¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

jueves, 4 de agosto de 2016

Oliverio Girondo. Frente a la nada y lo absoluto.

Yo no tengo ni deseo tener sangre de estatua. Yo no pretendo sufrir la humillación de los gorriones. Yo no aspiro a que me babeen la tumba de lugares comunes, ya que lo único realmente interesante es el mecanismo de sentir y de pensar. ¡Prueba de existencia! Lo cotidiano, sin embargo, ¿no es una manifestación admirable y modesta de lo absurdo? Y cortar las amarras lógicas, ¿no implica la única posibilidad de aventura? ¿Por qué no ser pueriles, ya que sentimos el cansancio de repetir los gestos de lo que hace setenta siglos están bajo la tierra? ¿Y cuál sería la razón de no admitir cualquier probabilidad de rejuvenecimiento? ¿No podríamos atribuirle, por ejemplo, todas las responsabilidades a un fetiche perfecto y omnisciente, y tener fe en la plegaria o en la blasfemia, en el albur de un aburrimiento paradisíaco o en la voluptuosidad de condenarse? ¿Qué nos impediría usar de las virtudes y de los vicios cómo si fueran ropa limpia, convenir en que el amor no es un narcótico para el uso exclusivo de los imbéciles, y ser capaces de pasar junto a la felicidad haciéndonos los distraídos? Yo, al menos, en mi simpatía por lo contradictorio –sinónimo de vida- no renuncio ni a mi derecho de renunciar.”


Con este auto de fe en las verdades esenciales, escondidas en los atajos y en los sótanos del lenguaje, inauguraba Oliverio Girondo, en 1922, el tramo primero de su viaje, imprevisible y temerario, a través de los despiadados territorios de la poesía. Ya llevaba en su equipaje algunos valiosos instrumentos que conservará hasta el final: el humor cargado de cierto descreimiento con que abriga piadosamente su afán de absoluto y de eternidad, la identificación entre la propia vida y la propia expresión, el inconformismo como una exaltada ética frente a cualquier tipo de degradación, la verdad descarnada y salvaje contra todas las falsas apariencias, las falsas jerarquías, los falsos consuelos de las pequeñas glorias y las autocomplacencias.  

Se advierten ya en ese prólogo con que inicia sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, prólogo que no tiene el carácter de una defensa ni de una justificación, sino el valor de una actitud permanentemente consustanciada con el acto poético.Tiro mis veinte poemas como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”, agrega Girondo, justamente como si su actitud, precisa y rotunda, le resultara desmesurada frente a lo exiguo, a lo escaso, a lo insatisfactorio, no del acto poético, sino del poema en sí. Es decir, del alcance de la piedra, que no llega a desgarrar velos, a derribar paredes, a transformar la realidad, revelando lo inmanente y lo no manifestado: primera, permanente y última tragedia de cualquier auténtico creador. Paso a paso se advierte que no es posible salvar la distancia que media entre el deseo y el objeto del deseo, que se está al asedio de un mundo presentido solamente por signos, apuntando a un temblor en la maleza, y que el lenguaje, única arma de que se dispone como medio de conocimiento, es deficiente, inerme y hasta falaz. 

 
Cada conquista es, inclusive, una medida de la inepcia, porque, paradójicamente, es una muestra remota de esa tentativa vana, de esa lucha impotente por acceder a zonas que siempre se sustraen, se escabullen, se deslizan bajo los pies. Cada logro es una respuesta polvorienta, un puñado de cenizas de esas canteras que eran fosforescentes cuando se daban no dándose, cuando se mostraban encubriéndose. Tal vez Oliverio Girondo haya experimentado en uno de los más altos grados de intensidad la exaltación y el descorazonamiento supremos de esta fatalidad que se confunde con la fatalidad de la precaria condición humana. Toda su obra lo proclama como una herida, hasta la desgarradura de su libro final.

En Cuadernos Hispanoamericanos, Olga Orozco.

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