Se advierten ya en ese prólogo con que inicia sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, prólogo que no tiene el carácter de una defensa ni de una justificación, sino el valor de una actitud permanentemente consustanciada con el acto poético. “Tiro mis veinte poemas como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”, agrega Girondo, justamente como si su actitud, precisa y rotunda, le resultara desmesurada frente a lo exiguo, a lo escaso, a lo insatisfactorio, no del acto poético, sino del poema en sí. Es decir, del alcance de la piedra, que no llega a desgarrar velos, a derribar paredes, a transformar la realidad, revelando lo inmanente y lo no manifestado: primera, permanente y última tragedia de cualquier auténtico creador. Paso a paso se advierte que no es posible salvar la distancia que media entre el deseo y el objeto del deseo, que se está al asedio de un mundo presentido solamente por signos, apuntando a un temblor en la maleza, y que el lenguaje, única arma de que se dispone como medio de conocimiento, es deficiente, inerme y hasta falaz.
"De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu."
“¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”
El uso de los placeres.
Michel Foucault.
jueves, 4 de agosto de 2016
Oliverio Girondo. Frente a la nada y lo absoluto.
Se advierten ya en ese prólogo con que inicia sus Veinte poemas para ser leídos en el tranvía, prólogo que no tiene el carácter de una defensa ni de una justificación, sino el valor de una actitud permanentemente consustanciada con el acto poético. “Tiro mis veinte poemas como una piedra, sonriendo ante la inutilidad de mi gesto”, agrega Girondo, justamente como si su actitud, precisa y rotunda, le resultara desmesurada frente a lo exiguo, a lo escaso, a lo insatisfactorio, no del acto poético, sino del poema en sí. Es decir, del alcance de la piedra, que no llega a desgarrar velos, a derribar paredes, a transformar la realidad, revelando lo inmanente y lo no manifestado: primera, permanente y última tragedia de cualquier auténtico creador. Paso a paso se advierte que no es posible salvar la distancia que media entre el deseo y el objeto del deseo, que se está al asedio de un mundo presentido solamente por signos, apuntando a un temblor en la maleza, y que el lenguaje, única arma de que se dispone como medio de conocimiento, es deficiente, inerme y hasta falaz.
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