una presa privilegiada para el depredador, monstruo
fabuloso que aniquila todo lo que sea más pequeño que él. Esta
máquina histérica ha producido en la tierra un infierno
contemporaneo cuya cartografía quisiera proponer aquí. Así como ha
habido mapas del país del Amor, portulanos y sextantes que se
llevaban a bordo para dibujar las lineas costaneras, las arenas que
el viento proyectaba peligrosamente sobre la costa, movedizos y
engañosos bancos de arena, precipicios y picos, montañas y abismos,
acantilados empinados como tejos tendidos hacia el cielo, o aguas
falsamente dormidas que ocultan profundas depresiones, corrientes y
torbellinos invisibles, así hay también una geografía
infernal,* una tipología que una vez se puso de manifiesto en la
Divina Comedia.
En
Dante he amado los nueve círculos y los tres recintos, las diez
fosas y las cuatro zonas que forman el infierno, cuando no las siete
cornisas del purgatorio, que no sirven para obtener información de
una Beatriz soñada, pero sí para seguir tratando de comprender qué
es lo que, aquí y ahora, constituye el infierno que algunos viven en
la tierra. No es frecuente que la miseria, que recorre estas tierras
infernales de un extremo a otro, se convierta en objeto filosófico.
Más a menudo es la sociología la que se apodera de ella para
nombrarla, describirla, mostrarla, afirmar su existencia,
cuantificarla, y eso ya es mucho. Pero los filósofos, ¿donde
están? ¿Qué hacen los intelectuales y qué dicen sobre esta
cuestion?
Más
preocupados por las miserias del mundo cuando éstas parecen nobles,
dignas y capaces de abrir las puertas de un reconocimiento mediático
o de un hipotético Premio Nobel, no ahorran manifiestos, peticiones
y tomas de posición cuando la miseria es limpia, es decir, cuando
forma parte de guerras, genocidios sanguinarios, combates planetarios
entre potencias enloquecidas. ¿Y la miseria sucia,* la de los
individuos subordinados, los indigentes, los héroes cotidianos que
mueren en los huecos de una escalera a causa del frío y el hambre, o
que, día tras día, patean las calles a la espera de la limosna de
un trabajo miserable? ¿Y la de los hombres y las mujeres que, sin
descanso, ofrecen su tiempo, su energía, sus sueños, sus deseos, a
las ávidas fauces del Leviatán en las fábricas, los talleres, las
empresas?
El
mío -mi mayor escándalo- es que haya en mi entorno, en el marco de
una proximidad dolorosa y cotidiana, un infierno en el que se
mantiene a cierto número de hombres, mujeres y, naturalmente, niños,
que día tras día son sacrificados a las exigencias del Leviatán y
el apetito sexual de los Behemots. Mi lógica es hedonista y no deja
de serlo de un libro a otro. A menudo he precisado, pero nunca lo
suficiente, que el imperativo categórico del hedonismo completaba el
gozar y el hacer gozar. Esta segunda parte, indisociable,
constituye la genealogía de la política que propongo y representa
la modalidad de una ética alternativa a la del ideal ascético.
El
infierno en el que se pudren los que alimentan la máquina social o
que han sido excluídos de ella como deyecciones de un animal
infecto, supone por definición el lugar en el cual triunfa el ideal
ascético en detrimento de todo hedonismo, sea de la naturaleza que
sea. Es imposible gozar y hacer gozar en esa cloaca, en esa sentina
de la civilización donde no sólo se estratifican las deyecciones,
sino también las patologías y los mecanismos del servilismo que
estructuran el Leviatán. Una política hedonista exige ante todo una
ética interesada en la erradicación de este infierno de la tierra,
una moral de lucha contra estos vapores emanados del Tártaro, un
voluntarismo estético que declare la guerra, de manera radical e
implacable, a esta política de tierra quemada en que apenas gimen
aquellos que pasan la vida perdiéndola.
En
Política del rebelde. Tratado de resistencia e insumisión, de
Michel Onfray.
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