¿Para qué valdría la pasión (acharnement) de saber, si sólo asegurara la adquisición de conocimientos y no de alguna manera –y tanto como se pueda– el extravío de aquel que conoce? Hay momentos en la vida en que el problema de saber si uno puede pensar de manera distinta a como piensa y percibir de otra manera que como ve es indispensable para continuar mirando o re-flexionado. (...) Pero, ¿qué es la filosofía en la actualidad –quiero decir la actividad filosófica– si no es un trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo, y si no consiste, en lugar de legitimar lo que ya se sabe, en emprender la tarea de saber cómo y hasta dónde sería posible pensar de otra manera?”

El uso de los placeres.
Michel Foucault.

lunes, 1 de agosto de 2016

El Sacerdote y el Diablo.

En 1849 Feodor Dostoyevsky escribió en la pared de su celda la siguiente historia, El Sacerdote y el Diablo:

¡Hola, obeso padre!”, le dijo el diablo al sacerdote.
¿Qué mentiras le contaste a esas pobres y engañadas personas? ¿Qué torturas del infierno le describiste? ¿No sabes que ya están sufriendo las torturas infernales en sus vidas terrenales? ¿No sabes que tú y las autoridades estatales son mis representantes en la Tierra? Eres tú quien los hace sufrir las torturas infernales con que los amenaza. ¿No lo sabía? ¡Bien, ven entonces conmigo!”.


El diablo tomó al sacerdote por el cuello, lo alzó en el aire y lo llevó a una factoría, a una fundición. Vio a los trabajadores corriendo y apresurados de aquí para allá, moviéndose penosamente bajo el calor abrasador. Muy pronto, el aire espeso, pesado y el calor fue demasiado para el sacerdote. Con lágrimas en sus ojos, suplicó al diablo:
¡Déjame ir! ¡Déjame abandonar este infierno!”.

Oh, mi querido amigo, debo mostrarte muchos otros lugares”.
El diablo lo tomó de nuevo y lo arrastró hacia una granja. Allí pudo ver a los jornaleros trillando el grano. El polvo y el calor eran insoportables. El capataz llevaba un látigo y cruelmente golpeaba a cualquiera que se cayera al suelo a consecuencia del duro trabajo o por el hambre. Posteriormente, lleva al sacerdote hasta unas chozas donde estos mismos jornaleros viven con sus familias, sucios agujeros, fríos, llenos de humo, insalubres. El diablo sonríe a carcajada. Indica la pobreza y las penalidades que campean en este lugar.
¿Bien, no es suficiente?”, preguntó. Y parecía que incluso él, el diablo, sentía pena por estas personas. El pío servidor de Dios apenas podía sobrellevarlo. Alzando sus manos, rogó:

¡Sácame de aquí! ¡Sí, sí, éste es el infierno en la Tierra!”.

Bien, entonces ya ves. Y todavía les prometes otro infierno. ¡Los atormentas, los torturas mentalmente con la muerte cuando ellos sólo están vivos físicamente! ¡Vamos! Te mostraré otro infierno, uno más, el peor.
Lo llevó a una prisión y le mostró un calabozo, con su aire viciado y sus muchas siluetas humanas, carentes de vitalidad y energía, arrojadas en el suelo, cubiertas de bichos que devoraban sus pobres, desnudos y enflaquecidos cuerpos.
¡Quítate tus vestidos de seda!”, le dijo el diablo al sacerdote.
¡Ponte en tus tobillos las pesadas cadenas como las que llevan estos desafortunados; échate en el frío y sucio suelo; y háblales sobre el infierno que todavía les aguarda!”.

¡No, no!”, respondió el sacerdote. “¡No puedo imaginar algo más terrible que esto! ¡Te lo suplico, déjame marchar!

Sí, éste es el infierno. No podrás encontrar otro infierno peor que éste. ¿No lo conocías? ¿No sabías de estos hombres y mujeres a quienes asustabas con la imagen del infierno, que ya estaban en el verdadero infierno, antes de que murieran?

***


Esto fue escrito (…) en la triste Rusia, en la pared de una de las más horribles prisiones. ¿Aún hay quien puede negar que lo mismo se aplica, con igual fuerza, a los tiempos presentes (…)? Con todas nuestras alardeadas reformas, nuestros grandes cambios sociales y nuestros descubrimientos trascendentales, los seres humanos continúan siendo enviados a unos lugares peores que el infierno, en donde son ultrajados, degradados y torturados, ya que la sociedad debe ser “protegida” de los fantasmas que ella misma ha creado.
La prisión, ¿una protección social?, ¿Qué mente monstruosa concibió tal idea?

En La palabra como arma, de Emma Goldman.

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