Nada
es más incierto ni menos necesario que el pueblo para los Estados y
gobiernos que lo toman como objeto de sus funciones y base de su
legitimación. La pregunta por su ontología, “¿qué es un
pueblo?”, señala la tensión con la que el discurso político
tiene que luchar para superar un vacío de significación. De esta
manera, aceptando la artificialidad, su existencia discursiva, se
proponen nuevas definiciones que expanden el problema conceptual
hacia otros territorios buscando sus atributos –los pueblos
autóctonos, los pueblos originarios, los pueblos americanos–, una
cualidad que los devuelve al origen también ficticio de las
identidades colectivas, o a su aspecto geográfico –el pueblo
catalán, el pueblo español, el pueblo argentino– enfatizando el
conflicto económico-social de las independencias.
Estas
desviaciones esconden, en realidad, la fuerza individual del pueblo,
la que tiene por sí mismo, la que le permite ubicarse como sujeto
político y como productor de su propio espacio discursivo. La
tensión entre el carácter individual (la agencia del pueblo en
tanto promotor de la acción) y la sujeción que el pueblo padece
frente al poder hegemónico del Estado. En esta disyuntiva, la
dimensión social (la potencia que recibe del estar en común, del
reconocimiento de una identificación que lo vuelve colectivo,
múltiple) propone un pueblo capaz de oponerse a la uniformidad que
la ley le impone y de construirse como sujeto político fuera de la
Nación. Mientras que los estados modernos continúan acosando al
pueblo, decidiendo por sus límites, la politización de ese pueblo
excluido, que se independiza de la forma otorgada por la ley,
responde con la lucha permanente, en el terreno de la significación
política y en el de la liberación nacional.
Desde
la semántica, Alan Badiou puntualiza el contenido revolucionario del
adjetivo popular que siempre politiza al sustantivo regresando al
origen de la opresión. De este modo, el pueblo recupera su carga
política oponiéndose a la masa pasiva que el Estado configura,
haciendo de esta exclusión subyacente una virtud que lo exime de la
inercia constitucional del Estado. Este pueblo, el verdadero,
únicamente tiene sentido en el contexto de la liberación nacional,
ya sea en la coyuntura histórica que lo llevó a enfrentarse con el
colonialismo y que, aún hoy, resiste las formas más variadas del
imperialismo global, o en la oposición interna que le devuelve al
Estado su propia negación. En esta acción que recupera para el
pueblo la virtud revolucionaria se juega la recuperación del
adjetivo nacional que el imperio solo admitía para el pueblo
conquistador. “La época de las guerras de liberación nacional
canonizó la palabra ‘pueblo + adjetivo nacional’ debido a la
imposición de la palabra ‘pueblo’, que a menudo exigió la lucha
armada, por parte de aquellos a quienes los colonizadores,
considerando ser los únicos ‘verdaderos’ pueblos, le negaban su
uso”.
Jacques
Rancière se refiere a la adulteración que el populismo parece
imponerle al pueblo verdadero de la democracia y de la soberanía
popular. En la época de los gobiernos neo-socialistas, el filósofo
francés nos advierte acerca de la falsa ideología que la amalgama
de fuerzas políticas contrarias convergentes en el populismo
sostiene como parte de una legitimidad absurda. No existe el pueblo
sino a través de las figuras diversas que privilegian ciertos rasgos
distintivos, ciertas formas de reunión o ciertas capacidades o
incapacidades. Esta ambigüedad esencial contribuye a que el
populismo trabaje sobre la construcción del pueblo liberal, aquel
que se convierte en el interlocutor del Estado, sobre la
caracterización de una elite que gobierna en beneficio de sus
propios intereses y sobre la justificación de la explotación bajo
la premisa de la inseguridad. “La noción de populismo construye
efectivamente un pueblo caracterizado por la temible aleación de una
capacidad –la potencia bruta del gran número– y una incapacidad,
la ignorancia que se le atribuye a ese mismo gran número”. De
esta manera, el populismo justifica la corrupción de las elites
gobernantes, su arbitrariedad, el racismo y las distintas formas de
discriminación laboral.
