R.G.—
¿El
hombre moderno vive hoy una alienación diferente de la que imaginó
Marx?
C.C.—
Marx
veía la alienación sobre todo como forma de explotación económica
y en muchas sociedades modernas no está enteramente allí el
problema. Aun cuando uno no se vaya a lamentar por su suerte, nadie
puede decir que los que mandan en la sociedad estén menos alienados
que los que no mandan. Esto quiere decir que la victoria de las
clases dominantes es relativa. Temerosamente replegada en la esfera
privada, toda la población participa de esta alienación y se
contenta con pan y espectáculo. El espectáculo está asegurado por
la televisión y los deportes, y en los países desarrollados, de un
modo u otro, la mayor parte de la población tiene acceso a un
confort mínimo del que se excluye a una minoría. Parece que se
hubiera logrado el modo de comprimir la miseria que engendra la
sociedad en un 15 o 20 por ciento de población "inferior"
(los negros e hispánicos en Estados Unidos, los inmigrantes en
Europa). La mayor parte de la población parece estar conforme con
este ocio, este onanismo televisivo, este confort mínimo y sólo se
verifican algunas reacciones puntuales o corporativistas que no
tienen mayores consecuencias para el sistema. Parece que no hubiera
ningún proyecto, ningún deseo colectivo que no sea la salvaguarda
del statu
quo.
Las sociedades modernas se construyeron en base a dos proyectos
antinómicos: uno es el de la dominación capitalista; el otro,
anterior, es el de las autonomías individual y colectiva. Que nació
en Grecia, desapareció con el Imperio Romano, que volvió con las
primeras burguesías de Europa Occidental, que motorizó el
Renacimiento y el Siglo de las Luces y que fue retomado por el
movimiento obrero, que antes de ser controlado por el marxismo era un
movimiento emancipador. Más acá encontramos este espíritu en el
movimiento feminista, en los movimientos juveniles. Pero lo que se
constata hoy es que todo sucede como si este proyecto hubiera sufrido
un eclipse. Desde 1950 y a pesar de manifestaciones como las de los
años 60, vemos a la población sumergirse en la apatía y la
privatización. De modo tal que sólo queda en pie el proyecto
capitalista.
R.G.—
Y
puede verse a la gente aceptar cosas increíbles hace apenas 15 años.
C.C.—
Hemos
visto cómo los obreros aceptaron bajo Reagan —y aún hoy en
Europa— reducciones de salario. Hoy se acepta una tasa de
desocupación de alrededor del 12 por ciento. Yo mismo escribí hace
30 años que si la desocupación seguía aumentando el edificio
social explotaría. Y fue falso.
R.G.—
¿Y
cómo explica usted esta apatía en la gente?
C.C.—
La
respuesta correcta es que no hay explicación. Del mismo modo que no
se pueden explicar las fases de creación en la historia, no se
pueden "explicar", en el sentido absoluto de la palabra,
las fases de descomposición, de decadencia, etc. No digo que estemos
definitivamente en una etapa de descomposición. Digo que por el
momento esto es lo que pasa, aunque cambie mañana. La aparición de
nuevas formas sociales e históricas no es predecible porque no se
las puede deducir enteramente de lo que precede. Un sociólogo
marciano que hubiera aterrizado en Grecia hacia el 850 a. C. no
hubiera podido vaticinar la democracia ateniense. Ni, en 1730, la
Revolución Francesa. Creo que hay explicaciones más profundas. La
sociedad moderna es la primera sociedad no religiosa en la historia
del hombre. Hasta ahora la religión había tenido un papel muy
importante que no sólo consistía en justificar el orden social
existente diciéndole a la gente que no importa si uno es infeliz
aquí en la Tierra ya que la vida y la muerte de cada uno tienen un
sentido, una significación.
R.G.—
El
problema de las sociedades laicas es entonces qué sentido darle a la
vida...
C.C.—
Tener
un proyecto de autonomía individual quiere decir no esperar que el
sentido de su vida y el de su muerte —si hay uno— le sea provisto
por otra persona o institución. Esto puede lograrse.
R.G.—
¿Puede
lograrse?
C.C.—
Puede
lograrse. Pero no se ha hecho (risas). El resultado de la
descristianización de las sociedades desarrolladas es una fuga, un
olvido del dato fundamental de la vida, que es la muerte. El hombre
contemporáneo, como un niño un poco tonto, que se siente infeliz
pero que desea compensar esa infelicidad con un juego, un videogame o
las Tortugas Ninja. El consumo, el ocio, son dispersión, búsqueda
de olvido, como decía Pascal. La gente mira televisión hasta
quedarse dormida y mañana será otro día. Es este olvido el que
está en la apatía, el embrutecimiento que se vive hoy. Nadie quiere
saber que es mortal, que se va a morir, que no existe el más allá y
que no hay ninguna retribución ni recompensa por lo que nos pasa en
esta vida. Uno se olvida de todo esto mirando televisión pero esto
no significa solamente una sociedad del espectáculo sino una
sociedad del olvido, del olvido de la muerte, de la constatación de
que la vida no tiene más sentido que aquel que uno fue capaz de
darle. No tenemos, parece, ni el coraje ni la capacidad de admitir
que el sentido de nuestra vida individual y colectiva ya no nos será
dado por una religión o por una ideología, que somos nosotros
quienes debemos crearlo.
R.G.—
EI
triunfo del imaginario capitalista y la consagración de esta
sociedad de olvido, como usted la llama, no solo está dado por la
derrota de otras utopías, sino también por la ausencia de modelos
alternativos de gestión que no sean el tecnocrático-empresarial
que, por cierto, nada tiene que ver con la democracia y la autonomía
individual.
C.C.—
El
capitalismo contemporáneo no es un capitalismo de mercado, como
dicen sus ideólogos. Es un capitalismo burocrático con empresas a
veces más poderosas que los propios Estados. Yo creo sin embargo que
hay otros modos de gestión de la sociedad, que el autogobierno es
posible. Pero una cosa son las ideas escritas en un papel, que son
importantes, claro está, pero otra cosa, imprescindible, es una
actitud totalmente diferente de una parte de la gente hacia la
política.
R.G—
¿No
alcanza con el voto?
C.C.—
Efectivamente,
no alcanza con el voto. Hay que entender que los asuntos públicos
también son asuntos personales; que la política también es mi
problema. Uno puede formular un programa político pero ese programa
no vale nada si la inmensa mayoría de la población no está lista,
no solo a votar por él, sino a participar activamente en su
realización, su desarrollo y, si fracasa, en su reforma. Un proyecto
de autogobierno no tiene ningún sentido si la gente no tiene ni el
deseo ni la voluntad de autogobernarse. De más está decir que no es
esto lo que constatamos hoy. Ahora bien, ¿quiere decir que hay que
olvidarlo como proyecto? No creo. Nunca hay predicciones serias en
política ni en historia. Es verdad que la gente no cree hoy en la
posibilidad de una sociedad autogobernada y eso hace que tal sociedad
resulte imposible. La gente no cree porque no quiere creer y no
quiere creer porque no cree. Pero si algún día quieren, creerán y
podrán.
Rolando
Graña entrevista a Cornelius Castoriadis (Fragmento)
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