Hoy
he llegado, de repente, a una sensación absurda y justa. Me he dado
cuenta, en un relámpago intimo, de que no soy nadie. Nadie,
absolutamente nadie. Cuando brilló el relámpago, aquello donde
había supuesto una ciudad era una llanura desierta; y la luz
siniestra que me mostró a mí no reveló un cielo encima de ella.
Me
han robado el poder de ser antes de que el mundo fuese. Si tuve que
reencarnar, he reencarnado sin mi, sin haber reencarnado yo. Soy los
alrededores de una ciudad que no existe, el comentario prolijo a un
libro que no se ha escrito. No soy nadie, nadie. No sé sentir, no sé
pensar, no sé querer. Soy una figura de novela por escribir, que
pasa aérea, y deshecha sin haber sido, entre los sueños de quien no
supo completarme.
Pienso
siempre, siento siempre; pero mi pensamiento no contiene raciocinios,
mi emoción no contiene emociones. Estoy cayendo, desde la trampa de
allí arriba, por todo el espacio infinito, en una caída sin
dirección, infinítupla y vacía. Mi alma es un maelstrom negro,
vasto vértigo alrededor del vacío, movimiento de un océano
infinito en torno a un agujero de nada, y en las aguas que son más
giro que aguas boyan todas las imágenes de lo que he visto y oído
en el mundo -van casas, caras, libros, cajones, rastros de música y
sílabas de voces, en un remolino siniestro y sin fondo.
Y
yo, verdaderamente yo, soy el centro que no existe en esto sino
mediante una geometría del abismo; soy la nada en torno a la cual
gira este movimiento, sin que ese centro exista sino porque todo
circulo lo tiene. Yo, verdaderamente yo, soy el pozo sin muros, pero
con la viscosidad de los muros, el centro de todo con la nada
alrededor. Y es, en mí, como si el infierno mismo riese, sin por lo
menos la humanidad de los diablos riéndose, la locura graznada del
universo muerto, el cadáver rodante del espacio físico, el fin de
todos los mundos fluctuando negro al viento, disforme, anacrónico,
sin Dios que lo hubiese creado, sin él mismo que está rodando en
las tinieblas de las tinieblas, imposible, único, todo.
En
Libro del desasosiego, de Fernando Pessoa.
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