De
este elemento discursivo, Pierre Bourdieu retoma la cuestión
práctica del lenguaje para profundizar en las condiciones sociales
de producción. El lenguaje popular es aquel que está excluido de
una lengua legítima pero, al mismo tiempo, es un territorio en el
que la lengua trabaja desde el propio delito para consolidar una
identidad contestataria. Las divisiones aristócratas entre la lengua
culta y la popular, entre lo alto y lo bajo, se tensionan para poner
en evidencia la lucha ideológica de los estilos, la búsqueda de lo
diferente, ya sea para distinguirse de lo común o para reivindicar
el estigma como principio de identidad y de transgresión. “La
transgresión entre las formas oficiales, lingüísticas u otras,
está dirigida al menos tanto contra los dominados ‘ordinarios’,
que se someten a ellas, como contra los dominantes o, a fortiori,
contra la dominación en cuanto tal”.
La
impronta lingüística también prevalece en la aproximación que
Judith Butler propone al enigma del pueblo. Un pueblo que construye
el “nosotros” desde lo corporal, cuando sale a la calle y
cuando se reúne en asamblea para realizar y “actuar” su
estar en común. Esta cualidad física, que se une al acto de habla
performativo, excede el poder instituido por los discursos y resalta
cierta energía anarquista o principio de revolución latente que
“depende de un conjunto de cuerpos aglutinados y aglutinantes
cuyas acciones los constituyen afectivamente como pueblo”. De
esta manera, el pueblo no ocurre únicamente en el lenguaje sino en
un antes orgánico que incluye la performance de los cuerpos,
la convergencia de acciones en común y una forma de sociabilidad
política que no puede ser reducida a la conformidad.
Georges
Didi-Huberman se detiene en las representaciones del pueblo para
analizar las imágenes a través de las cuales se sintetiza la
multiplicidad. Es necesario volver a pensar las relaciones entre
estética y política, esta vez desde la partición de lo sensible
para reencontrarse con su sentido dialéctico. En términos de una
nueva filosofía estética, hacer sensible no es solo volver
inteligible, sino impulsar una dialéctica de las imágenes forjada
en la dinámica de las apariencias y de las apariciones que tienen
los acontecimientos. Esto significa que lo sensible no solo afecta al
mundo fenomenológico sino también al sujeto que se deja afectar por
él. Aquello que revela una fractura en el sentido y vuelve accesible
incluso lo que parece no tenerlo regresa conmoviendo al individuo que
ahora quiere saber, que se involucra y siente que algo de ese sentido
le concierne. “Nuestros sentidos pero también nuestras
producciones significantes sobre el mundo histórico se emocionan por
obra de ese volver sensible: emocionar en el doble sentido de la
emoción y de la moción o puesta en marcha del pensamiento”.
Desde esta perspectiva es posible hallar en lo sensible el síntoma
que lo afecta, hacerlo visible para encontrar la imagen de los
pueblos destruidos por el trauma, atravesados por la memoria y
reconstruidos a través de sus fallas y deseos.
El
ensayo de Sadri Khiari se ubica claramente en los relatos de
fundación al plantearse la pregunta: ¿contra quién se construye un
pueblo? La identidad creada a partir de la Nación no se consolida
mediante rasgos internos sino que está siempre anclada en una
amenaza externa. El poder siempre se conquista frente a un enemigo y
la historia de los pueblos se mide siempre mediante una relación de
fuerzas. En esta misma contienda identitaria se hallan mezclados los
conceptos de Nación, ciudadanía y soberanía, a través de los
cuales se explican y justifican los discursos hegemónicos. Así, se
denuncia el pacto republicano que funda la democracia y legitima el
colonialismo, la discriminación racial que esconde la perpetuidad de
un sistema de privilegios falsamente legitimados y la hipocresía de
un enfoque asimilacionista que propone la inclusión a partir de la
estigmatización de la religión en función de un pretendido
humanismo laico. Los problemas de las clases subalternas en los
países imperiales siguen enfrentando la cuestión racial, en el seno
de una sociedad capitalista que las oprime.
Hasta
aquí, el conjunto de trabajos que reflexionan sobre las distintas
dimensiones del problema político encarnado en la definición de
“pueblo” (la construcción de identidades colectivas, la
discusión sobre la pertenencia y los territorios culturales, la
lucha ideológica por delimitar el adentro y el afuera del
Estado-Nación). La complejidad del pueblo como concepto
político-cultural resalta la necesidad de abordarlo desde múltiples
disciplinas y a través de diferentes voces críticas.
Breve
reseña de ¿Qué es un pueblo?, Ensayos
de Alain Badiou, Pierre Bourdieu, Judith Butler, Georges
Didi-Huberman, Sadri Khiari y Jacques Rancière; por
Carina González.
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